Chris Mooney - Secuestradas

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A Darby McCormick le han propuesto la investigación de un nuevo caso. Se trata de la desaparición y posterior asesinato de dos jóvenes universitarias: Emma Hale, hija de un poderoso magnate y. alumna de primer curso en Harvard, cuvo cuerpo fue hallado a orillas del río, y Judith Chen, una estudiante ejemplar que se costeaba sus estudios con su trabajo en una cafetería. Nada parece relacionar ambos crímenes, salvo la causa de la muerte, un disparo en la nuca… y que las dos llevaban una estatuilla de la Virecn dentro de sus bolsillos.
Darby se incorporará a la recién creada CSU, Unidad Especial de Científicos Forenses, donde deberá trabajar codo con codo con el inspector Bryson, un hombre hosco y reservado. En el curso de sus indagaciones toparán con Malcolm Fletcher, un ex agente federal perseguido por la ley que podrfa ser la clave para dar con el paradero del homicida. La doctora McCormick tendrá que actuar contrarreloj, puesto que una nueva joven acaba de desaparecer y quién sabe cuánto tiempo puede pasar antes de que corra la misma suerte que sus predecesoras…

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Darby bajó por la escalera de caracol. Cuando llegó al salón, vio una pequeña rendija de luz por debajo de la puerta principal. Las luces del rellano estaban encendidas. «Debe de haber hecho saltar el diferencial», pensó.

Bajó por las escaleras. Marsh estaba sentado detrás del mostrador, leyendo una revista, cuando levantó la vista y vio a Darby bajando a la carrera.

– ¿Adónde conduce la salida de incendios de Emma?

– Al callejón de la esquina -respondió Marsh al tiempo que se levantaba-. ¿Qué pasa?

Darby no respondió. Ya había salido por la puerta y bajaba precipitadamente los escalones, bajo la intensa nevada.

Varios coches patrulla trataban de abrirse paso entre el tráfico. Dobló por la esquina corriendo y dejó atrás la rampa del aparcamiento del edificio. El callejón estaba desierto. Con el azote de la nieve en la cara, se protegió los ojos mientras avanzaba por el callejón, empuñando la SIG, lista para abrir fuego.

Cuando llegó al final del callejón, vio la escalera de incendios traqueteando al viento, cerca de un contenedor. Había pisadas recientes en la nieve, justo debajo de la escalera. Darby siguió el rastro hasta el momento en que se desviaba a la derecha, en la calle Arlington.

Los coches estaban atrapados en un embotellamiento, y tanto conductores como pasajeros la miraron alucinados mientras ella avanzaba por la calle, tratando de divisar al intruso entre las cortinas de nieve. Pero era inútil; no lo encontró. El hombre de los ojos extraños había desaparecido.

No sé si habrá salido el pir

Jimmy Marsh le dijo que la caja de los fusibles de la luz estaba en el interior del vestidor. Pertrechada con una linterna que le había facilitado un agente de un coche patrulla, Darby apartó la colección de vestidos, encontró el interruptor diferencial y, al accionarlo, se hizo de nuevo la luz.

El vestidor era largo y estrecho, y estaba repleto de hileras aparentemente interminables de ropa y zapatos ordenados de manera meticulosa en armarios sin puerta de aspecto profesional y elaborados en madera de roble. Los joyeros eran, en realidad, cuatro pequeños cajones forrados de terciopelo rojo.

En el segundo de ellos, Darby descubrió un espacio vacío entre dos collares de diamantes absolutamente impresionantes. Hojeó las páginas del expediente del caso y localizó la que contenía la lista del contenido del joyero. El relicario y la cadena figuraban entre un collar de oro y diamantes y otro collar con la cadena de platino. Los collares estaban allí, pero el relicario había desaparecido.

Pese a todo, Darby quería ver las fotos que la CSU había tomado de los joyeros. Llamó a Coop y descubrió que éste seguía en el laboratorio. Le explicó lo que había sucedido y lo que quería. Coop se ofreció a esperar en el laboratorio hasta que alguien de Identificación acudiese para abrir la oficina y conseguir las fotos. Le prometió hacérselas llegar al edificio de Hale.

Tim Bryson no contestaba al teléfono. Darby le dejó un mensaje sobre el relicario desaparecido, colgó y se dispuso a inspeccionar el cuarto de invitados por el que había escapado el intruso. La puerta estaba cerrada por dentro, de modo que tuvo que subir por la escalera de incendios para poder deslizarse en el interior. No había señales de que hubiesen forzado la ventana para entrar. Examinó el suelo y a continuación inspeccionó también la nieve en busca de algún posible rastro que el intruso pudiese haber dejado allí.

