Jo Nesbø - Petirrojo

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Año 1944. Daniel, combatiente del frente oriental, muere asesinado en las trincheras de Leningrado. En un hospital de Viena, un soldado herido dice ser Daniel. Entre él y la enfermera Helena surge un romance.
Año 1999. El investigador Harry Hole dispara por accidente a un agente de los servicios secretos durante la visita a Noruega del presidente norteamericano Clinton. Harry Hole es trasladado a la policía de seguridad ciudadana, donde se le asigna la misión de comprobar la información sobre una red de tráfico de armas relacionada con círculos de viejos y nuevos nazis.
Año 2000. Mientras la nieve se funde en las calles de Oslo, entra en escena un asesino con un objetivo muy especial.

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Ellen levantó la mirada de su ordenador y estudió el contenido diseminado por el suelo.

– Pero, Harry, ¿has tirado el ejemplar de MOJO ? -le preguntó.

– ¡Joder! -repitió Harry mientras se quitaba de un tirón la ajustada chaqueta del traje y la arrojaba por los aires a través de los veinte metros cuadrados de despacho que compartía con la oficial Ellen Gjelten.

La chaqueta alcanzó el perchero pero se deslizó hasta caer al suelo.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó Ellen antes de extender el brazo para detener el balanceo del perchero.

– He encontrado esto en mi buzón.

Harry blandía un documento.

– Parece una sentencia.

– Eso es.

– ¿La causa de Dennis Kebab?

– Exacto.

– ¿Y qué?

– A Sverre Olsen le ha caído un buen paquete. Tres años y medio.

– ¡Vaya! En ese caso, deberías estar de un humor excelente.

– Y lo estuve, durante aproximadamente un minuto. Hasta que leí esto.

Harry le mostró un fax.

– ¿Qué?

– Cuando Krohn recibió su copia de la sentencia esta mañana, respondió enviándonos una advertencia de que tenía intención de recurrirla por un defecto de forma.

Ellen adoptó una expresión de dolor de muelas.

– ¡Vaya!

– Quiere que se revoque la sentencia. No te lo vas a creer, pero ese astuto de Krohn nos ha pillado en la prestación del juramento.

– ¿En qué dices que os ha pillado?

Harry se acercó a la ventana.

– Los dos miembros del jurado popular sólo tienen que prestar juramento la primera vez que hacen de jurado, pero han de hacerlo en la sala de vistas y antes de que comience el juicio. Krohn se dio cuenta de que uno de los miembros era nuevo. Y de que el juez no le había tomado juramento en la sala de vistas.

– Se dice juramentado.

– Tanto da. El caso es que ahora resulta que la sentencia dice que el juez había juramentado a la señora en la antesala de la sala de vistas, justo antes de que empezase el juicio. Atribuye la irregularidad a la falta de tiempo y a las nuevas reglas.

Harry arrugó y arrojó el fax, que describió un largo arco antes de caer a medio metro de la papelera de Ellen.

– ¿En resumen? -preguntó Ellen al tiempo que, de una patada, enviaba el fax a la mitad del despacho que le correspondía a Harry.

– Que la sentencia se revocará como nula y que Sverre Olsen será un hombre libre durante medio año, como mínimo, hasta que se celebre un nuevo juicio. Y, en tales casos, suele aplicarse una pena mucho más suave en razón del perjuicio que el aplazamiento haya podido causar al enjuiciado, bla, bla, bla. Tras los ocho meses que ha pasado en prisión preventiva, es muy probable que Sverre Olsen sea, a estas alturas, un hombre libre.

En realidad, Harry no se dirigía a Ellen, que ya conocía todos aquellos detalles. Le hablaba a la imagen que de sí mismo le devolvía el cristal de la ventana; pronunciaba las palabras en voz alta para comprobar si así tenían más sentido. Se pasó ambas manos por la sudorosa coronilla que, hasta no hacía mucho, había estado cubierta por una capa de cabello rubio y corto. Que se lo hubiese cortado al cero se debía a una razón muy concreta: la semana anterior habían vuelto a reconocerlo. Un muchachote con una gorra de lana negra, zapatillas Nike y unos pantalones tan grandes que el tiro le llegaba por las rodillas se le había acercado mientras sus compañeros se agolpaban a unos pasos y le había preguntado a Harry si él era «el que hizo de Bruce Willis en Australia». Hacía ya tres años, ¡nada menos que tres!, desde que la fotografía de Harry había ilustrado las primeras páginas de los periódicos, desde que Harry se había puesto en ridículo en los programas de televisión hablando acerca de los asesinatos en serie que había presenciado en Sidney. Harry fue y se rapó el pelo inmediatamente. Ellen le había sugerido que se lo afeitase.

