– Un poco -respondió ella, y agregó sonriendo-: Molto poco .
Brunetti vio ante ellos los atraques de Piazzale Roma. Se adelantó y agarró el cabo de amarre mientras Monetti arrimaba la embarcación al poste. Luego lanzó el cabo alrededor del poste e hizo el nudo con destreza. Monetti paró el motor y Brunetti saltó al muelle. Ella le asió el brazo con espontánea familiaridad y no lo soltó hasta que estuvo en tierra firme. Juntos fueron hacia el coche que seguía aparcado delante del puesto de carabinieri .
El conductor, al verla llegar, salió precipitadamente del asiento delantero, saludó y abrió la portezuela trasera. Sujetándose la falda del uniforme, ella se sentó en el coche. Brunetti, con un ademán, impidió al soldado cerrar la puerta.
– Gracias por venir, doctora -murmuró, inclinándose con una mano en el techo del coche.
– No hay de qué -respondió ella, sin molestarse en darle gracias a su vez por haberla acompañado a San Michele.
– Espero verla en Vicenza -dijo él, atento a su reacción.
Fue brusca y fuerte, y surgió otro fogonazo de aquel miedo que él había visto cuando ella miraba la herida que había matado a Foster.
– ¿Por qué?
Él sonrió con inocencia.
– Quizá descubra más cosas acerca de por qué lo mataron.
Ella alargó el brazo y tiró de la puerta, y él no tuvo más remedio que retroceder. La puerta se cerró con un golpe seco, ella se inclinó hacia delante y dijo algo al conductor, y el coche se alejó. Brunetti se quedó mirando cómo se introducía en la corriente del tráfico que salía de Piazzale Roma y subía por la rampa hacia la carretera. Al llegar arriba, desapareció de su vista, un vehículo anónimo verde pálido que volvía al continente después de una visita a Venecia.
Sin dignarse mirar al puesto de carabinieri , para ver si se había observado su regreso con la capitán, Brunetti volvió al barco, donde encontró a Monetti con su periódico. Años atrás, un extranjero -ahora no recordaba quién- había comentado lo despacio que leen los italianos. Desde entonces, siempre que observaba a alguien leer un único periódico durante todo el trayecto de Venecia a Milán, Brunetti tenía que recordar el comentario; Monetti había tenido mucho tiempo, y no obstante parecía ir aún por las primeras páginas. Quizá el aburrimiento le había obligado a empezar una segunda lectura.
– Gracias, Monetti -dijo el comisario al subir a bordo.
El joven levantó la cabeza y sonrió.
– He procurado alargar la travesía, pero es terrible tratar de ir despacio, con todos esos locos que se te pegan detrás.
Brunetti asintió con aire comprensivo. Tenía más de treinta años cuando, obligado por las circunstancias, al ser destinado a Nápoles por tres años, aprendió a conducir. Cuando se sentaba al volante, se convertía en un ser agobiado que, con su exceso de prudencia, también irritaba a los «locos», aunque de la especie que conducía coches, no barcos.
– ¿Puede dejarme en San Silvestro? -preguntó.
– Le dejaré en el mismo extremo de la calle, si lo desea, comisario.
– Gracias, Monetti.
Brunetti hizo saltar el cabo del poste y lo enrolló cuidadosamente en el puntal metálico del costado. Luego fue hacia la proa y se quedó al lado de Monetti mientras enfilaban el Gran Canal. Esta parte de la ciudad tenía poco que interesara a Brunetti. Pasaron ante la estación del ferrocarril, edificio que sorprendía por su insipidez.
