Chris Mooney - Desaparecidas

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Todo comenzó un día cualquiera para aquellas tres adolescentes de Belham, Massachusetts. Ellas iban a pasar un día como cualquier otro, en el bosque bebiendo cerveza y fumando un poco. Todo iba bien, hasta que presenciaron aquella escena. Ellas no estaban preparadas para ver algo así, les arrancó la inocencia de cuajo, quebró su amistad, y se convirtió en un reguero de sangre y dolor, mucho dolor…
Han pasado veinticinco años desde que ocurriera aquello, y el secuestro de Carol Cranmore, una adolescente de Belham, ha puesto en guardia a la policía y al FBI. Estos últimos, creen saber a lo que se enfrentan, un nuevo ataque de un asesino en serie, posiblemente el mismo que llevan buscando más de veinticinco años… conocido como El Viajero. Solo existe una persona que haya sido capaz de escapar de las garras de este asesino, pero su estado es tan deplorable que apenas puede que ayuda a la investigación que están llevando a cabo. Darby McCormick, miembro del Departamento de Policía de Boston, es acosada por los fantasmas del pasado, y asumirá este caso como algo personal. Intentara encontrar y salvar a Carol, aunque le cueste la vida en el intento…
Mientras tanto, Carol despierta en una celda oscura. Está asustada, no sabe donde está…oye gritos a lo lejos…gritos de mujeres encerradas como ella. Pero de vez en cuando suena un zumbido, y todas las celdas se abren. Carol cruza el umbral, bajo la atenta mirada de un sádico asesino, dispuesto a dar rienda suelta a sus fantasías mas perversas. Se inicia una caza que solo tiene dos reglas básicas: esconderse o morir.

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– Será un mapache -susurró Darby.

– No me refiero a las ramas -repuso Stacey-, sino al llanto.

Darby bajó la lata de cerveza y asomó la cabeza al otro lado de la pendiente. El sol se había puesto hacía ya un rato; lo único que vio fue la difusa silueta de los troncos de los árboles. El rumor de pasos se intensificó. ¿Había alguien allí?

De repente el rumor cesó y todas oyeron la voz de la mujer, débil pero clara:

– Déjame ir, por favor. Juro por Dios que no le diré a nadie lo que has hecho.

Capítulo 2

– Llévate el monedero -dijo la mujer del bosque-. Hay trescientos dólares. Te conseguiré más dinero si es eso lo que quieres.

Darby agarró a Stacey del brazo y tiró de ella hacia la pendiente. Melanie se acurrucó a su lado.

– Lo más probable es que se trate de un atraco, pero él podría llevar un cuchillo. O una pistola -susurró Darby-. Ella le dará el bolso, él se largará y fin del asunto. Así que lo mejor es que no nos movamos.

Mel y Stacey asintieron.

– No tienes por qué hacerme esto -dijo la mujer.

Darby sabía que tenía que sobreponerse al terror que sentía y volver a mirar por encima de la pendiente. Cuando llegara la policía a hacerle preguntas quería ser capaz de recordar todo lo que había visto y oído, cada palabra, cada sonido.

Con el corazón latiéndole desbocado asomó la cabeza por encima de la pendiente y miró hacia el tenebroso bosque. Su nariz rozó briznas de hierba y hojas secas.

La mujer rompió a llorar.

– Por favor. Por favor, no.

El asaltante susurró algo que Darby no pudo oír. «Están tan cerca…», pensó ella.

Stacey había decidido echar un vistazo. Se acercó a Darby.

– ¿Qué está pasando? -susurró Stacey.

– No lo sé -dijo Darby.

Un vehículo ascendía por la carretera 86. Los faros formaban un par de extraños círculos blancos que se movían entre los troncos de los árboles y oscilaban a causa del terreno inclinado lleno de baches, rocas, hojas y ramas partidas. Darby oyó música: era Jump, de Van Halen; la voz de David Lee Roth resonaba en su cabeza al tiempo que otra vocecilla interna le ordenaba que mirara hacia otro lado, que apartara la mirada de una vez por todas. Dios sabe que ella quería obedecer, pero otra parte de su cerebro parecía haber tomado el control, y Darby no desvió la mirada cuando quedó bañada por la luz de los faros. La ronca voz de David Lee Roth cantaba muévete, salta, mientras una mujer vestida con tejanos y una camiseta gris estaba arrodillada junto a un árbol, con el rostro de un intenso color rojo, los ojos abiertos de par en par y los dedos tensos en un intento desesperado de arrancarse la cuerda que tenía atada alrededor de la garganta.

Stacey se puso en pie de un salto y al hacerlo derribó a Darby. Una roca le golpeó en la sien con tanta fuerza que vio las estrellas. Darby oyó cómo Stacey se abría paso entre las ramas, y al volverse hacia ella vio que Melanie también corría.

Lo siguiente fue un inconfundible crujido de ramas y hojas: el asaltante venía hacia ellas. Darby se puso de pie y salió corriendo.

