La muerte de la call-girl se hallaba en una de las páginas interiores. El artículo no aportaba nada que no me hubiera dicho Durkin la noche anterior.
Caminé durante un buen rato. Al mediodía me dejé caer por la reunión del YMCA, pero no me podía concentrar y me marché durante el testimonio. Comí un bocadillo de carne ahumada y bebí una cerveza. Bebí otra cerveza a la hora de cenar. A las ocho y media caminé hasta St. Paul's, di una vuelta a la manzana y volví a mi hotel sin entrar en la reunión. Me apetecía echar un trago, pero ya había tomado dos cervezas y había decidido que dos vasos al día sería mi cupo. Mientras no me excediera no tendría problemas. Daba igual si los tomaba por la mañana temprano o antes de acostarme, en mi habitación, o en el bar, solo o en compañía.
El día siguiente, miércoles, me levanté y fui a desayunar, ya tarde, al bar de Armstrong. Caminé hasta la biblioteca municipal donde pasé un par de horas, luego me fui a sentar a Bryant Park hasta que los traficantes me sacaron de quicio. Estos se han adueñado de los jardines públicos y se figuran que sólo los clientes potenciales eran los únicos que tenían interés en disfrutar de ellos, lo que hacía que uno no pudiese leer el periódico sin recibir constantemente ofertas de hachís, ácidos, cocaína y Dios sabe qué.
Esa noche asistí a la reunión de las ocho y media. Mildred, una de las habituales, fue muy aplaudida cuando hizo público que celebraba su aniversario: once años sin probar una gota de alcohol. Ella dijo que no tenía ningún secreto. Lo hacía día a día.
Pensé que si iba a la cama sobrio sumaría otro día. Después de la reunión no volví a mi hotel sino que me detuve en Polly's Cage donde me bebí dos copas. Entablé una discusión con un tipo que quería invitarme a una tercera copa pero le dije al barman que me sirviera una Coca-Cola. Me felicitaba a mi mismo; sabía hasta donde podía llegar y me guardaba en mis límites.
El jueves tomé una cerveza en la cena, fui a la reunión y me marché al descanso. Me detuve en Armstrong pero había algo que me impidió pedir una copa y no estuve mucho tiempo. Me encontraba fuera de sitio, entré en Farrell's y en Polly's, pero en ambos salí sin beber. La tienda de licores de al lado de Polly's seguía abierta. Compré una botella pequeña de J.W. Dant y la llevé a mi habitación.
Me duché primero y me preparé para ir a la cama. Luego rompí el precinto de la botella, vertí alrededor de diez centilitros en un vaso, lo bebí y me acosté.
El viernes tomé otros diez centilitros nada más levantarme de la cama. El bourbon me hizo realmente efecto, un efecto agradable. Estuve el resto del día sin beber más. Luego a la hora de acostarme tomé otro trago y me dormí.
El sábado desperté perfectamente lúcido, con ningún deseo de un trago matutino. Nunca llegué a soñar lo bien que podía controlar mi consumo de alcohol. Me entraron ganas de ir a la reunión y contárselo a todos, pero podía imaginar la impresión que produciría. Miradas entendidas y risas entendidas. Sociedad de santos abstemios. Además el que yo pudiera controlar el consumo no justificaba que lo recomendase a otra gente.
Tomé dos copas antes de acostarme. Apenas me afectaron, pero el domingo me desperté sintiendo un ligero malestar y me serví un generoso trago despertador para empezar el día. Funcionó. Leí el diario, luego consulté la lista de reuniones y vi que había una al mediodía en el Village. Me acerqué en el metro. No había prácticamente nada más que homosexuales. Me fui en el descanso.
Volví al hotel y eché una siesta. Tras cenar acabé la lectura del diario y me decidí a tomar un segundo vaso. Me serví diez o quince centilitros de bourbon en el vaso y los bebí. Me senté y continué con la lectura pero no podía concentrarme muy bien en lo que estaba leyendo. Pensé en tomar otro trago pero recordé que había agotado el cupo ese día.