Al igual que otros muchos venecianos, Brunetti palpitaba con la ciudad. A menudo, inesperadamente, le llamaba la atención una ventana en la que hasta entonces no había reparado, o un arco relucía al sol, y él se sentía vibrar en respuesta a algo infinitamente más complejo que la belleza. Cuando se paraba a pensarlo, suponía que ello podía deberse en parte al dialecto que hablaban los venecianos, en parte a que fueran menos de ochenta mil las personas que vivían en la ciudad y en parte, quizá, a que hubiera ido a un parvulario instalado en un palazzo del siglo XV. Cuando estaba fuera, echaba de menos la ciudad de un modo parecido a como echaba de menos a Paola, y sólo aquí se sentía completo y satisfecho. Una mirada en torno, mientras subían por el canal, le reafirmó en este convencimiento. Nunca había hablado de ello con nadie. Un forastero no lo entendería y un veneciano consideraría superfluo el comentario.
Poco más allá de Rialto, Monetti arrimó el barco a la derecha. Delante de la larga calle que conducía a casa de Brunetti, puso el motor en punto muerto y la embarcación osciló un momento junto al muelle mientras Brunetti saltaba a tierra. Antes de que el comisario tuviera tiempo de volverse a darle las gracias con un ademán, Monetti ya viraba para volver por donde había venido, bajo el parpadeo de la luz azul, camino de su casa y su cena.
Brunetti subió por la calle, sintiendo en las piernas el cansancio de tanto subir y bajar de barcos. Le daba la impresión de no haber hecho otra cosa en todo el día, desde que lo habían recogido en este mismo sitio hacía más de doce horas. Abrió la enorme puerta del edificio y la cerró silenciosamente a su espalda. La estrecha escalera que subía hasta lo alto del edificio describiendo curvas en horquilla era una caja de resonancia, y desde el cuarto piso se oía perfectamente el portazo. El cuarto piso. Le horrorizaba pensarlo.
Cuando llegó al último recodo de la escalera, olió la cebolla, y ello contribuyó bastante a aligerarle las piernas en el último tramo. Miró el reloj antes de meter la llave en la cerradura. Las nueve y media. Chiara aún estaría despierta; por lo menos podría darle un beso de buenas noches y preguntar si había hecho los deberes. Si Raffaele estaba en casa, no se atrevería a darle el beso y sería inútil la pregunta.
– Ciao , papá -gritó Chiara desde la sala. Él colgó la chaqueta en el armario y recorrió el pasillo hasta la sala. Chiara estaba recostada en una butaca, con un libro abierto en el regazo.
Al entrar, automáticamente, Brunetti encendió las luces del techo.
– ¿Quieres quedarte ciega? -preguntó, probablemente, por centésima vez.
– Papá, si veo perfectamente.
Él se agachó a darle un beso en la mejilla que ella le ofrecía.
– ¿Qué estás leyendo, cielo?
– Un libro que me ha dado mamá. Es fabuloso. Una institutriz va a trabajar a casa de un señor, y se enamoran, pero él tiene a una esposa loca encerrada en el torreón, y no puede casarse con la institutriz, a pesar de que están muy enamorados. Ahora hay un incendio en la casa. Ojalá se queme.
– ¿Quién, Chiara? -preguntó él-. ¿La institutriz o la esposa?
– La esposa, tonto.
– ¿Por qué?
– Pues para que Jane Eyre -dijo ella triturando el nombre- pueda casarse con Mr. Rochester -nombre que no salió mejor parado.
Él iba a hacer otra pregunta, pero su hija había vuelto al incendio, de modo que se fue a la cocina, donde encontró a Paola agachada delante de la puerta abierta de la lavadora.
– Ciao , Guido -dijo enderezándose-. La cena, dentro de diez minutos. -Le dio un beso y se volvió hacia el fogón, en el que se doraban unas cebollas.
– Acabo de mantener una discusión sobre literatura con nuestra hija -dijo él-. Me ha explicado el argumento de un gran clásico de la literatura inglesa. Me parece que sería preferible que la obligáramos a mirar los culebrones brasileños de la televisión. Ahora mismo está deseando que la señora Rochester muera en un incendio.
– Ay, Guido, todos los que leen Jane Eyre quieren que la señora Rochester muera en el incendio. -Removió las cebollas y agregó-: Por lo menos, la primera vez que leen la novela. Después comprenden que en realidad Jane Eyre es una lagarta hipócrita.
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