– Sí. Asuntos de trabajo.
– Trabajo de policía, imagino.
– Sí.
– ¿Tiene que ver conmigo ese trabajo? -preguntó Bonaventura.
– Así es.
– Pues parece un milagro.
– No comprendo.
– Ahora mismo estaba hablando con el encargado, de llamar a los carabinieri. -Bonaventura miró su reloj-. No hace ni cinco minutos, y aparece usted, como si me hubiera leído el pensamiento.
– ¿Puedo preguntar por qué iba a llamarlos?
– Para informar de un robo.
– ¿Un robo de qué? -preguntó Brunetti, aunque estaba casi seguro de saberlo.
– Uno de nuestros camiones ha desaparecido, y el chófer no se ha presentado al trabajo.
– ¿Eso es todo?
– No. Dice el encargado que también parece faltar una considerable cantidad de mercancía.
– ¿La carga de un camión, por ejemplo? -preguntó Brunetti con voz neutra.
– Si han desaparecido camión y conductor parece lo más lógico, ¿no? -Todavía no estaba enfadado, pero Brunetti tenía tiempo de sobra para inducirlo a eso.
– ¿Quién es el conductor?
– Michele de Luca.
– ¿Cuánto tiempo hace que trabaja para ustedes?
– No sé, unos seis meses. Yo no me ocupo de estas cosas. Lo único que sé es que hace varios meses que lo veo por aquí. Esta mañana el encargado me ha dicho que ni el camión estaba en su sitio ni él se había presentado.
– ¿Y la mercancía que falta?
– De Luca se marchó ayer por la tarde con una carga completa. Tenía que traer el camión antes de irse a su casa y estar aquí a las siete de la mañana a recoger otro cargamento. Pero no ha venido y el camión no está en su sitio. El encargado lo ha llamado al móvil, pero no contesta, de modo que he decidido avisar a los carabinieri.
Ésta pareció a Brunetti una reacción excesiva a lo que muy bien podía ser un simple retraso de un empleado, pero luego recordó que Bonaventura no había llegado a hacer la llamada, por lo que decidió guardar para sí la sorpresa y mantenerse a la expectativa.
– Es natural -dijo-. ¿En qué consistía la carga?
– Productos farmacéuticos, por supuesto. Es lo que aquí fabricamos.
– ¿Y adónde estaban destinados?
– No sé. -Bonaventura miró los papeles que inundaban la mesa-. Por aquí deben de estar los conocimientos de embarque.
– ¿Podría verlos? -preguntó Brunetti señalando los papeles con el mentón.
– ¿Qué importa adónde fuera la mercancía? -inquirió Bonaventura-. Lo que importa es encontrar al hombre y recuperarla.
– Por él ya no debe preocuparse -dijo Brunetti, sospechando que también en lo de querer recuperar la mercancía mentía Bonaventura.
– ¿Qué quiere decir?
– Que anoche fue muerto a tiros por la policía.
– ¿Muerto? -repitió Bonaventura con lo que parecía estupefacción auténtica.
– La policía fue a su casa para interrogarlo y él los recibió a tiros. Resultó muerto cuando ellos entraron en el apartamento. -Entonces, cambiando de tema rápidamente, Brunetti preguntó-: ¿Adónde llevaba la carga?
Bonaventura, desconcertado por el brusco viraje, titubeó al contestar:
– Al aeropuerto.
– Ayer el aeropuerto estaba cerrado. Los controladores hacían huelga -dijo Brunetti, pero la expresión del otro le hizo comprender que ya lo sabía.
– ¿Qué instrucciones tenía el conductor para el caso de no poder entregar la mercancía?
– Las mismas que tienen todos los conductores: traer el camión y dejarlo en el garaje de la fábrica.
– ¿No pudo haberlo dejado en su propio garaje?
– ¿Cómo voy a saber lo que pudo hacer? -estalló Bonaventura-. El camión ha desaparecido y usted dice que el conductor ha muerto.
– El camión no ha desaparecido -dijo Brunetti suavemente, observando la cara de Bonaventura. Vio que trataba de disimular el sobresalto y de cambiar de expresión rápidamente, sin conseguir más que una grotesca parodia de alivio.
– ¿Dónde está?
