Donna Leon - El peor remedio

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Un inesperado acto de vandalismo acaba de cometerse en el frío amanecer veneciano. Una mujer impecablemente vestida ha destrozado el escaparate de una agencia de viajes como protesta ante la explotación del turismo sexual en países asiáticos…
Cuando acude, el comisario Brunetti comprueba que el violento manifestante detenido en la escena del crimen no es otro que su esposa, Paola Brunetti. La crisis familiar que desencadena semejante situación somete a Brunetti a una presión extrema también en su trabajo: los jefes exigen resultados inmediatos en el esclarecimiento de un audaz robo y una muerte en extrañas circunstancias que apuntan directamente a la Mafia.
El encontronazo de su vida profesional y su vida privada, ambas en la picota, y esa inexplicable conspiración por la que Paola lo ha arriesgado todo, adoptando el peor remedio posible, le conducen a una dramática encrucijada, al encontrarse ante la historia de una mujer que pasa a la acción y del entramado mundo de la explotación humana y sexual…

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– ¿Y Zambino?

– Nada de nada. Nunca había visto unas cuentas tan claras y tan… -Se interrumpió, buscando la palabra adecuada-… honradas -dijo, sin poder ocultar la extrañeza que le producía el sonido de la última palabra-. Nunca.

– ¿Sabe algo de él?

– ¿Personalmente? -Brunetti asintió, pero ella, en lugar de responder, preguntó-: ¿Por qué desea saberlo?

– No tengo una razón especial -respondió él y entonces preguntó, intrigado por su aparente resistencia-. ¿La tiene usted?

– Es paciente de Barbara.

Él reflexionó. Conocía a la signorina Elettra lo bastante como para saber que nunca revelaría algo que ella considerara que pertenecía al ámbito familiar, como era cualquier información protegida por el secreto profesional de su hermana, y optó por cambiar de terreno.

– ¿Y profesionalmente?

– Tengo amigos que han utilizado sus servicios.

– ¿De abogado?

– Sí.

– ¿Por qué? Qué clase de casos, quiero decir.

– ¿Recuerda cuando atacaron a Lily? -preguntó ella.

Brunetti recordaba el caso, un caso que le había dejado mudo de rabia. Hacía tres años, la arquitecta Lily Vitale había sido atacada cuando regresaba a su casa al salir de la ópera, en lo que pudo empezar como un simple intento de atraco y acabó en una violenta agresión, con varios golpes a la cara y fractura del tabique nasal. No hubo robo, el bolso fue hallado intacto a su lado por las personas que salieron a la calle al oír sus gritos.

Su atacante fue detenido aquella misma noche e identificado como el mismo que había intentado violar por lo menos a otras tres mujeres de la ciudad. Pero nunca había robado nada y, en realidad, era incapaz de violar, por lo que fue sentenciado a tres meses de arresto domiciliario, aunque no sin que su madre y su novia declararan en el juicio ensalzando sus virtudes, su lealtad y su integridad.

– Lily presentó demanda civil por daños. Zambino era su abogado.

Brunetti no sabía esto.

– ¿Y qué pasó?

– Que perdió.

– ¿Por qué?

– Porque no hubo intento de robo. Lo único que él hizo fue romperle la nariz, y el juez no creyó que esto fuera tan grave como robar un bolso. De modo que ni siquiera concedió daños. Dijo que el arresto domiciliario era castigo suficiente.

– ¿Y Lily?

La signorina Elettra se encogió de hombros.

– Ya no sale sola de casa, apenas hace vida social.

Actualmente, el joven estaba en la cárcel por haber apuñalado a su novia, pero Brunetti no creía que esto sirviera de consuelo a Lily, ni que cambiara las cosas.

– ¿Cómo reaccionó el abogado a la pérdida del caso?

– No lo sé. Lily no dijo nada. -Sin más explicaciones, se levantó-. Iré a ver lo que encuentro -dijo, recordando a Brunetti que lo que ahora importaba era Mitri y no una mujer acobardada.

– Sí, muchas gracias. Y yo creo que iré a hablar con el avvocato Zambino.

– Como usted crea conveniente, comisario. -Fue hacia la puerta-. Pero piense que, si hay en el mundo una persona intachable, es él. -Como se daba el caso de que la tal persona era abogado, Brunetti dio a esta opinión el mismo valor que daba a los balbuceos de los locos que deambulaban por delante del palazzo Boldù.

