Cuando salió, Walter llevaba un par de esposas.
Esta vez no le pidió que se volviese, sino que le puso las manos a la espalda bruscamente y la esposó. Ella no se resistió. Cuando le colocó una venda sobre los ojos, tampoco protestó. Walter la asió del brazo y tiró de ella por el pasillo a toda prisa, como si la casa estuviera en llamas.
La ayudó a subir las escaleras. Hannah subió los escalones uno a uno, mientras el corazón le palpitaba con fuerza debido al miedo y las esposas le raspaban la muñeca. ¿Por qué tenía tanta prisa? Algo iba mal. Hannah no podía ver, no podía distinguir la silueta de las cosas. Estaba atrapada en la oscuridad.
Llegaron a lo alto de la escalera. Hannah entró en la cocina. Walter la sujetó del brazo y la condujo por lo que parecía un estrecho pasillo. No dejaba de golpearse contra las paredes.
Walter le dijo que se detuviese y ella lo obedeció. La agarró por los hombros y luego la dirigió hacia la izquierda y le dijo que diera tres pasos adelante. Lo hizo.
Walter respiraba con dificultad.
– Voy a quitarte las esposas y ayudarte a ponerte la chaqueta -le dijo-. Cuando te la hayas puesto, te esposaré de nuevo.
Una vez le hubo puesto el abrigo, subido la cremallera y colocado las esposas de nuevo, Walter apoyó las manos en los hombros de Hannah y la desplazó hacia la derecha. Un objeto duro chocó contra las puntas de sus botas.
Él le metió algo en el bolsillo del abrigo.
Se produjo un largo momento de silencio. Ella lo oyó sorberse la nariz y aclararse la garganta varias veces.
¿Estaba llorando?
– Eres muy hermosa, Hannah…
Sí, estaba llorando.
– Eres la mujer más hermosa que he conocido en mi vida -dijo Walter-. Te quiero muchísimo.
En cierto modo, por extraño y grotesco que pudiera parecer, Hannah quiso darle las gracias por su acto de bondad, quiso decirle que estaba haciendo lo correcto. Sintió ganas de decirle que no le hablaría a nadie de él ni le contaría a nadie lo sucedido, que se lo juraría por Dios, por la Virgen o con la mano encima de una pila de Biblias, lo que él quisiese. Pero no quería arriesgarse a romper el hechizo bajo el que se hallaba aquel hombre diciendo algo que pudiese hacerle cambiar de idea.
– Quédate quieta -dijo Walter-. No te muevas.
A Emma y Judith, Walter les descerrajó un tiro en la nuca y luego las empujó rápidamente por el borde de la bañera, antes de que se les doblasen las piernas. Después no se quedó en el cuarto de baño: ver cómo sus cuerpos se retorcían en la bañera, cómo agitaban las extremidades, oír los sonidos gorgoteantes que emitían mientras el cerebro se les apagaba lentamente… era demasiado desagradable. Acudía junto al altar a rezarle a María mientras esperaba a que ellas acabaran de desangrarse, y María lo tranquilizaba asegurándole que no habían sentido nada, que lo que él presenciaba era la muerte de sus cuerpos. El cuerpo no importaba, sólo era un receptáculo para el alma, y era ésta lo que verdaderamente importaba.
Una vez concluida la parte más difícil, Walter regresaba al cuarto de baño y abría el grifo de la ducha para enjuagar la sangre. A continuación, les hacía la señal de la cruz con su propia sangre, bautizándolas mientras rezaba, y trasladaba los cuerpos a la lona de plástico que había en el suelo. Era entonces cuando cosía el bolsillo que contenía la figura, pues María debía permanecer junto a ellas hasta que sus almas fuesen liberadas al cabo de tres días, y antes de arrojarlas de nuevo al agua para que quedasen bautizadas una vez más, volvía a rezar una oración.
Cuando llegaba a casa, limpiaba la ducha y los suelos con lejía, lo restregaba todo con las toallas y luego volvía de nuevo junto al altar a rezar.
Esta noche sería diferente.
Hannah Givens estaba de pie frente a la pared de la ducha, y no había ninguna lona de plástico a sus pies. No había trapos ni botes de lejía para limpiar la bañera. Llevaba la figura en el bolsillo, pero no había necesidad de cosérsela. María no quería que arrojase a Hannah al agua. Después de disparar a Hannah, Walter debía apoyar el cañón del arma en su propia sien o en el velo del paladar y apretar el gatillo. Esas eran las instrucciones de María.
