Benito Pérez - Episodios Nacionales - La revolución de Julio
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Hablando yo de esta pobreza educativa con las propias Virginia y Valeria delante de su señora madre, ésta, que es una idiota muy honrada y muy buena, dijo que para ser mujeres de su casa no necesitaban las niñas saber más Historia Natural que la precisa para distinguir un canario de un burro, y que los que llamados Principios quedáranse para los que habían de ganarse la vida como catedráticos. Quizás aquella apreciable mula tiene razón, pensé yo al oírla, y traje a mi memoria el ejemplo de María Ignacia, que, si en estudios no estaba menos cerril que Virginia y Valeria, me salió excelente mujer, y ha sabido cultivar por sí, en la vida más que en los libros, sus nativas dotes, fundando fácilmente el nuevo saber sobre el raso de su ignorancia. Esto pienso que harán mis amiguitas, guiadas por su despejo natural y por la sana índole de sus corazones. Amén.
Anoche tuvimos a comer a don Mariano José de Rementería, padre del joven que pronto será feliz esposo de Virginia. Es hombre de posición, según dicen, y de una cultura más brillante que sólida, elaborada en los viajes y en el trato social más que en el estudio. Suelen ser los cultos mundanos menos enfadosos que los eruditos, mayormente si éstos descuellan en la especialidad de la sabiduría rancia y del atavismo histórico y arqueológico; pero don Mariano desmiente esta regla, porque es el señor más molesto, más prolijo y más pedante (en el ramo de cultismo europeo) que yo he podido echarme a la cara en esta vida triste, valle de lágrimas… no, no, valle, vivero más bien de imbéciles. Cuando se pone a contar sus odiseas y las maravillas de la civilización, se creería que él solo las ha visto y gozado, porque a nadie deja meter baza, ni permite que otras bocas alaben cosa distinta de lo que pondera hiperbólica y neciamente la suya. Pues sucedió que el pasado año tuvo este señor la ocurrencia, y nosotros la desgracia, de ir… vamos, de que fuera él, no a escardar cebollinos, sino a visitar la Exposición Universal de Londres. Los que le alentamos a ese viaje, y yo fui uno de ellos, con rabia lo confieso, bien lo hemos pagado, bien, porque ahora, con sus enfáticas descripciones del Crystal Palace y de los peregrinos adelantos que vio en él, nos trae a todos locos, a mí particularmente, que tengo la cabeza débil, y el humor fácilmente irritable contra los habladores. ¡Jesús me valga y Santa Librada bendita, patrona de Sigüenza! Es un hombre que empieza a contar algo que le ha pasado en sus viajes, y desde los primeros conceptos pega un brinco y se mete en una digresión, de ésta en otra, y en otra, hasta que, viéndonos a todos mareados, se para y pregunta: «¿En dónde estaba yo?» «Pues estaba usted – le contesté anoche- en Oxford Street, queriendo darnos una idea aproximada, nada más que aproximada, de lo grande que es esa calle.
– Justamente – prosiguió él. – Pues verán ustedes: salía yo de Hyde Park con el famoso Losada, ya saben ustedes, el primer relojero del mundo, y nos encontramos a Carreras, el primer tabaquero de Londres… Hablamos de España, de este país tan pobre y tan atrasado… Entre paréntesis, aquí no tienen idea de la penosa impresión que a los que venimos del extranjero nos causa el llegar a Madrid, y ver el sistema primitivo de recoger las basuras…». De esta digresión pasó a otra, y a mil, y fue a parar ¡a Egipto! a los carneros de cuatro cuernos que ha presentado Egipto en la Exposición Universal… ¡Cuatro mil cuernos había puesto ya en nuestras cabezas aquel condenado narrador!… Sin el menor cargo de conciencia, digo que le detesto. Su palabra fácil, sus períodos gramaticales muy pulidos, inflados por las amplificaciones, me atacan los nervios. Se oye cuando habla, y se recrea en el efecto que hace. El vértigo de sus digresiones adormece a muchos, y a mí me pone en un grado de furor que difícilmente puedo disimular en su presencia. Y para mayor desgracia, mi suegro, que ahora se pirra por aprender todos los adelantos, con tal que no salgan de la esfera material, le trae a su mesa un día y otro para proveerse de ideas sueltas, y ponerse al tanto de las conquistas más notorias que debe la industria a la ciencia extranjera. Escúchale con devoción, y acaba siempre por desearle una larguísima existencia para que pueda viajar mucho y contarnos tantas maravillas. Lo que yo le deseo es que se muera, que le maten, que le salga un asesino y nos le quite de en medio… Mi mujer me riñe cuando me oye tan despiadados disparates. «Es que me encocora este buen señor – respondo yo, – y me hace desgraciado siempre que viene a casa. Es un tonto, de la clase de los dorados, que son los peores. ¡Luego me dices tú que me consagre a los tipos cómicos de nuestra sociedad! ¡Ay, mujer mía!, me divierten mucho más los trágicos».