17

Brunetti decidió no hacerse acompañar por Vianello al bufete del abogado, para que su visita pareciera más casual, aunque no creía que un hombre tan familiarizado con la justicia y su funcionamiento como Zambino se impresionara al ver un uniforme. Pensando en una cita que solía utilizar Paola, la frase que describe a uno de los peregrinos de Chaucer, el Hombre de la Ley: «Parecía más atareado de lo que estaba», creyó prudente llamar al avvocato anunciando su visita, a fin de ahorrarse la espera mientras el otro despachaba sus quehaceres. El pasante o quien fuera el que contestó al teléfono, dijo que el abogado estaría a disposición del comisario dentro de media hora.

El bufete estaba en campo San Polo, circunstancia que permitiría a Brunetti terminar el trabajo de la mañana cerca de su casa y disponer de mucho tiempo para el almuerzo. Llamó a Paola para decírselo. Ninguno de los dos habló de algo que no fuera horario y menú.

Cuando colgó el teléfono, Brunetti bajó al despacho de los agentes, donde encontró a Vianello sentado ante su mesa leyendo el diario de la mañana. Al oír a Brunetti, el sargento levantó la mirada y cerró el periódico.

– ¿Algo de particular? -preguntó Brunetti-. No he tenido tiempo de leerlos.

– No; ya amaina. Seguramente, porque no hay mucho que decir. Por lo menos, hasta que arrestemos a alguien.

Vianello fue a levantarse, pero Brunetti lo detuvo con un ademán.

– No, no se levante, sargento. Voy a ver a Zambino, pero iré solo. -Antes de que el otro pudiera responder a esto, Brunetti agregó-: La signorina Elettra dice que va a repasar más atentamente las finanzas de Mitri y he pensado que a usted le gustaría ver cómo lo hace.

Últimamente, Vianello se interesaba por la manera en que, con ayuda del ordenador, la signorina Elettra descubría cosas y hacía amigos, a algunos de los cuales no había visto nunca. Ya parecía no haber barreras geográficas ni idiomáticas que impidieran el libre intercambio de información, buena parte de ella, muy interesante para la policía. Los intentos de Brunetti de emular a la joven habían resultado fallidos, por lo que veía con agrado el entusiasmo de Vianello. Quería que alguien más pudiera hacer lo mismo que la signorina Elettra o, por lo menos, comprendiera cómo lo hacía, por si un día tenían que trabajar sin ella. Al pensar en esta eventualidad, Brunetti recitó mentalmente un ensalmo para conjurar el peligro.

Vianello acabó de doblar el periódico y lo dejó caer en la mesa.

– Encantado. Con ella he aprendido mucho, siempre se le ocurre algo cuando falla el sistema normal. Mis chicos están asombrados -prosiguió-. Antes se reían de lo poco que yo entendía de lo que traían de la escuela o de lo que hablaban, y ahora son ellos los que vienen a preguntarme si tienen problemas o no pueden acceder a alguien. -El sargento ya utilizaba inconscientemente, con la mayor soltura, los términos de la nueva técnica.

Brunetti, extrañamente desconcertado por esta breve conversación, se despidió y salió de la questura. En la calle había un solitario cámara, que en aquel momento estaba de espaldas a la puerta, haciendo pantalla contra el viento con el cuerpo para encender un cigarrillo, por lo que Brunetti pudo alejarse sin ser visto. Al llegar al Gran Canal, el viento le hizo desistir de tomar el traghetto y cruzó por Rialto. Caminaba ajeno al esplendor que lo rodeaba, pensando en las preguntas que deseaba hacer al avvocato Zambino. Sólo una vez salió de su abstracción, al ver lo que le parecieron setas porcini en uno de los puestos de verduras y pensó que ojalá Paola las viera también y las pusiera con polenta para el almuerzo.

Andando deprisa, pasó por Rughetta, por delante de su propia calle, cruzó el paso inferior y salió al campo. Hacía tiempo que las hojas habían caído de los árboles, y la amplia explanada parecía extrañamente despoblada y desprotegida.

El bufete del abogado estaba en el primer piso del palazzo Soranzo, y Brunetti se sorprendió al ver que era el propio Zambino el que le abría la puerta.

– Ah, comisario Brunetti, es un placer -dijo el abogado extendiendo la mano y estrechando firmemente la de Brunetti-. No diré encantado de conocerle, puesto que ya nos conocíamos, pero sí que es un placer verlo por aquí. -En su primer encuentro, Brunetti se había fijado más en Mitri que en el abogado, una figura más borrosa. Era un hombre bajo y robusto, con un cuerpo que parecía más amigo de la buena mesa que del ejercicio. A Brunetti le dio la impresión de que llevaba el mismo traje que cuando lo vio en el despacho de Patta, aunque no estaba seguro. El pelo le clareaba en una cabeza que era de una redondez extraña, lo mismo que la cara y las mejillas. Tenía ojos de mujer: azul cobalto, rasgados, rodeados de espesas pestañas, unos ojos muy bellos.

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