– Seguramente, a estas horas, en el garaje de la policía. -Esperó a oír lo que preguntaría Bonaventura y, como guardara silencio, agregó-: Las cajas estaban dentro.
Bonaventura intentaba ocultar la consternación, lo intentaba pero no podía.
– No habían sido enviadas a Sri Lanka -dijo Brunetti, y entonces agregó-: ¿Cree que podría ayudarme a encontrar esos conocimientos de embarque, signor Bonaventura?
– Desde luego. -Bonaventura inclinó la cabeza hacia la mesa y se puso a mover papeles de un lado al otro, luego los apiló y los fue repasando uno a uno.
– Es extraño -dijo mirando a Brunetti, cuando hubo terminado. -Se levantó. -Si tiene la bondad de esperar, diré a mi secretaria que los traiga.
Antes de que diera un solo paso hacia la puerta, Brunetti se puso en pie.
– Quizá sea preferible que se lo diga por teléfono -sugirió.
Bonaventura levantó las comisuras de los labios en una sonrisa.
– En realidad, quien los tiene es el encargado, y está en el andén de carga.
Fue a pasar por el lado de Brunetti, que extendió una mano y le asió por el brazo.
– Lo acompaño, signor Bonaventura.
– No es necesario -dijo el hombre con otro estirón de labios.
– Yo diría que sí -fue toda la respuesta de Brunetti. No tenía idea de cuáles eran aquí sus atribuciones, ni con qué autoridad podía detener o seguir a Bonaventura. Estaba fuera de Venecia, incluso fuera de los límites de la provincia de Venezia, y no se habían contemplado -y, menos, presentado- cargos contra Bonaventura. Pero nada de esto le importaba. Se hizo a un lado, dejó que Bonaventura abriera la puerta del despacho y lo siguió por el corredor, alejándose de la parte frontal del edificio.
Al fondo, una puerta daba a un largo andén de cemento. Dos grandes camiones estaban perpendiculares y de espaldas a él, con las puertas traseras de par en par, y cuatro hombres empujaban plataformas rodantes cargadas de cajas que sacaban por otras puertas más alejadas abiertas al andén y subían a los camiones. Al ver salir a los dos hombres, levantaron la mirada un momento, pero sin interrumpir el trabajo. Al pie del andén, entre los camiones, había dos hombres que charlaban, con las manos en los bolsillos de las chaquetas.
Bonaventura se acercó al borde del andén. Cuando los hombres levantaron la cabeza, él dijo a uno de ellos:
– Han encontrado el camión de De Luca. La mercancía aún está dentro. Este policía quiere ver los conocimientos de embarque.
Aún no había acabado de decir «policía», cuando el más alto de los dos hombres se apartó de su compañero de un salto y sacó la mano del bolsillo empuñando una pistola, pero Brunetti, al ver el movimiento, retrocedió por la puerta que había quedado abierta a su espalda, sacando su propia arma.
No ocurrió nada. No hubo disparos, ni voces. Brunetti oyó pasos, el golpe de lo que parecía la puerta de un coche, luego el de otra, y el bronco zumbido de un motor potente que arrancaba. En lugar de volver a salir al andén para ver lo que ocurría, Brunetti corrió por el pasillo y salió por la puerta frontal del edificio, donde aguardaba su propio conductor, con el motor en marcha para mantener el coche caliente mientras leía Il Gazzettino dello Sport.
Brunetti abrió bruscamente la puerta del copiloto y subió al coche, a tiempo de ver cómo se borraba el susto de la cara del conductor al reconocerlo.
– Un camión sale por la puerta del fondo. Dé media vuelta y sígalo. -Antes de que la mano de Brunetti llegara al teléfono del coche, el conductor había arrojado el diario al asiento trasero, puesto la primera y daba la vuelta. Al doblar la esquina, el conductor giró bruscamente el volante hacia la izquierda, para esquivar una de las cajas que habían caído por las puertas abiertas del camión. Pero la siguiente no pudo sortearla y las ruedas de la izquierda pasaron sobre ella reventándola y dejando una ancha estela de ampollas. Cuando salían del recinto, Brunetti vio cómo el camión enfilaba la autovía en dirección a Padua, con un violento bamboleo de las puertas traseras.
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