Lawrence Block - 8 millones de maneras de morir

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Por orden médica, Matt Scudder acaba de dejar el alcohol, pero mantenerse sobrio parece más difícil que mantenerse con vida, incluso en una ciudad como Nueva York. Una mole que, como Scudder sabe muy bien, puede aplastar a cualquiera. A pesar de su juventud, Kim también lo sabía, y por so había intentado escapar. Seguro que no merecía la vida de prostituta que el destino le había concedido, y sin duda no merecía la muerte que le tocó, y que Scudder no pudo evitarle. Para redimirse, el ex policía tendrá que encontrar a quien ha convertido a la chica en papilla, y para ello, arriesgar lo que aún queda de sí mismo. Esta novela le valió a Lawrence Block el premio Edgar, y marca un hito en la vida de su gran personaje, Matthew Scudder.

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– Puede que encuentres algo.

– Puede.

– Huellas, por ejemplo. ¿No viste restos de piel entre sus uñas?

– No. Pero eso no quiere decir que los tipos del lavabo no encuentren nada -un músculo se crispó debajo de su mandíbula-. Déjame decirte algo. Gracias a Dios que no soy forense o un técnico. Ya es bastante desagradable ser policía.

– Amén -terció Durkin.

Yo dije:

– Si él la recogió de la calle, puede que alguien la haya visto subir al auto.

– Hay un par de agentes por allí tratando de encontrar testigos -respondió Garfein-. Quizá encuentre algo. Si alguien vio algo y se acuerda y si tiene ganas de hablar.

– Demasiados síes -dijo Durkin.

– El gerente tuvo que haberle visto -dije-. ¿Qué es lo que recuerda?

– No mucho. Pero vayamos de todas formas a hablar un poco más con él.

El gerente tenía una pigmentación amarillenta y unos ojos rodeados de una aureola rojiza propia de los trabajadores nocturnos. Había un olor a alcohol en su aliento, sin embargo su comportamiento no era el de un bebedor; concluí que esa era su forma de sobreponerse al descubrimiento del cadáver. Parece que no le había surtido efecto porque parecía confuso y desamparado.

– Este motel es un sitio respetable -insistía.

Semejante declaración era tan absurda que nadie de nosotros se tomaba la molestia de contestar. Sin duda lo que quería decir era que una muerte no era un hecho corriente.

– De manera que usted vio que ya no estaba -le recordó Garfein-. Fue así como supo que la habitación estaba vacía.

– Salvo que no lo estaba. Abrí la puerta y…

– Usted pensó que estaba vacía porque el coche se había ido. ¿Cómo supo que se había ido si nunca lo vio?

– Su plaza en el parking estaba vacía. Hay una plaza delante de cada habitación, las plazas tienen el mismo número que la habitación. Yo miré fuera y vi que la plaza estaba desocupada, lo que significaba que se había ido en el coche.

– ¿Los clientes siempre aparcan en el emplazamiento justo?

– Se supone que sí.

– Hay muchas cosas que la gente se supone de debe hacer. Pagar impuestos, no escupir en la acera, cruzar por las esquinas…

Un tipo con prisas por echar un polvo no mira si deja el coche en el sitio justo. Usted tuvo que ver el coche.

– Yo…

– Usted lo vio una, puede que dos veces, y el coche estaba aparcado en su plaza. Luego miró otra vez y ya no estaba y usted se dijo que se habían largado. ¿No es verdad?

– Bueno… puede que sí.

– Describa el coche.

– No me fijé en él, verdaderamente. Tan sólo le eché un rápido vistazo para ver si seguía ahí.

– ¿Color?

– Oscuro.

– Estupendo. ¿Dos puertas? ¿Cuatro puertas?

– No me fijé.

– ¿Nuevo? ¿Viejo? ¿Qué marca?

– Era un modelo reciente -respondió-. Americano. No era un importado. En cuanto a la marca, cuando era un crío no había dos iguales, ahora todos se parecen.

– Tiene razón -dijo Durkin.

– Excepto American Motors. Un Gremlin, un Pacer, esos si se hacen notar. El resto son todos iguales.

– Y ése no era un Gremlin ni un Pacer.

– No.

– ¿Era un sedán? ¿Un descapotable?

– Le voy a decir la verdad -declaró el gerente-, sólo me fije en que era un coche. Pero todo está en la ficha, la marca, el modelo, la matrícula.

– ¿En la ficha que él rellenó?

– Sí. Tienen que rellenar todo eso.