Darby alcanzó a Stacey y a Mel en la esquina de East Dunstable. Las cabinas telefónicas más cercanas estaban justo al doblar la esquina de Buzzy's, el establecimiento más popular del pueblo que cumplía las funciones de supermercado, pizzería y grandes almacenes. Recorrieron el resto del camino sin cruzar palabra.

El camino hasta la cabina se les hizo eterno. Sudorosa y jadeante, Darby descolgó el teléfono para marcar el 911, pero Stacey le arrebató el auricular de la mano.

– No podemos llamar -dijo Stacey.

– ¿Has perdido la cabeza? -le espetó Darby.

Su miedo estaba dejando paso a una intensa y creciente ira dirigida a Stacey. No debería haber sido una sorpresa que ésta la apartara y saliera corriendo. Stacey siempre pensaba antes en sí misma. El mes anterior, sin ir más lejos, las tres habían planeado ir juntas al cine y Stacey lo canceló en el último momento porque Christina Patrick la había llamado para invitarla a una fiesta. Era típico de Stacey.

– Estábamos bebiendo, Darby.

– No hace falta decírselo.

– Lo olerán en el aliento… Y ya puedes olvidarte de mascar chicle, lavarte los dientes o hacer gárgaras con enjuague bucal, porque nada de eso funciona.

– Correré el riesgo -dijo Darby, intentando quitarle el teléfono a Stacey.

Stacey no lo soltó.

– Esa mujer está muerta, Darby.

– Eso no lo sabes.

– Vi lo mismo que tú…

– No, Stacey. No pudiste ver lo mismo que yo porque saliste corriendo. Me empujaste, ¿te acuerdas?

– Fue sin querer. Te juro que no pretendía…

– Ya. Como de costumbre, Stacey, sólo te preocupas de ti misma.

Darby consiguió arrancarle el teléfono de los dedos y marcó el 911.

– Sólo conseguirás que nos castiguen, Darby. Igual en tu caso consiste en quedarte sin las vacaciones en el Cabo con Mel, pero tu padre no… -Stacey se detuvo. Estaba llorando-. No sabes cómo son las cosas en mi casa. Ninguna de las dos lo sabe.

La operadora contestó a la llamada.

– Nueve, uno, uno, ¿de qué emergencia se trata?

Darby dio su nombre a la operadora y relató lo que había pasado. Stacey se ocultó detrás de un contenedor. Mel contempló la colina por donde solían descender en trineo cuando eran crías; sus dedos no paraban de manosear las cuentas de la pulsera.

Una hora después Darby caminaba por el bosque acompañada de un detective.

Se llamaba Paul Riggers. Lo había conocido en el funeral de su padre. Riggers tenía unos enormes dientes blancos y a Darby le recordaba a Larry, el vecino delgaducho de la serie Un hombre en casa.

Aquí no hay nada -dijo Riggers- Lo más probable es que lo asustarais.

Se detuvo y enfocó con la linterna una mochila azul marca L.L. Bean. La cremallera estaba abierta y Darby vio las tres latas de Budweiser que había en el fondo.

– Supongo que esto es vuestro.

Darby asintió mientras su estómago daba un vuelco, se retorcía y volvía a subir, como si quisiera encontrar un rincón donde esconderse.

Su cartera no estaba dentro de la mochila. Estaba tirada en el suelo, junto con la tarjeta de la biblioteca. No había ni rastro del dinero que llevaba, ni tampoco del carné de estudiante, donde constaba su nombre y dirección.

Capítulo 3

Su madre la esperaba en comisaría. Después de que Darby hubiera terminado de declarar, Sheila mantuvo una charla en privado con el detective Riggers durante una media hora y luego llevó a Darby a casa en su coche.

Sheila no decía nada, pero Darby no la veía enojada. Sabía que cuando su madre se quedaba así de callada era porque estaba sumida en sus pensamientos. O quizá sólo estuviera cansada; desde la muerte de Big Red tenía que trabajar doble turno en el hospital.

– El detective Riggers me ha contado lo sucedido -dijo Sheila, con voz seca y áspera-. Llamar al nueve, uno, uno fue lo correcto.

– Siento que tuvieran que llamarte al trabajo -dijo Darby-. Y también lo de la cerveza.

Sheila apoyó la mano en la pierna de Darby y la apretó: la señal que indicaba a su hija que todo iba bien entre ellas.

– ¿Puedo darte un consejo sobre Stacey?

– Claro -dijo Darby, aunque presentía lo que iba a decir su madre.

– La gente como Stacey no es buena amiga. Y si sales con ellos el tiempo suficiente acaban arrastrándote en su caída.

Su madre tenía razón. Stacey no era una amiga: era un peso muerto. Darby había aprendido la lección por las malas, pero la había aprendido. Por lo que se refería a Stacey, buen viaje.

– Mamá, la mujer que vi… ¿Crees que se levantó y pudo escapar?

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