Walter levantó el arma y apuntó con ella hacia la parte posterior de la cabeza de la chica. Le temblaba la mano. No podía dejar de llorar. María le habló entonces.
«No tengas miedo. Estoy aquí contigo.»
Tengo miedo.
«No duele. No sufrirás nada, te lo prometo.»
Ayúdame.
«¿Te acuerdas de cuando te cogí en brazos por primera vez y te estreché contra mi corazón?»
Sí.
«Estabas rodeado de mi amor. Yo hice que no sintieras dolor. ¿Te acuerdas?»
Se acordaba.
«¿Sientes mi amor por ti, Walter?»
Sí.
«Estarás rodeado de mi amor por siempre jamás. Y ahora, hazlo.»
No podía apretar el gatillo.
«Tu madre está aquí conmigo. Emma y Judith están impacientes por verte. Te quieren, Walter. Entrégame a Hannah y luego ven con nosotras.»
Entonces llamaron al timbre de la puerta.
Hannah volvió la cabeza al oír el sonido. A la velocidad del rayo, Walter le rodeó la garganta con el brazo, levantó la mano con la que sostenía el arma y apretó la boca del cañón contra la cabeza de la joven.
– Como digas una sola palabra, te mataré.
El timbre sonó de nuevo.
¿Quién estaba en la puerta? ¿Sería otra vez su nueva vecina, Gloria Lister, que había vuelto con otra tarta?
«Eres mi chico especial, Walter. Te quiero.»
La puerta del cuarto de baño permanecía abierta. Las luces estaban encendidas, así como las de la cocina.
«Ven conmigo a casa. Ha llegado la hora.»
El timbre volvió a sonar, seguido de unos golpes en la puerta. Hannah estaba llorando y temblaba sin parar.
– Cállate.
«Te quiero, Walter.»
Le resultaba difícil oír a María con los hipidos de Hannah.
– Que te calles.
«Aprieta el gatillo.»
Hannah no se callaba. Le tapó la boca con la mano buena.
«No hay ninguna razón para que tengas miedo, Walter. ¿Sientes mi amor? ¿Sientes…?»
Hannah le mordió el pulgar.
Walter lanzó un alarido de dolor y Hannah lo empujó hacia atrás. Él se dio un golpe contra el tocador del baño, y la parte posterior de su cabeza hizo añicos el espejo. Hannah volvió la cabeza a uno y otro lado como un perro rabioso, arrancándole la piel de la mano, y Walter siguió chillando mientras el arma se le caía en el lavabo.
La puerta principal contaba con una gruesa hoja de vidrio cubierta con cortinas de encaje. Había alguien en casa: la luz de la cocina estaba encendida y Darby veía una mesa redonda y una chaqueta de lana en el respaldo de una silla.
Estaba a punto de volver a pulsar el timbre cuando oyó gritar a un hombre.
Se metió la mano en el interior del abrigo mientras con la otra agarraba el pomo de la puerta y lo hacía girar, pero estaba cerrada con llave. Con el talón de su bota, dio una patada a la puerta. El cristal se resquebrajó y ella le dio otra patada, hasta que el cristal se hizo añicos. Una mujer gritaba pidiendo auxilio. «Dios Santo, Hannah Givens está ahí dentro, y está gritando.»
Darby atravesó la hoja de la puerta y el borde de los cristales rotos le hizo cortes en el abrigo y las mejillas. Entró en el recibidor y, con la SIG empuñada, avanzó por el pasillo tratando de localizar el objetivo, lista para disparar, mientras los gritos se intensificaban y ella se deslizaba en el interior de la cocina y comprobaba el espacio a su izquierda, su punto ciego: despejado. A su derecha, un pasillo bien iluminado de linóleo a cuadros verdes y blancos se extendía hasta una puerta abierta con unas escaleras que conducían a la oscuridad del garaje. Al final del mismo pasillo y a la izquierda, había otra puerta con la luz del interior encendida. Unas sombras atravesaron la pared del pasillo y Darby se movió con rapidez. «Lista para disparar. No dejes de disparar hasta que caiga al suelo.» Con la boca seca y la adrenalina palpitándole en las venas, se agachó y dobló en la esquina.
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