Benito Pérez - Episodios Nacionales - El Grande Oriente

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– Sí, amigo D. Patricio; todo lo que usted quiera. ¡Y pensar que tantas cosas malas se remediarían con que el Sr. D. Patricio fuese ministro media docena de días!…

– No se burle usted – dijo el preceptor, algo picado. – Yo no seré ministro, yo no puedo ser ministro, porque soy muy honrado, porque no soy intrigante, porque no soy ambicioso. Si tuviera un duro por cada vez que me he negado a aceptar este o el otro destinillo, sería un Fúcar… Pero supongamos que fuera ministro, y sentemos esa atrevida hipótesis…

– Silencio – dijo Monsalud. – Están llamando a la puerta.

Atendieron todos. Oyéronse fuertes golpes en la puerta de la casa.

– ¿Quién será? – murmuró con temor Doña Fermina. – Aquí no viene nadie después de anochecido.

– Iré a ver – dijo Lucas, a quien los golpes sorprendieron descabezando un sueño.

Pocos momentos después entraba Solita, con semblante pálido y consternado, sin aliento, encendidos de llorar los ojos.

¡Mi padre está enfermo! – exclamó, dirigiendo a todos una mirada suplicante.

– Iremos a buscar un médico – dijo D. Patricio con oficiosidad. – ¡Lucas!… Corre al momento.

– No es preciso médico – dijo Solita, deteniendo a los Sarmientos con un expresivo ademán.

– Yo entiendo algo de medicina…

– No necesitamos cosa alguna – añadió la joven, mirando a Doña Fermina. – Lo que tiene mi padre es muy singular.

– ¿Congestión cerebral, ataque de gota, síncope, jaqueca…?

– Mi padre está enfermo del ánimo – dijo tristemente Soledad. – No quiere médicos ni medicinas; lo que quiere es hablar con el señor Monsalud, y por eso vengo a rogarle que pase ahora mismo a casa.

Asombráronse todos de ver enfermedad que se aliviaba hablando.

– También puede que tenga algo que revelarme a mí – dijo Sarmiento, dando algunos pasos. – Voy allá corriendo.

– No, usted no – replicó la joven, deteniéndole. – Salvador solo. Mi padre desea verle y hablarle ahora mismo, ahora mismo.

Salvador subió sin tardanza al segundo piso.

Malísimo humor tenía Sarmiento cuando se retiró a su casa. No pudiendo refrenar la abrasadora curiosidad que le consumía, detúvose junto a la puerta del misterioso vecino, y aplicó el oído, anhelando percibir algo de la conversación o confidencia que dentro se efectuaba; pero ni una sílaba llegó a sus grandes orejas. Resignose a no saber nada, y al entrar en su casa, dijo a Lucas:

– Insisto en que es absolutista, hijo; un infame persa que nos ahorcaría a todos si le dejáramos.

IV

Halló Monsalud al Sr. Gil de la Cuadra en un gabinete estrecho, donde tenía cama y mesa de escribir. Estaba el taciturno sentado en un viejo sillón, donde se hundía su flaco y miserable cuerpo, y todo en él revelaba perniciosa mezcla de abatimiento y exaltación, cual si su espíritu aumentase en actividad y la perdiera a toda prisa el cuerpo, reclamando el final descanso de la sepultura. Sus ojos brillaban, moviéndose en los irritados huecos, y con vaguedad calenturienta y voluble fijábanse en todos los objetos. Movía la cabeza y los brazos sin descanso, asemejándose su inquietud a tentativas de acciones concebidas rápidamente y desechadas antes de la realización. Cada segundo determinaba en aquella alma llena de zozobra un nuevo proyecto, un nuevo plan, un nuevo deseo. Las luchas de insomnio le conmovían, pugilato horrendo que el alma sostiene consigo misma creyéndose otra, y en el cual hay formidables encuentros, caídas y elevaciones, un espantoso temblor de congojas, contra las cuales no hay voluntad ni razón que prevalezcan.

