Benito Pérez - Episodios Nacionales - La batalla de los Arapiles

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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles: краткое содержание, описание и аннотация

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No pertenece a estos Moratín, el cual está más triste y más pusilánime que nunca. Ya no es secretario de la interpretación de lenguas, sino bibliotecario mayor, cargo que debe de desempeñar a maravilla. Pero él no está contento; tiene miedo a todo, y más que a nada a los peligros de una segunda evacuación de la Corte por los franceses. Me ha dicho que el día en que cayese el poder intruso no daría dos cuartos por su pellejo; pero creo que su hipocondría y pésimo humor, entenebreciendo su alma, le hacen ver enemigos en todas partes. Está enfermo y arruinado; mas trabaja algo, y ahora nos ha dado La escuela de los maridos, traducción del francés. Ni la he visto representar ni he podido leerla, porque mi espíritu no puede fijarse en nada de esto.

Moratín viene a verme a menudo con su amigo Estala, el cual es afrancesado rabioso y ardiente, como aquel lo es tímido y melancólico. Aquí no pueden ver a Estala, que publica artículos furibundos en El Imparcial, y hace poco escribió, aludiendo a España, que los que nacen en un país de esclavitud no tienen patria sino en el sentido en que la tienen los rebaños destinados para nuestro consumo. Por esto y otros atroces partos de su ingenio que publica la Gaceta, es aborrecido aún más que los franceses.

Máiquez sigue en el Príncipe, y como José ha señalado a su teatro 20.000 reales mensuales para ayuda de costa, le tachan también de afrancesado. Ahora, según veo en el diario, dan alternativamente el Orestes, La mayor piedad de Leopoldo el Grande y una mala comedia arreglada del alemán, y cuyo título es Ocultar, de honor movido, al agresor el herido.

El teatro está, según me dicen, vacío. La pobre Pepilla González, de quien no te habrás olvidado, se muere de miseria, porque no pudiendo representar, a causa de una enfermedad que ha contraído, está sin sueldo, abandonada de sus compañeros. Lo estaría de todo el mundo, si yo no cuidase de enviarle todos los días lo muy preciso para que no expire. Pepilla, el venerable padre Salmón y mi confesor, Castillo, son las únicas personas a quienes puedo favorecer, porque el estado de mi hacienda y la carestía de las subsistencias no me permiten más. Te asombrará saber que los opulentos padres de la Merced necesiten de limosnas para vivir: pero a tal situación ha llegado la indigencia pública en la corte de España, que los más gordos se han puesto como alambres.

De intento he dejado para el fin de mi carta nuestro querido asunto, porque quiero sorprenderte. ¿No has adivinado en el tono de mi epístola que estoy menos triste que de ordinario? Pero nada te diré hasta que no tenga seguridad de no engañarte. Refrena tu impaciencia, hijo mío… Gracias a José, se me han suministrado algunos datos preciosos, y muy pronto, según acaba de decirme Azanza, este resplandor de la verdad será luz clara y completa. Adiós.

21 de mayo.

Albricias, querido amigo, hijo y servidor mío. Ya está descubierto el paradero de nuestro verdugo. ¡Benditos sean mil veces José y esa desconocida reina Julia, cuyo nombre invoqué para inclinarle en mi favor! Santorcaz no ha pasado todavía a Francia. Desde aquí, querido mío, considerándote en camino hacia Occidente, puedo decirte como a los niños cuando juegan a la gallina ciega: «Que te quemas». Sí, chiquillo, alarga la mano y cogerás al traidor. ¡Cuántas veces buscamos el sombrero y lo llevamos puesto! Aquello que consideramos más perdido está comúnmente más cerca. La idea de que esta carta no te encuentre ya en Piedrahíta me espanta. Pero Dios no puede sernos tan desfavorable y tú recibirás este papel; inmediatamente marcharás hacia Plasencia, y valido de tu astucia, de tu valor, de tu ingenio o de todas estas cualidades juntas, penetrarás en la vivienda del pícaro para arrancarle la joya robada que lleva siempre consigo.