IV
8 de Febrero. – Ya no existe Merino. Ayer por la mañana, según dicen, hizo protestación de fe, y dictó un escrito pidiendo perdón a la Reina. Las dos serían cuando le condujeron al suplicio, en burro, con su hopa amarilla llameada de rojo, para que la grosería de la cabalgadura y la horripilante fealdad del empaque, disfraz sustraído a las máscaras de la Muerte, llevaran más fácilmente la ejemplaridad al pueblo. Luego, por la noche, le hicieron exequias a la romana: dieron fuego al cadáver, para que no quede hueso, ni momia, ni despojo alguno a que agarrarse pueda la memoria de los venideros. Así lo ha determinado el Gobierno de Su Majestad, sospechando que la corrupción de los corazones nos traiga una nueva demagogia, tan devota del regicidio que dé en la manía de adorar el zancarrón de este desgraciado sujeto. Ello ha sido un simulacro del Santo Oficio en la mitad del siglo XIX, para que puedan echar una canita al aire los muchos que aquí conservan el gusto de la quemazón de gentes, y se remocen viendo arder a un muerto, ya que no pueden asar a los vivos.
¡Por Cristo, que sin la prohibición terminante de mi mujer, a quien obedezco en todo, aunque me esté mal el decirlo, hubiera yo vuelto al maldito Saladero! Hubiera, sí, cedido a la tentación de acompañar al cleriguito señor Puig y Esteve, que llevó a la prisión de Merino el encargo de examinar las profundidades del espíritu del criminal con la sonda del conocimiento de Humanidades y de los clásicos latinos. Brindome a esta visita don Serafín del Socobio, presentándome en su casa al propio Puig y Esteve, quien reiteró el ofrecimiento con exquisita urbanidad. «Pues está usted fuerte en latinidad clásica – me dijo, – vamos juntos, y entre los dos haremos lo que podamos». En un tris estuvo que yo aceptara; pero me acordé de mi costilla, y más pudo el temor de disgustarla que el estímulo de mi curiosidad. Al día siguiente, oyendo contar al curita el resultado de su misión, me maravillé del saber profundo y del buen gusto del asesino. Yo le tenía por buen latinista; pero no sospeché que lo fuera en grado eminente. Y a más de asombrarme, me desconcertó un poco la exacta concordancia de las preferencias de Merino con mis preferencias en el gusto de los clásicos. Como él, he tenido yo siempre marcada predilección por la Sátira X de Juvenal. En mis tiempos de vida romana la recitaba de memoria, sin que se me escapara un solo verso; y cuando arreglaba la biblioteca de Antonelli en Albano, emprendí la traducción de la Sátira en verso libre: no llegué a terminarla por culpa de Barberina, que se sobrepuso al gusto de Juvenal. Aún puedo recitar algunos trozos, y entre otros el que dice: Ad generum Cereris sine caede et vulnere, pauci – Descendunt reges, et sicca morte tyranni. Yo lo traducía de este modo:
Pocos los reyes, pocos los tiranos
son a los reinos de Plutón descienden
sin ser heridos por puñal aleve.
Fácilmente adapto al alma y a los pensamientos de Merino, en los últimos años de su vida lo que piensa y dice Juvenal en esta admirable Sátira: la turbación de las ideas en Roma, tan semejante a la turbación nuestra; la indiferencia del pueblo a las cosas públicas en cuanto se ha enterado de que la política es oficio de unos pocos; la degradante cobardía de los que pisotean el cadáver del favorito de Tiberio para que no les acusen de haber sido amigos suyos; la ingratitud de la opinión con los grandes hombres; el triunfo de los osados y perversos; la tristeza de la vida, y la vanidad de todas las cosas… Encuentro muy lógico que el elocuente pesimismo de Juvenal se infiltrara en el espíritu de Merino, dispuesto por sus melancolías y desgracias a ser el vaso más propio de tantas amarguras… La voz y el ritmo del poeta latino inspiró sin duda al enemigo de nuestra Reina su ansia de morir, y de morir públicamente, entre el escarnio de la plebe y las iras de los poderosos, ostentando ante todo el Universo una gallarda postura de muerte.
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