El personaje que ahora nos ocupa no es desconocido para los lectores de estos libros. Apareció brevemente cuando describimos la retirada de los franceses en 1813. Entonces abandonaba el suelo patrio como adicto al Intruso, a quien había servido, desempeñando una plaza de oidor en la Chancillería de Valladolid. Estableciose con su esposa, doña Pepita Sanahúja, en un pueblecillo del Poitou, y poco después de estar allí hizo que le llevaran su única hija, Soledad, a quien, por no exponerla a los peligros de la retirada, dejó en el pueblo natal confiada a los parientes de su primera esposa. Gil de la Cuadra había sido casado dos veces, y Solita era hija del primer matrimonio, pues la señora que el lector conoció en los campos de Álava no tuvo prole. La emigración fue tristísima para el oidor de la Chancillería de Valladolid, a pesar de la dulce compañía de su adorada hija, porque después de haber perdido casi toda su fortuna en el gran conflicto de la monarquía extranjera, tuvo el dolor de ver expirar a su segunda mujer en el invierno del año 18.

De regreso a España, cuyas puertas abrió para los infelices renegados la revolución de 1820, se estableció con su hija en La Bañeza; pero circunstancias funestas que él mismo nos dará a conocer le obligaron a trasladarse a Madrid, donde la casualidad le llevó a la misma casa que habitaba Salvador Monsalud, cuya suerte tan unida estuvo después de la batalla de Vitoria a la del fugitivo matrimonio. A pesar de la amistad contraída en la fatal jornada del 21 de Junio y de las buenas relaciones que sostuvieron en la emigración, pues Salvador vivió también algunos meses en Poitiers, Gil de la Cuadra se mostraba en Madrid muy poco comunicativo y afectuoso con su vecino. Era su carácter en verdad inclinado a la reserva, a cierta aspereza misantrópica que entibiaba las amistades. Visitábanse, sí, con frecuencia, y Soledad pasaba algunos ratos acompañando a Doña Fermina; pero Gil de la Cuadra, en sus entrevistas con el antiguo jurado, mostraba el singular recato y la estudiada sobriedad de palabras que indican empeño de ocultar ocupaciones o designios. Por esta misma razón causó sorpresa al joven verse llamado tan a deshora y con tanto anhelo.

Indicándole con una seña que se sentara a su lado, Gil de la Cuadra le habló de este modo:

– Dispénseme usted si me he tomado la libertad de hacerle subir para confiarle un asunto grave. Sepa usted que yo soy muy desgraciado, el más desgraciado de los hombres… Necesito el amparo de un ser generoso, de un buen amigo, de una persona discreta y al mismo tiempo poderosa.

– Yo no puedo ni valgo nada – replicó Salvador, – pero lo que de mis escasas facultades dependa, está a disposición de usted.

– Revelaré todo y decidiremos – dijo Gil de la Cuadra con esforzada voz. – Mi estado nervioso, la furia y exaltación de mi cerebro son tales esta noche que creo moriré si no tomo una determinación salvadora… ¿Quiere usted que le hable con toda franqueza? Pues, amigo mío, yo soy muy cobarde.

Después de esta declaración, Monsalud creyó que el Sr. Gil iba a poner en su conocimiento cualquier contrariedad insignificante.

– Muy cobarde – añadió el extraño enfermo. – Verdad es que lo que me pasa es gravísimo. Si no tuviera una hija a quien adoro, a estas horas, Sr. Monsalud, ya me habría dado muerte. En un momento de exaltación, casi llegué a olvidarme de mi pobre Solita, y abrí esa ventana para arrojarme a la calle. Vivir así, no es vivir.

– Dígame usted con calma lo que tanto le mortifica, y resolveremos.

– Ante todo debo recordarle a usted una deuda que conmigo tiene – indicó el taciturno, fijando en su amigo los ojos con expresión patética. – Mi esposa, que en gloria esté, y yo le salvamos a usted la vida en aquellos aciagos días de Junio de 1813, que no puedo recordar sin espanto.

– Tampoco yo – dijo Monsalud palideciendo.

– Le salvamos a usted la vida – añadió Gil de la Cuadra complaciéndose en esta idea fundamental de su argumentación. – Después de ocultar a usted diferentes veces, yo autoricé a mi esposa para que, cediendo todas sus alhajas, que eran gran parte de nuestra fortuna, le rescatara a usted del poder de aquellos malvados guerrilleros que querían sacrificarle.

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