¡Cuánto trabajo ha costado averiguarlo! Ha tiempo que Santorcaz dejó el servicio. Su carácter, su orgullo, su extravagancia, le hacían insoportable a los mismos que le colocaron. Por algún tiempo fue tolerado en gracia de los buenos servicios que presta, mas se descubrió que pertenecía a la sociedad de los filadelfos, nacida en el ejército de Soult, y cuyo objeto era destronar al Emperador, proclamando la república. Quitáronle el destino poco después de habernos robado a Inés, y desde entonces ha vagado por la Península fundando logias. Estuvo en Valladolid, en Burgos, en Salamanca, en Oviedo; mas luego se perdió su rastro, y por algún tiempo se creyó que había entrado en Francia. Finalmente, la policía francesa (la peor cosa del mundo produce algo bueno) ha descubierto que está ahora en Plasencia, bastante enfermo y un tanto imposibilitado de trastornar a los pueblos con sus logias y cónclaves revolucionarios. ¡Qué indignidad! ¡Los perdidos, los tunantes, los mentirosos y falsarios quieren reformar el mundo!… Estoy colérica, amigo mío, estoy furiosa.

El que ha completado mis noticias sobre Santorcaz es un afrancesado no menos loco y trapisondista que él, José Marchena, ¿le conoces? uno que pasa aquí por clérigo relajado, una especie de abate que habla más francés que español, y más latín que francés, poeta, orador, hombre de facundia y de chiste, que se dice amigo de madama Staël, y parece lo fue realmente de Marat, Robespierre, Legendre, Tallien y demás gentuza. Santorcaz y él vivieron juntos en París. Son hoy muy amigos, se escriben a menudo. Pero este Marchena es hombre de poca reserva y contesta a todo lo que le preguntan. Por él sé que nuestro enemigo no goza de buena salud, que no vive sino en las poblaciones ocupadas por los franceses, y que cuando pasa de un punto a otro, se disfraza hábilmente para no ser conocido. ¡Y nosotros le creíamos en Francia! ¡Y yo te decía que no fueras al ejército de Extremadura! Ve, corre, no tardes un solo día. El ejército del lord debe de andar por allí. Te escribiré al cuartel general de D. Carlos España. Contéstame pronto. ¿Irás donde te mando? ¿Encontrarás lo que buscamos? ¿Podrás devolvérmelo? Estoy sin alma.

II

Cuando recibí esta carta, marchaba a unirme al ejército llamado de Extremadura, pero que no estaba ya en Extremadura, sino en Fuente Aguinaldo, territorio de Salamanca.

En Abril había yo dejado definitivamente la compañía de los guerrilleros para volver al ejército. Tocome servir a las órdenes de un mariscal de campo llamado Carlos Espagne, el que después fue conde de España, de fúnebre memoria en Cataluña. Hasta entonces aquel joven francés, alistado en nuestros ejércitos desde 1792, no tenía celebridad, a pesar de haberse distinguido en las acciones de Barca del Puerto, de Tamames, del Fresno y de Medina del Campo. Era un excelente militar, muy bravo y fuerte, pero de carácter variable y díscolo. Digno de admiración en los combates, movían a risa o a cólera sus rarezas cuando no había enemigos delante. Tenía una figura poco simpática, y su fisonomía, compuesta casi exclusivamente de una nariz de cotorra y de unos ojazos pardos bajo cejas angulosas, revueltas, movibles y en las cuales cada pelo tenía la dirección que le parecía, revelaba un espíritu desconfiado y pasiones ardientes, ante las cuales el amigo y el subalterno debían ponerse en guardia.

Muchas de sus acciones revelaban lamentable vaciedad en los aposentos cerebrales, y si no peleamos algunas veces contra molinos de viento, fue porque Dios nos tuvo de su mano; pero era frecuente tocar llamada en el silencio y soledad de la alta noche, salir precipitadamente de los alojamientos, buscar al enemigo que tan a deshora nos hacía romper el dulce sueño, y no encontrar más que al lunático España vociferando en medio del campo contra sus invisibles compatriotas.

Mandaba este hombre una división perteneciente al ejército de que era comandante general D. Carlos O’Donnell. Habíasele unido por aquel tiempo la partida de D. Julián Sánchez, guerrillero muy afortunado en Castilla la Vieja, y se disponía a formar en las filas de Wellington, establecido en Fuente Aguinaldo, después de haber ganado a Badajoz a fines de Marzo. Los franceses de Castilla la Vieja mandados por Marmont andaban muy desconcertados. Soult, operaba en Andalucía sin atreverse a atacar al lord y este decidió avanzar resueltamente hacia Castilla. En resumen, la guerra no tomaba mal aspecto para nosotros; por el contrario, parecía en evidente declinación la estrella imperial, después de los golpes sufridos en Ciudad-Rodrigo, Arroyomolinos y Badajoz.

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