Donna Leon - Aqua alta

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Los venecianos conocen bien el concepto de «acqua alta». Con él señalan la crecida periódica de la marea que inunda las calles para deleite de turistas y pesadilla de vecinos. Entre esas aguas se mueve el comisario Brunetti, tratando de resolver crímenes como el del doctor Semenzato, director del museo del Palacio Ducal, que aparece en su despacho con la cabeza aplastada por un llamativo resto arqueológico.
Tan brillante, culto y melancólico como su ciudad, Brunetti tiene que investigar en esta ocasión las redes de contrabando que intervienen en el tráfico internacional de arte, una actividad en la que la codicia puede llegar a tener escalofriantes consecuencias.

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– Sí, señor.

Brunetti miró hacia el fondo del largo corredor donde se veía el arranque de una escalera.

– ¿El despacho es por ahí?

– Sí, señor. Arriba, a la izquierda. Ya verá la luz al final del pasillo. Creo que en el despacho está su agente.

Brunetti dio media vuelta y se alejó por el pasillo. El eco de sus pasos reverberaba tétricamente en las paredes y en la escalera del fondo y volvía a él. El frío, el penetrante frío húmedo del invierno, se filtraba desde el suelo y las paredes de ladrillo del corredor. A su espalda, oyó un golpe seco de metal en piedra, pero no sonó ninguna voz, y él siguió pasillo adelante. La bruma nocturna había depositado una resbaladiza lámina de condensación en los anchos peldaños de piedra que ahora pisaba.

Al llegar arriba, fue hacia la izquierda, guiándose por la luz que salía de una puerta abierta al extremo del pasillo. A mitad de camino, gritó:

– ¿Vianello?

Al momento apareció el sargento en la puerta, con un abrigo de lana gruesa del que asomaban unas botas de goma amarillo rabioso.

Buona sera , signore -dijo levantando una mano en un saludo mitad oficial mitad social.

Buona sera , Vianello. ¿Cómo está eso?

La curtida cara de Vianello permaneció impasible al contestar:

– Bastante mal, comisario. Al parecer, hubo lucha: el despacho está revuelto, sillas volcadas, lámparas destrozadas. Era corpulento, por lo que yo diría que han tenido que ser dos. Pero es sólo una primera impresión. Los del laboratorio podrán decirnos más. -Dio un paso atrás para dejar pasar a Brunetti.

Era lo que había dicho Vianello: una lámpara de pie había basculado hacia adelante y chocado contra la mesa sembrándola de los fragmentos de su pantalla de cristal; detrás del escritorio, un sillón estaba tumbado de lado y delante, una alfombra de seda se había fruncido y su largo fleco estaba enredado en el tobillo del hombre que yacía en el suelo a su lado. El caído estaba de bruces, con un brazo debajo del cuerpo y el otro extendido hacia adelante con la mano abierta y la palma hacia arriba, como si ya estuviera pidiendo clemencia en las puertas del cielo.

Brunetti miró la cabeza con su grotesca aureola de sangre y desvió la mirada rápidamente. Pero dondequiera que posara los ojos veía sangre: gotas en la mesa, un fino reguero que iba de la mesa a la alfombra y cubriendo un ladrillo azul cobalto que estaba en el suelo a medio metro del muerto.

– El guardia de abajo ha dicho que es el dottor Semenzato -explicó Vianello en medio del silencio que emanaba de Brunetti-. La señora de la limpieza lo ha encontrado a eso de las diez y media. El despacho estaba cerrado por fuera, pero ella tiene llave y ha entrado a limpiar y a cerciorarse de que las ventanas estuvieran cerradas, y lo ha encontrado así.

Brunetti seguía sin decir nada, sólo se acercó a una de las ventanas y miró al patio del palazzo Ducale. Todo estaba en calma; las estatuas de los gigantes seguían custodiando la escalera, ni la sombra huidiza de un gato turbaba la escena bañada por la luna.

– ¿Cuánto hace que ha llegado? -preguntó Brunetti.

Vianello se subió la bocamanga para mirar el reloj.

– Dieciocho minutos. Le he buscado el pulso, pero ya no le latía, y estaba frío. Yo diría que llevaba muerto por lo menos un par de horas, pero eso el médico nos lo dirá con más exactitud.

Hacia la izquierda, Brunetti oyó una sirena que rompía el silencio de la noche, y durante un momento pensó que era el equipo del laboratorio que llegaban en lancha haciendo el idiota. Pero la sirena subió de tono, su insistente aullido se hizo más agudo y estridente y luego, lentamente fue bajando hasta la nota primitiva. Era la sirena de San Marco que advertía a la ciudad dormida que las aguas estaban subiendo: había empezado el acqua alta .

