Donna Leon - Aqua alta

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Los venecianos conocen bien el concepto de «acqua alta». Con él señalan la crecida periódica de la marea que inunda las calles para deleite de turistas y pesadilla de vecinos. Entre esas aguas se mueve el comisario Brunetti, tratando de resolver crímenes como el del doctor Semenzato, director del museo del Palacio Ducal, que aparece en su despacho con la cabeza aplastada por un llamativo resto arqueológico.
Tan brillante, culto y melancólico como su ciudad, Brunetti tiene que investigar en esta ocasión las redes de contrabando que intervienen en el tráfico internacional de arte, una actividad en la que la codicia puede llegar a tener escalofriantes consecuencias.

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– Empezó en Xian, un año después de que ella llegara a la excavación. -Y, para mayor claridad-: Juntas preparamos la exposición, y ella escribió un texto para el catálogo.

– ¿De quién partió la idea de que ella colaborara en la exposición? -preguntó Brunetti.

Brett estaba violenta y no trataba de disimularlo.

– ¿De mí? ¿De ella? No lo recuerdo. Vino rodado. Lo hablamos una noche. -Se puso colorada bajo sus cardenales-. Por la mañana, estaba decidido que ella escribiría el artículo y que iría a Nueva York para ayudar a montar la exposición.

– ¿Pero usted vino a Venecia sola?

Ella asintió.

– Después de la inauguración en Nueva York, las dos regresamos a China. Yo volví a Nueva York para la clausura y Matsuko fue a Londres a ayudarme a preparar la exposición allí. Inmediatamente después, volvimos a China las dos. Luego yo volé otra vez a Londres para preparar el transporte de las piezas a Venecia. Yo creí que ella se reuniría aquí conmigo para la inauguración, pero se negó, dijo que quería… -Aquí su voz se quebró, y ella tuvo que carraspear antes de repetir-: Dijo que quería que por lo menos esta etapa de la exposición fuera sólo mía y que no vendría.

– Pero vino después de la clausura, ¿no? ¿Cuando había que enviar las piezas de vuelta a China?

– Vino de Xian para tres semanas -dijo Brett. Calló y se miró las manos fuertemente enlazadas-. No lo puedo creer, no lo puedo creer -murmuró, de lo que Brunetti dedujo que sí lo creía-. Entonces, cuando ella vino, todo había terminado ya entre nosotras. Yo había conocido a Flavia en la inauguración. Se lo dije a Matsuko cuando regresé a Xian, aproximadamente un mes después de que se inaugurara la exposición aquí, en Venecia.

– ¿Cómo reaccionó ella?

– ¿A usted qué le parece, Guido, cómo iba a reaccionar? Era lesbiana, casi una niña, a caballo entre dos culturas, criada en el Japón y educada en Estados Unidos. Cuando volví a Xian desde Venecia, después de estar fuera casi dos meses, y le enseñé el catálogo con su artículo en italiano, lloró. Había ayudado a montar la exposición más importante en este campo que se había celebrado en décadas, estaba enamorada de su jefa y creía que su jefa lo estaba de ella. Y entonces llego yo de Venecia, tan satisfecha, y le digo que lo nuestro ha terminado, que me he enamorado de otra, y cuando ella me pregunta por qué, yo, como una estúpida, me pongo a hablar de cultura, de la dificultad de llegar a entender realmente a alguien de una cultura diferente. Le dije que Flavia y yo compartíamos una misma cultura, y ella y yo, no. -Otro fuerte golpe en la cocina fue suficiente para evidenciar la falsedad del pretexto.

– ¿Ella cómo reaccionó?

– Si hubiera sido Flavia, creo que me hubiera matado. Pero Matsuko, por mucho tiempo que hubiera pasado en América, era japonesa. Se inclinó profundamente y salió de mi despacho.

– ¿Y desde entonces?

– Desde entonces fue la ayudante perfecta. Formal, distante y eficaz. Era muy competente. -Hizo una pausa larga y dijo en voz baja-: No me gusta lo que le hice, Guido.

– ¿Por qué vino ella a Venecia para encargarse del envío de las piezas a China?

– Yo estaba en Nueva York -dijo Brett como si esto fuera suficiente explicación. Para Brunetti no lo era, pero optó por dejar las aclaraciones para más adelante-. Llamé a Matsuko y le pedí que viniera a supervisar el embalado y el envío de las cosas a China.

– ¿Y ella accedió?

– Era mi ayudante, ya se lo he dicho. La exposición significaba tanto para ella como para mí. -Al oír cómo sonaban sus propias palabras, Brett agregó-: Por lo menos, eso pensaba yo.

– ¿Y qué me dice de la familia de Matsuko? -preguntó él.

Evidentemente sorprendida, Brett preguntó:

– ¿Su familia?

– ¿Son ricos?

Ricca sfondata -respondió. Riqueza sin límites-. ¿Por qué le interesa?

