Benito Pérez - Episodios Nacionales - España sin Rey

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Súbitamente, sin que nadie le preguntara habló Céfora del ausente caballero andaluz. De su linda boca oyó el Bailío, maravillado y aturdido, estas peregrinas razones: «¡Ah!, ese pobre don Juan quiere ser listo, pasarse de listo, y lo que hace es pasarse de tonto. Ayer… ¿te acuerdas, tía?, nos reímos de él todo lo que quisimos. Por halagarnos se empeñó en hacernos creer que está desengañado del mundo; que no tiene novia, ni la busca; que si se decide a casarse, se casará con una lugareña… sin ilusión, se entiende… por aquello de tener quién le cuide… Dijo que se siente viejo, muy viejo, y que desea vivir en un rincón, olvidado de todo el mundo. ¡Qué farsa, qué comedia tan mal representada! Nada me hastía como ver a estos hombres, que son todos mentira, así cuando dicen verdad como cuando la fingen… Total, que ni mentir saben. Verás, tía, cómo don Juan vuelve otra vez mañana con la cantinela de su desengaño del mundo… Y si le hablas de Dios, te dirá que no le entra la fe ni con escoplo y martillo… Espíritus muertos, ¿verdad, señor de Romarate?… Yo no puedo tomar en serio a este pobre don Juan…».

Largo rato duró el reír nervioso, entre jovial y dolorido, de la niña angélica. Carolina le decía: «Basta, hija: por cualquier cosa se dispara la carretilla de tus nervios…». El Bailío permanecía mudo, pensando que Céfora era tonta rematada o un monstruo de cinismo precoz… Retirose luego la joven a una estancia próxima, y la Marquesa dijo a su amigo: «Habrá usted observado que esta chiquilla tiene mucho talento… un talento desmedido y que no cabe en su delicada persona. Quisiérala yo menos avisada y con menos luces en la mollera; quisiérala yo un poco tonta, señor Bailío, más acomodada al tipo común de señoritas en el estado social presente; me convendría que fuese más vulgar, de pasta blanda, que fácilmente se dejara modelar… Así haría yo de ella una mujer definitiva para el mundo, o para la religión».

No habían concluido la dama y el caballero de parafrasear esta idea, cuando reapareció Céfora, no ya riendo, sino compungida y llorosa. Viéndola su tía tan bruscamente cambiada del reír a las lágrimas, la reprendió cariñosa, incitándola al reposo y a la ecuanimidad, a lo que replicó la sobrina con humilde acento: «Perdóneme, tía; perdóneme también el señor Bailío. Es que me había propuesto confesar y comulgar hoy… pues no lo he hecho desde el jueves… No encontré en Santo Tomás a mi confesor, padre Codes… Por esperarlo se me pasó el tiempo. ¿Verdad que debí confesar con don Matías?… Lo que importa es la confesión, no los confesores».

– Sí, hija mía – dijo Carolina con amable corrección-; pero… se llora por un motivo serio, no por escrúpulos tontos y sin sustancia.

– Cada cual aprecia, según su sensibilidad, los móviles de la conciencia… Yo me entiendo, tía… déjeme usted.

Y más dolorida, la mano en el rostro, con lento paso se metió en la cercana estancia, mientras su tía sacaba un suspiro del hondísimo pozo de su pecho, y Romarate se hacía cruces mentalmente, diciendo para su sayo: «Si no está loca de remate, es la más desvergonzada embustera del mundo».

VII

El primer encuentro del caballero de Jerusalén, después del ojeo nocturno que referido queda, fue en la Plaza de las Cortes, volviendo el uno de su paseo, camino el otro del Congreso. Saludáronse con formas de etiqueta, como personas que no se estiman y están obligadas a respetarse. Algo cohibido, Urríes se puso en guardia, esperando del alavés alguna desagradable insinuación. Así fue, en efecto. Preguntole Romarate si seguía recibiendo noticias diarias de La Guardia… luego, dejándose caer, le dijo: «Ya le he visto a usted atrozmente derretido con la rubita candorosa de Subijana». Indeciso entre la expresión seria y la jovial, dando a conocer que le había escocido la indirecta, don Juan respondió con frivolidades evasivas, y para su capote dijo: «Este tío mamarracho llevará o mandará cuentos y chismes a los Iberos y a las momias de la casa de Landázuri». El temor de la chismografía maliciosa le indujo a tratar al Bailío con exageradas finezas y lisonjas. «Ya sé… lo he sabido por Gabino Tejado – indicó atenuando la intención guasona y palmoteándole en el hombro. No me lo niegue… Es usted el diplomático del carlismo. No tardarán en enviarle las instrucciones para tratar con las Cortes extranjeras».