La ficha estaba sobre el escritorio, recubierta con una hoja de acetato para preservar las huellas hasta que los muchachos del laboratorio hiciesen su trabajo. Nombre: Martin Albert Ricone. Direcci ó n: 211 Gilford Way. Ciudad: Fort Smith, Arkansas. Marca de auto: Chevrolet. A ñ o: 1980. Modelo: Sedán. Color: Negro. N ú mero de matricular í an: LJK-914. Firma: M. A. Ricone.

– Es la misma caligrafía -le dije a Durkin-. Si bien con mayúsculas no es fácil de decir, ¿no?

– Los expertos nos lo dirán. Al igual que nos dirán si los machetazos fueron dados por la misma mano. Parece que al tipo este le gustan los Forts, ¿lo ha notado? Fort Wayne, Indiana, y Fort Smith, Arkansas.

– Empezamos a aclarar algo -dijo Garfein.

– Ricone -dijo Durkin-. Debe ser italiano.

– M. A. Ricone, me hace pensar en el tipo que inventó la radio.

– Ese era Marconi -dijo Durkin.

– Se parece, ¿no? Este es un Macaroni. Metió una pluma en su sombrero y la llamó Macaroni.

– El se la metió en el culo -dijo Durkin.

– Puede que la haya metido en el culo de Cookie y puede que no fuera precisamente una pluma. Martin Alberte Ricone, es un alias bonito. ¿Cuál fue el que usó la última vez?

– Charles Owen Jones -dije.

– Oh, parece que le gustan los nombres dobles. Muy sutil el cabrón.

– Demasiado sutil -dijo Durkin.

– Los muy sutiles, los verdaderamente sutiles, siempre lo hacen todo con una significación. Como Jones, en argot, quiere decir una toxicomanía. Así cuando un yonki dice que tiene una jones de cien dólares, lo que dices es que su toxicomanía le cuesta cien dólares cada día.

– Gracias por explicármelo -dijo Durkin-. Qué sería de mí sin usted.

– Siempre a su servicio.

– Porque sólo llevo catorce años en el cuerpo. Y jamás he tenido contactos con colgados.

– Vale, vale -dijo Garfein.

– ¿La matrícula ha llevado a algún sitio?

– Al mismo sitio que el nombre y la dirección. Llamamos a tráfico en Arkansas, pero es una pérdida de tiempo. En un sitio como éste, hasta los clientes normales se inventan el número. No aparcan delante de la ventana de recepción cuando vienen a buscar la llave, así que este señor no puede verificarlo. De cualquier forma, dudo que se tome la molestia alguna verdad, ¿eh?

– No hay ninguna ley que me obligue a verificarlo -dijo el gerente.

– Ni las alianzas.

– Ni las alianzas, ni las licencias matrimoniales ni nada. Adultos consentientes, no es asunto que me concierne.

– Puede ser que Ricone quiera decir algo en italiano -sugirió Garfein.

– Es una buena idea -dijo Durkin.

Le pidió al gerente un diccionario italiano. El hombre le miró atónito.

– Y le llaman a esto un motel -dijo Durkin negando con la cabeza. Seguro que tampoco tienen Biblias.

– En casi todas las habitaciones hay una.

– Oh, ¿de veras? ¿Justo al lado de la televisión con películas pornos? ¿O a mano, junto a la cama de agua?

– Sólo hay dos habitaciones con camas de agua -dijo el pobre imbécil-. Hay que pagar un suplemento por la cama de agua.

– Menos mal que Ricone era un tacaño -dijo Garfein-. De otro modo, Cookie habría acabado ahogada.

– Hábleme de ese hombre -dijo Durkin-. Descríbale.

– Pero si ya…

– Lo va a repetir otra vez. ¿Qué talla?

– Alto.

– ¿Mi talla? ¿Más bajo? ¿Más alto?

– Yo…

– ¿Cómo iba vestido? ¿Llevaba sombrero, corbata?

– No me acuerdo.

Empujó la puerta, entró, le pidió una habitación. Rellenó su ficha. Le pagó al contado. A propósito, ¿cuánto cuesta una habitación como esa?

– Veintiocho dólares.

– No está mal. Supongo que las pornos no están incluidas en el precio.

– No, hay que meter monedas.

– Muy práctico. Veintiocho dólares no es caro, y para usted es rentable si alquila la habitación más de una vez. ¿Cómo le pagó?

– Ya se lo he dicho, al contado.

– ¿En billetes de cuánto? ¿Cuánto le ha dado? ¿Dos billetes de quince?

– Dos billetes de…

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