Ruth Rendell - Un Cadáver Para La Boda

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Un camionero muere asesinado. Aunque su trágico final parece relacionado con el transporte ilegal de mercancias, el inspector Wexford, guiado por su sexto sentido para la investigación, sospecha que el crimen esconde un misterio, mas profundo. ¿Por qué, si no, la muerte de un agente de bolsa en un supuesto accidente de tráfico cuando se dirigía a una boda le impide concentrarse en la resolución del asesinato? ¿Es acaso una simple coincidencia que el crimen se haya cometido al da siguiente de recobrar el conocimiento la esposa del agente de bolsa? Las conexiones entre ambos sucesos son sin duda intangibles, pero cuando el alma humana persigue fines perversos, elige caminos en extremo, tortuosos. Y el inspector Wexford bien sabe que en tales casos todo es posible.

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El año anterior le había tocado el turno a las esculturas de vidrio, un extraño árbol verde -un Ygdrasil- para el despacho de Burden y un pilar amorfo de color añil para Wexford que a veces, según le daba la luz, adquiría un vago parecido a una figura humana. También las esculturas estaban predestinadas. La de Wexford fue hecha añicos por una hermosa joven que estaba ayudándole en sus indagaciones, y la de Barden cayó un día, por equivocación, a la basura.

Aquello hubiera debido acabar con la historia. Pero un día justamente cuando el vestíbulo comenzaba a adquirir un aspecto distendido y confortable, instalaron el ascensor, una elegante caja, negra y dorada, con una puerta corredera.

– Todavía no funciona -dijo Wexford con cierto nerviosismo.

– Te equivocas. Funciona desde esta mañana. ¿Lo probamos?

– Me gustaría saber qué tienen de malo las escaleras -estalló Wexford-. Es una vergüenza que el dinero de los contribuyentes se malgaste de este modo. -Sacó el labio inferior-. Además, Crocker asegura que subir por las escaleras es el mejor ejercicio para la tensión.

– Como quieras -dijo Burden, girando la cabeza para que Wexford no le viera sonreír.

Para cuando alcanzaron la tercera planta, ambos resollaban. La endeble butaca amarilla situada detrás del escritorio de palisandro de Wexford crujió cuando el inspector jefe hundió en ella su voluminoso cuerpo.

– Caray, abre una ventana, Mike.

Burden murmuró que las ventanas abiertas eran perjudiciales para el aire acondicionado, pero obedeció e izó el estor amarillo, dejando entrar un poderoso rayo de sol de mediodía.

– ¿Y bien, señor? -dijo-. ¿Recapitulamos lo que hasta ahora sabemos de Charlie Hatton?

– Treinta años, nacido y criado en Kingsmarkham. Hace dos se casó con la señorita Lilian; Bardsley, hermana del hombre con quien tiene el negocio. Bardsley posee una compañía de transporte de electrodomésticos.

– ¿Era Hatton socio de pleno derecho?

– Tendremos que averiguarlo, pero aunque lo fuera, dudo que pudiera ganar todo ese dinero transportando planchas y estufas a Leeds y Escocia dos veces por semana. Carter dijo que Hatton llevaba consigo cien libras, Mike. ¿De dónde sacó ese dinero?

– Puede que de ese McCloy.

– ¿Conocemos a algún McCloy?

– A ninguno que yo recuerde, señor. Tendremos que preguntar a Maurice Cullam.

Wexford se enjugó la frente con un pañuelo, y siguiendo el ejemplo de Camb, procedió a abanicarse con el periódico de la mañana.

– Cullam, el filoprogenitor -dijo-. Iba acompañado de uno de sus críos cuando encontré a Hatton esta mañana. También él es camionero. Me pregunto… A Hatton le robaron el camión dos veces este año.

Burden abrió de par en par sus ojos azules.

– ¿De veras?

– Lo recordé cuando Cullam identificó el cadáver -prosiguió Wexford-. Ambos sucesos ocurrieron en la Gran Carretera del Norte, pero nunca se culpó a nadie. La primera vez le golpearan en la cabeza, pero la segunda sólo le ataron.

– Una vez pasa -dijo pensativamente Burden-, gajes del oficio. Pero dos da qué pensar. Veremos qué tiene que decir el doctor. Si no me equivoco, ahí viene.

El doctor Crocker y Wexford habían ido juntos al colegio. Al igual que Jack Pertwee y Charlie Hatton, eran amigos de toda la vida, pero su amistad constituía un asunto casual y la relación entre ambos era lacónica, irrespetuosa y a menudo cáustica. Crocker, seis años menor que el inspector jefe, era la única persona que Burden conocía capaz de sacar lo mejor de Wexford e igualar su ácida lengua. De figura alta y delgada, con profundas arrugas verticales sobre sus morenas mejillas, entró en el despacho con aspecto de estar en un día de invierno.