Quedó atónito el alavés, y como precisamente se hallaba en gran desasosiego por la tardanza de las credenciales que le anunciaron Tejado y Villoslada, no bien llegó a su nariz el tufo del incienso, se hinchó de vanidad, y su actitud y ademanes fueron como los del pavo en el momento de hacer la rueda.

«Por Dios, don Juan – murmuró con cierto misterio, a estilo masónico-; esas cosas, cuando se saben sin deber saberlas, se callan… ¡Qué indiscreto ha sido el amigo Tejado!… Me compromete usted, querido Urríes, divulgando lo que debe ser secreto impenetrable».

Ya el andaluz le tenía por suyo. Para mejor asegurarle, echó sobre él cuantos halagos y adulaciones le sugería su extraordinaria viveza. Véase la muestra: «No me cansaré de decir a usted, ilustre amigo, que hace mal, pero muy mal, en no frecuentar el Congreso. Hoy mismo le mandaré un pase para el interior, y allí tendrá papeletas para la tribuna de Orden… Y no salgamos ahora con que es usted antiparlamentario furibundo, incorruptible… Mayor motivo para que trate de conocer bien aquella casa… Entre paréntesis, es un herradero. Allí se aprende mucho. Se aprende a venerar, a odiar el régimen… según el humor de cada cual. Allí se ve día por día la marcha y paso que lleva la procesión política, el alza y baja de los candidatos al Trono, que hemos sacado a subasta o concurso… Créame usted: hay tarde en que aquello parece una casa de locos. Tendré yo el gusto de presentarle a muchos diputados amigos míos… ¡Y qué sesiones tan brillantes y de tanta emoción podrá usted ver, oír y gozar!… Ahora se discute la cuestión peliaguda, alias religiosa».

Quedó el señor de Romarate convencido, y mientras el andaluz expresaba su pensamiento con gracia y ardor, dirigía miradas benévolas a los leones del Congreso. Había presenciado ya, desde la tribuna, dos o tres sesiones. Ciertamente, lo que allí oyera no dejó en su ánimo impresión grata, ni atenuó su repugnancia del parlamentarismo. Su propósito de no volver fue quebrantado por el artificio mañoso de Urríes, que supo deslumbrarle excitando en él la vanidad. ¿No era el Bailío figura culminante del carlismo? Pues por estudio, ya que no por gusto, debía conocer y tratar de cerca a los llamados prohombres, respirar el caldeado ambiente de la intriga, ver, en fin, la farándula de telón adentro, desnuda y sin careta.

A la tarde siguiente, vierais al caballero de San Juan peripuesto de levita y chistera, guantes, botita de charol y un bastón muy majo con puño de marfil, penetrar en el Congreso por la puerta de Floridablanca, harto pequeña para ingreso de casa tan concurrida. Presentó su pase; saludáronle gravemente los porteros, y pronto dio con su estirada persona en el pasillo. A los pocos pasos hubo de quedar preso entre la muchedumbre que allí rebullía. El cuerpo del Bailío avanzaba, chocando ahora con codos, ahora con espaldas; la cháchara de tantas bocas le aturdía; la estrechez y escasa ventilación le sofocaban. Un ratito anduvo el hombre como atontado, buscando entre los cuerpos un hueco por donde avanzar corto espacio. Hablaban los diputados familiarmente, en algunos grupos con cierta vehemencia, en otros con inflexiones humorísticas. Aquí estallaban risotadas, allí susurraba el secreteo. La mayor sorpresa del buen señor fue ver confundidos en aquella grillera los padres de la patria de distintos partidos, bandos y fracciones, y oír que conversaban en tonos de tolerancia y amistad los que públicamente se argüían con dureza.

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