Capítulo 13

Walter Smith bajó las escaleras del sótano con Hannah en brazos. Al llegar a la puerta de la habitación, se echó el cuerpo de la joven al hombro.

Llevaba la tarjeta-llave metida en el bolsillo delantero de sus vaqueros. Walter se acercó al lector de tarjetas y el aparato emitió un pitido. Tecleó los cuatro números y las cerraduras electrónicas se abrieron. Abrió la puerta y depositó a Hannah con delicadeza encima de su nueva cama.

Walter encendió la pequeña lámpara de la mesilla de noche. La nariz de Hannah había dejado de sangrar, pero la sangre le había manchado la parte delantera de su chaqueta de lana. Le quitó el gorro, la chaqueta y los guantes y los dejó, doblados, encima de la lavadora que había al fondo del pasillo. A continuación, subió al piso de arriba.

Se detuvo primero en el garaje. Abrió el maletero del coche y sacó las mantas que María le había dicho que metiera allí. Su Santa Madre le había indicado que si lo paraba la policía, registrarían el maletero. «Si la policía encuentra sangre, Walter, te encerrarán y ya nunca volverás a verme.» Walter tiró las mantas a una bolsa de basura.

El baño estaba en la segunda planta. Walter abrió el botiquín. Oyó el ruido de un motor que aceleraba en la calle. ¿Sería la policía? ¿Lo habrían encontrado? Presa del pánico, apagó la luz y se asomó a la minúscula ventana.

Un camión de grandes dimensiones avanzaba pesadamente por la nieve. Se detuvo al final de su calle y, a la luz de las farolas, vio las palabras «Mudanzas AJ» pintadas en los laterales de la caja. El enorme motor emitió un ruido bronco mientras doblaba a la derecha y enfilaba hacia la empinada cuesta de la colina, avanzando despacio hasta detenerse frente a una casa de listones de madera gris que llevaba vacía más de dos años. Alguien se había mudado a la casa de los Peterson.

Walter se tranquilizó. Cogió el bote de agua oxigenada y un rollo de papel higiénico y se dirigió de nuevo al sótano.

Pasó la siguiente media hora limpiando la sangre de la cara de Hannah. Tenía la nariz hinchada, pero no estaba rota. Bien. No quería verla desfigurada, de ninguna manera.

Walter se dirigió de nuevo arriba, a la cocina esta vez. Llenó de hielo picado una bolsa de plástico para congelados y se la colocó a Hannah en la nariz. La ropa de la chica estaba mojada y olía a fritura. Llevaba la sudadera subida, con la barriga al descubierto, y Walter vio una marca de nacimiento de color fresa en su cintura. La tocó con la mano. Tenía la piel cálida y suave.

Walter le recorrió el vientre con la mano. Se dio cuenta de lo que estaba haciendo y la retiró bruscamente, asqueado consigo mismo.

– Lo siento, Hannah. Eso no ha estado bien.

Hannah no se inmutó, ni siquiera se movió.

– Siento haberte hecho daño. Fue un accidente.

Walter esperaba que pudiese oírlo.

El hielo se había derretido. Le quitó a Hannah las botas y los calcetines; tenía unos pies muy bonitos.

Apagó la luz, y se disponía a subir de nuevo cuando se acordó de la ropa mojada de la joven. Quería que estuviera cómoda.

En la oscuridad, con los ojos cerrados, Walter le quitó los vaqueros y luego le deslizó la sudadera y la camiseta hacia arriba para quitárselas por la cabeza. Walter no abrió los ojos hasta que llegó al pasillo. María se sentiría orgullosa de su autocontrol.

Colocó la ropa húmeda en la lavadora. Cuando volvió al dormitorio, vio la silueta del cuerpo de Hannah iluminada por la suave luz del pasillo. Llevaba ropa interior de algodón, sencilla y bonita, de la que llevan las chicas buenas, y no esas prendas pecaminosas que veía en las revistas y en televisión.

Emma era la que usaba esa clase de lencería, muy cara y promiscua. Hannah no era así. María decía que era una buena chica, de buen corazón.

Los pechos de Hannah subían y bajaban en el interior de su sujetador. Walter se los quedó mirando fijamente y sintió ganas de tocarla de nuevo. Ya habría tiempo para eso más adelante, cuando se conociesen mejor, cuando le hubiese enseñado a Hannah lo mucho que la quería y lo feliz que iba a ser allí con él.

Su Santa Madre trataba de hablarle. La voz de María sonaba muy lejana, de modo que cerró los ojos y se concentró.

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