– Lo peor de todo es que apuesto lo que quieras a que ese jodido abogado conocía la situación antes de que se hubiese dictado sentencia y pudo haber protestado de modo que la jurado pudiese prestar juramento en el momento y lugar adecuados. Pero se limitó a esperar sentado, frotándose las manos.

Ellen se encogió de hombros.

– Cosas que pasan. Un buen trabajo de la defensa, eso sí. Algo hay que sacrificar en el altar de la seguridad judicial. Venga, Harry, serénate.

La oficial pronunció aquellas palabras con una mezcla de sarcasmo y ecuánime constatación.

Harry apoyó la frente contra el cristal refrescante. Hacía otro de aquellos atípicos y calurosos días de octubre. Se preguntaba dónde habría aprendido Ellen, aquella joven oficial de policía de rostro pálido y bonito como el de una muñeca, de boca pequeña y ojos redondos, a hablar con tanto descaro. Era una niña bien que pertenecía a una familia burguesa, según ella misma confesaba, mimada como la hija única que era, hasta el punto de que había asistido a una escuela católica de Suiza, sólo para niñas. A saber si aquella educación no era la idónea para aprender a ser descarada.

Harry echó el cuello hacia atrás y respiró hondo al tiempo que se desabotonaba uno de los botones de la camisa.

– Cuéntame más -susurró Ellen dando suaves palmadas, como marcando el paso.

– En los ambientes nazis se lo conoce como Batman.

– Perfecto. El bate de béisbol: «el hombre del bate».

– No, no me refiero al nazi, sino al abogado.

– Ah, vale. Muy interesante. ¿Quieres decir que es guapo, rico, un loco encantador y que tiene el vientre como una tabla de lavar y un coche fantástico?

Harry sonrió.

– Deberías tener tu propio programa de televisión, Ellen. Es porque gana cada vez que acepta la defensa de uno de ellos. Además, está casado.

– ¿Es ése su único punto negativo?

– No, también lo es que a nosotros siempre nos hunde -dijo Harry mientras se servía una taza del café de casa que Ellen se llevaba al despacho desde el día en que, hacía ya casi diez años, empezó a trabajar allí.

Con la consecuencia negativa de que Harry ya no soportaba el aguachirle normal.

– ¿Llegará a juez del Tribunal Supremo?

– Antes de los cuarenta.

– ¿Te apuestas mil coronas?

– Hecho.

Ambos brindaron con sus tazas de papel y una sonrisa en los labios.

– ¿Puedo quedarme con el MOJO ? - preguntó Ellen.

– En las páginas centrales hay fotografías de Freddy Mercury en las peores posturas imaginables. Con el torso desnudo, los brazos en jarras y los dientes salidos. Vamos, todo el equipo. En fin, es toda tuya.

– A mí me gusta Freddy Mercury. O me gustaba.

– Yo no he dicho que no me gustara.

El desinflado sillón azul, que, hacía ya mucho tiempo, se había instalado en la muesca de posición más baja, emitió un quejido de protesta cuando Harry se repantigó en él reflexivo. Tomó un papel amarillo en el que Ellen había anotado algo antes de pegarlo al teléfono que Harry tenía delante.

– ¿Qué es esto?

– ¿No sabes leer? Møller quiere verte.

Harry atravesó diligente el pasillo mientras recreaba en su mente la boca apretada y las dos arrugas de honda preocupación que aparecerían en la frente de su jefe cuando supiese que Sverre Olsen había quedado libre una vez más.

La joven de sonrosadas mejillas que estaba ante la fotocopiadora alzó la vista de repente y sonrió cuando Harry pasó por su lado, pero él no se molestó en devolverle la sonrisa. Sería una de las nuevas administrativas. Su perfume era tan intenso y dulzón que lo llenó de irritación. Miró el segundero del reloj.

Así que empezaban a irritarle los perfumes; en fin. ¿Qué era lo que le estaba ocurriendo? Ellen decía que carecía de impulsos naturales, eso que hace que la gente vuelva a levantarse casi siempre. Después de volver de Bangkok, se sentía tan hundido que sopesó la posibilidad de renunciar a subir de nuevo a la superficie. Todo era frío y oscuro y todas las impresiones que recibía eran como «dejarse caer». Como si se encontrase bajo el agua, a mucha profundidad. Y sentía una paz tan benefactora… Cuando la gente le hablaba, las palabras se le antojaban burbujas de aire que surgían de sus bocas para subir a toda prisa y desaparecer. «De modo que así se siente uno cuando se ahoga», se decía mientras esperaba. Pero nada sucedió. Tan sólo el vacío. De acuerdo. Se había librado.

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