Luego me di cuenta de que habían pasado más de doce horas desde mi trago matutino. Por tanto, había pasado más tiempo entre los dos vasos de la jornada que entre el de la mañana y el último de la noche. De tal manera que mi organismo había eliminado la bebida y no debería sumarse a los tragos de hoy.
Lo cual significaba que tenía derecho a otro trago antes de irme a la cama.
Me felicitaba de haber dado con semejante deducción y decidí recompensar mi perspicacia sirviéndome generosamente. Llené el vaso casi hasta el borde y me tomé mi tiempo en vaciarlo, ahí recostado en mi sillón, como uno de esos hombres tipo de las vallas publicitarias. Tenía sesos suficientes como para darme cuenta de que lo importante era el número de copas y no la cantidad, y entonces me vino la idea de que me había engañado a mí mismo. Mi primer trago, si es que se le pude llamar así, había sido un tanto escaso. En cierto sentido me debía alrededor de veinte centilitros de bourbon.
Vertí lo que me pareció ser veinte centilitros y lo vacié.
Constaté, no sin gran satisfacción, que esos dos vasos no tenían sobre mí ningún efecto apreciable. De hecho hacía mucho tiempo que no me sentaban tan bien. Demasiado bien para quedarme en la habitación. Decidí salir, buscar un bar agradable y tomar una Coca-Cola o una taza de café. No alcohol, lo primero porque no tenía ganas y lo segundo porque ya había tomado mis dos tragos de la jornada.
Tomé una Coca-Cola en Polly's. En la Novena Avenida tomé un vaso de gaseosa de jengibre en un bar gay que se llamaba Kid Gloves. Me pareció ver rostros familiares entre la clientela y me pregunté si no habría ninguno de ellos en la reunión de aquella tarde en el Village.
Una manzana más allá me vino una revelación. Hacía ya bastantes días que estaba controlando perfectamente mi consumo de alcohol, y anteriormente estuve sin probar el caldo toda una semana. Eso constituía una prueba. Si conseguía limitarme a dos vasos por día no necesitaba limitarme a dos vasos por día. El alcohol me había causado problemas en el pasado, eso lo admitía sin duda, pero evidentemente había remontado esa etapa de mi vida.
De manera que aunque no tuviera verdaderamente necesidad de otro trago, podía tomar otro si es que me apetecía. Y como me apetecía, ¿por qué no tomarlo?
Entré en el bar y pedí un bourbon doble y un vaso de agua. Recuerdo que el barman tenía una calva brillante, y recuerdo que me sirvió una copa, y recuerdo que la levanté con la mano.
Eso es lo último que recuerdo.
Me desperté tranquilamente. La consciencia me vino bruscamente y a pleno volumen. Me hallaba en la cama de un hospital. Eso fue el primer choque. El segundo vino un poco más tarde cuando me enteré de que era miércoles. No pude recordar nada después de levantar aquel vaso el domingo por la noche.
Hace ya bastantes años que vengo sufriendo estas pérdidas temporales de memoria. A veces me ocurre que pierdo la última media hora de la noche. Otras veces pierdo unas cuantas horas. Jamás dos días enteros.
No querían dejarme marchar. Había entrado en el hospital en la madrugada del día anterior y querían dejarme en desintoxicación durante cinco días enteros.
Un interno me dijo:
– Su organismo ni siquiera ha eliminado la bebida. Si sale de aquí no tardará ni cinco minutos en coger una botella.
– No lo creo.
– Apenas hace quince días que le practicamos un limpiado de estómago. Está en su expediente y, ¿cuánto ha durado?
No dije nada.
– ¿Sabe cómo llegó aquí la pasada noche? Sufría convulsiones, tuvo un ataque epiléptico. ¿Ha pasado alguna vez por algo similar?
– No.
– Pues bien, tendrá otras. Si sigue bebiendo deberá contar con ello tarde o temprano. Y, más tarde o más temprano, acabarán con usted. Si es que no muere de otra cosa primero.
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