Los dos hombres del equipo del laboratorio, cuya llegada real había quedado camuflada por la sirena, dejaron sus aparatos en el pasillo, delante del despacho. Pavese, el fotógrafo, asomó la cabeza y miró al hombre que estaba en el suelo. Sin mostrarse afectado por lo que veía, preguntó alzando la voz para hacerse oír sobre la sirena:

– ¿Quiere una serie completa, comisario?

Brunetti se volvió de espaldas a la ventana al oír la voz y fue hacia el recién llegado, procurando no acercarse al cadáver antes de que fuera fotografiado y el suelo de alrededor, rastreado en busca de fibras, cabellos o señales de rozaduras. Ignoraba si esta precaución serviría de algo: demasiadas personas se habían acercado ya al cadáver de Semenzato y el escenario debía de estar contaminado.

– Sí, y en cuanto termine con las fotos, vean si hay fibras o pelos. Luego echaremos un vistazo.

Pavese no mostró irritación porque su superior le ordenara semejante obviedad y preguntó:

– ¿Quiere de la cabeza una serie aparte?

– Sí.

El fotógrafo se aplicó a preparar sus aparatos. Foscolo, el otro miembro del equipo, ya había montado el pesado trípode sobre el que ahora fijaba la cámara. Pavese, en cuclillas, revolvía en su maleta entre carretes de película y delgados paquetes de filtro y por fin sacó un flash portátil del que pendía un grueso cable eléctrico. Entregó el flash a Foscolo y levantó el trípode. Su rápida ojeada profesional al cadáver le había bastado.

– Luca, haré un par de fotos de toda la habitación desde aquí y luego desde el otro lado. Debajo de la ventana hay un enchufe. Cuando tengamos las tomas de toda la habitación, nos situaremos ahí, entre la ventana y la cabeza. Quiero varías fotos de todo el cuerpo, luego usaremos la Nikon para hacer la cabeza. Me parece que es mejor el ángulo izquierdo. -Reflexionó un momento-. No necesitamos filtros. Para la sangre nos basta el flash.

Brunetti y Vianello esperaban fuera, junto a la puerta de la que brotaba el resplandor intermitente del flash.

– ¿Le parece que han usado el ladrillo? -preguntó Vianello al fin.

Brunetti asintió.

– Ya ha visto cómo tiene la cabeza.

– Han querido asegurarse bien, ¿eh?

Brunetti recordó la cara de Brett y apuntó:

– O quizá sea que les gusta hacer eso.

– No lo había pensado -dijo Vianello-. Supongo que es posible.

Minutos después, Pavese asomó la cabeza.

Dottor e, hemos terminado con las fotos.

– ¿Cuándo las tendrá listas? -preguntó Brunetti.

– Esta tarde, a eso de las cuatro, diría yo.

La respuesta de Brunetti dando conformidad a este plazo fue interrumpida por la llegada de Ettore Rizzardi, medico legale , venido en representación del Estado para declarar lo evidente, que el hombre estaba muerto, y sugerir la probable causa de la muerte, que en este caso no sería difícil determinar.

Al igual que Vianello, calzaba botas de goma, pero las suyas eran de un sobrio negro y sólo llegaban hasta el borde del abrigo.

– Buenas noches, Guido -dijo al entrar-. El guardia de abajo me ha dicho que se trata de Semenzato. -Cuando Brunetti asintió, el médico preguntó-: ¿Qué ha pasado?

En lugar de responder, Brunetti se hizo a un lado para que Rizzardi pudiera ver la forzada postura del cuerpo y los manchones y salpicaduras de sangre. Los técnicos habían empezado su trabajo, y ya unas cintas amarillo vivo rodeaban dos rectángulos del tamaño de una guía telefónica, en los que se apreciaban leves rozaduras.

– ¿Ya se puede tocar? -preguntó Brunetti a Foscolo, que esparcía un polvo negro en la superficie de la mesa de Semenzato.

El técnico intercambió una mirada con su compañero, que ahora ponía la cinta alrededor del ladrillo azul. Pavese asintió.

Rizzardi fue el primero en acercarse al cadáver. Dejó el maletín en una silla, lo abrió y sacó un par de guantes de fino caucho. Se los puso, se agachó al lado del cuerpo y alargó la mano hacia el cuello del hombre, pero al ver la sangre que le cubría la cabeza cambió de idea y buscó la muñeca del brazo extendido. La carne que tocó estaba fría y la sangre que contenía, paralizada para siempre. Automáticamente, Rizzardi se subió el almidonado puño de la camisa y miró el reloj.

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