– He utilizado tu ascensor dijo el doctor. Muy elegante. ¿Cuál será la próxima?

– Amenazan con cuadros -explicó Wexford-. Un jarrón de flores para el inspector y un paisaje de Condestables para mí.

– No sé mucho de arte -dijo Crocker, tomando asiento y cruzando una elegante pierna sobre la otra-, pero hay un cuadro que me gustaría tener. La lección de anatomía de Rembrandt. Una maravilla. Muestra el cadáver de un pobre diablo tumbado sobre una mesa, con todas las tripas al aire y un montón de estudiantes…

– Si no te importa -protestó Wexford-, estoy a punto de almorzar. Ustedes, los médicos, siempre sacan a relucir detalles de su asqueroso trabajo. Deja tus ideas sobre arte para otro momento. Ahora quiero saberlo todo acerca de Charlie Hatton.

– Un tipo absolutamente sano -informó el doctor, salvo por el hecho de que está muerto. -Ignorando la mirada de reprobación de Burden, prosiguió-: Alguien le golpeó la cabeza con un objeto liso y contundente. Yo diría que murió en torno a las once, pero es imposible precisarlo con certeza. ¿Cómo dijiste que se ganaba la vida?

– Era camionero -dijo Burden.

– Eso pensaba. Poseía una dentadura magnífica.

– ¿Y? -preguntó Wexford-. Es normal que tuviera buenos dientes. -Con cierta tristeza, recorrió la lengua por los dos fragmentos que sujetaban la placa superior de su dentadura postiza-. Sólo tenía treinta años.

– Seguro que le creció una cuando era niño -prosiguió Crocker-, pero el caso es que ya la perdió. Lo que quiero decir es que tenía la mejor dentadura postiza que he visto en mi vida, cual torres de marfil perfectamente talladas. Ese Charlie Hatton tenía muelas muy elegantes, elaboradas con destreza para que parecieran más reales de lo normal. Dudó que le hayan costado menos de doscientas libras.

– Un hombre rico -murmuró Wexford-. Cien libras en la cartera y doscientas en la boca. Me gustaría creer que las adquirió honradamente conduciendo su camión por la Gran Carretera del Norte.

– Ése es tu problema -dijo el doctor-. Bueno, me voy a almorzar. ¿Has probado el ascensor?

– En tu calidad de asesor médico, me aconsejaste que subiera por las escaleras. ¿Que me dices de ti? Todo tu ejercicio se reduce a pulsar el cambio automático de tu coche. También tú deberías controlarte la tensión.

– Me trae sin cuidado mi tensión -espetó Crocker, y caminó hasta la puerta, donde el sol resaltó su elegante figura y la ausencia de barriga-. Cuestión de metabolismo añadió con aire satisfecho. Hay quien lo tiene rápido -miró a Wexford- y quien lo tiene lento. Cuestión de suerte.

Wexford soltó un bufido. Cuando el doctor se hubo marchado, abrió el cajón superior del escritorio y extrajo lo que contenían los bolsillos de Charlie Hatton. La cartera estaba allí, pero sin el dinero y empapada. Con cuidado, Wexford sacó de los compartimentos de piel una fotografía de Lilian Hatton, un permiso de conducir y una tarjeta de socio del club de dardos; y lo extendió todo al sol para que se secara.

En uno de los bolsillos había hallado también un pañuelo con una pequeña tarjeta cogida entre los pliegues. Resultaba imposible leer la tarjeta sin desplegar el pañuelo, y ahora Wexford la observaba por primera vez. También estaba mojada y la tinta se había corrido, pero todavía se reconocía en ella la cartulina que los dentistas utilizaban para anotar las citas de sus pacientes. En la parte superior aparecía impreso: «Jolyon Vigo, Ldo. en Odontología. Mecánico Odontólogo. 19, Ploughman Street, Kingsmarkham, Sussex. Tel.: Kingsmarkham 384.»

Wexford acercó la tarjeta a la luz del sol.

– El artífice de tan deliciosa dentadura, imagino.

– Quizá Vigo pueda decirnos de dónde sacó Hatton el dinero, suponiendo que Cullam no lo sepa -dijo Burden-. Mi esposa visita a Vigo. Es un buen dentista.

– Y muy listo si ha conseguido que un cliente espabilado como Charlie Hatton le pague doscientas libras por treinta y dos dientes. No me extraña que pueda vivir en la calle Ploughman. Nos equivocamos de profesión, Mike. Me voy a almorzar. ¿Me acompañas? Después iremos a casa de Cullam y le arrancaremos de su éxtasis doméstico.

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