– Para saber si lo hizo por dinero -explicó.

– No me gusta esa manera suya de dar por descontado que ella estaba involucrada en esto -protestó Brett, pero débilmente.

– ¿Ya se puede volver sin peligro? -gritó Flavia desde la cocina.

– Basta, Flavia -replicó Brett ásperamente.

Flavia volvió con un vaso de agua mineral en el que subían alegremente las burbujas. Lo puso delante de Brett, miró el reloj y dijo:

– Es hora de las píldoras. -Silencio-. ¿Quieres que te las traiga?

Bruscamente, Brett golpeó con el puño la mesa de mármol, provocando un tintineo de la bandeja y una erupción de burbujas en todos los recipientes.

– Yo puedo ir a buscar las malditas píldoras. -Se levantó del sofá apoyándose en las manos y cruzó rápidamente la habitación. Segundos después, llegaba a la sala el ruido seco de otro portazo.

Flavia se recostó en el respaldo de su sillón, levantó la copa de champaña y tomó un sorbo.

– Caliente -murmuró. ¿El champaña? ¿El ambiente? ¿El genio de Brett? Echó el champaña de su copa en la de Brett y vació la botella en la suya. Tomó un sorbo de prueba y sonrió a Brunetti-. Así está mejor -dijo, dejando la copa en la mesa.

Brunetti, que no sabía si todo esto era un recurso teatral, decidió mantenerse a la expectativa. Estuvieron saboreando el champaña en plácida compañía hasta que, finalmente, Flavia preguntó:

– ¿En qué medida era necesario ponerle vigilancia en el hospital?

– Hasta que pueda hacerme una idea más clara de lo que ocurre no sabré en qué medida es necesario lo que se haga -respondió.

Ella sonrió ampliamente.

– Es reconfortante oír a un funcionario público reconocer ignorancia -dijo inclinándose para dejar la copa vacía en la mesa.

Terminado el champaña, su voz cambió a un registro más grave:

– ¿Matsuko? -preguntó.

– Probablemente.

– Pero, ¿cómo conoció ella a Semenzato? ¿O, por lo menos, cómo supo que él era la persona que debía abordar?

Brunetti reflexionó.

– Al parecer, él tenía cierta reputación, por lo menos, aquí.

– ¿La clase de reputación que habría llegado a oídos de Matsuko?

– Quizá. Hacía años que ella trabajaba con antigüedades, por lo que probablemente había oído rumores. Y dice Brett que su familia es muy rica. Quizá los muy ricos saben estas cosas.

– Sí, las sabemos -convino ella con espontaneidad-. Es casi como un club privado, como si hubiésemos hecho voto de guardarnos los secretos unos a otros. Y siempre es fácil, facilísimo, saber dónde puedes encontrar a un asesor fiscal marrullero, y no es que los haya de otra clase, por lo menos, en este país, o a quien proporcione droga, o chicos, o chicas, o a alguien que se encargue de que un cuadro pase de un país a otro discretamente. Desde luego, no sé cómo funcionan estas cosas en el Japón, pero no creo que allí sea muy distinto de aquí. La riqueza tiene su propio pasaporte.

– ¿Había oído algo a propósito de Semenzato?

– Ya le dije que sólo lo vi una vez y no me gustó, por lo que no me interesaba lo que pudiera decirse de él. Y ahora ya es tarde para preguntar, porque todo el mundo se empeñará en hablar bien. -Se inclinó, tomó la copa de Brett y bebió un sorbo-. Aunque, desde luego, dentro de unas semanas las cosas cambiarán y la gente volverá a decir la verdad. Pero ahora no es momento de hacer indagaciones. -Puso la copa en la mesa.

Aunque creía saber la respuesta, Brunetti preguntó:

– ¿Brett ha dicho algo de Matsuko? Concretamente, después de que mataran a Semenzato.

Flavia movió la cabeza negativamente.

– No ha dicho mucho de nada. Por lo menos, desde que empezó todo esto. -Se inclinó y movió la copa unos milímetros hacia la izquierda. -Brett teme la violencia. Lo cual no tiene sentido, porque ella es muy valiente. Nosotras, las italianas, no somos valientes. Desenvueltas y descaradas, sí, pero carecemos de valor físico. Cuando está en China, pasa la mitad del tiempo viajando por el país y durmiendo en tiendas de campaña. Hasta se fue al Tíbet en autobús. Me dijo que, como los chinos no quisieron darle visado, falsificó los papeles y se fue. No la asustan estas cosas, las cosas que a la mayoría nos aterran, como los conflictos con las autoridades o el arresto. Pero la violencia física le da miedo. Yo diría que porque es muy cerebral, porque ella se plantea y resuelve las cosas con el intelecto. Desde que esto ocurrió no es la misma. No quiere abrir la puerta. Finge no oír el timbre y espera a que conteste yo. Y es que tiene miedo.

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