Benito Pérez - Episodios Nacionales - La corte de Carlos IV
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Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV: краткое содержание, описание и аннотация
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– ¡Cómo se conoce que eres novato, y en la vida has compuesto un verso! ¿Qué tiene esa escena de extraordinario, ni de patético, ni de historiográfico…?
– Es que la naturalidad… Parece que ha visto uno en el mundo lo que el poeta pone en escena.
– Cascaciruelas: pues por eso mismo es tan malo. ¿Has visto que en Federico II, en Catalina de Rusia, en La esclava de Negroponto y otras obras admirables, pase jamás nada que remotamente se parezca a las cosas de la vida? ¿Allí no es todo extraño, singular, excepcional, maravilloso y sorprendente? Pues por eso es tan bueno. Los poetas de hoy no aciertan a imitar a los de mi tiempo, y así está el arte por los mismos suelos.
– Pues yo, con perdón de Vd. – dije – creo que… la obra es malísima, convengo; y cuando Vd. lo dice, bien sabido se tendrá por qué. Pero me parece laudable la intención del autor que se ha propuesto aquí, según creo, censurar los vicios de la educación que dan a las niñas del día, encerrándolas en los conventos, y enseñándolas a disimular y a mentir… Ya lo ha dicho D. Diego: las juzgan honestas, cuando les han enseñado el arte de callar, sofocando sus inclinaciones, y las madres se quedan muy contentas cuando las pobrecillas se prestan a pronunciar un sí perjuro, que después las hace desgraciadas.
– ¿Y quién le mete al autor en esas filosofías? – dijo el pedante. – ¿Qué tiene que ver la moral con el teatro? En El mágico de Astracán, en A España, dieron blasón las Asturias y León, y Triunfos de don Pelayo, comedias que admira el mundo, ¿has visto acaso algún pasaje en que se hable del modo de educar a las niñas?
– Yo he oído o leído en alguna parte que el teatro sirve de entretenimiento y de enseñanza.
– ¡Patarata! Además, el Sr. Moratín se va a encontrar con la horma de su zapato por meterse a criticar la educación que dan las señoras monjas. Ya tendrá que habérselas con los reverendos obispos y la santa Inquisición ante cuyo tribunal se ha pensado delatar El sí, y se delatará, sí, señor.
– Vea Vd. el final – dije atendiendo a la tierna escena en que D. Diego casa a los dos amantes, bendiciéndoles con cariño de un padre.
– ¡Qué desenlace tan desabrido! Al menos lerdo se le ocurre que D. Diego debe casarse con doña Irene.
– ¡Hombre! ¿D. Diego con doña Irene? Si él es una persona discreta y seria, ¿cómo va a casarse con esa vieja fastidiosa?
– ¿Qué entiendes tú de eso, chiquillo? – exclamó amostazado el pedante. – Digo que lo natural es que D. Diego se case con doña Irene, D. Carlos con Paquita, y Rita con Simón. Así quedaría regular el fin, y mucho mejor si resultara que la niña era hija natural de D. Diego y D. Carlos hijo espúreo de doña Irene, que le tuvo de algún rey disfrazado, comandante del Cáucaso o bailío condenado a muerte. De este modo tendría mucho interés el final, mayormente si uno salía diciendo; ¡padre mío!, y otro ¡madre mía!, con lo cual después de abrazarse, se casaban para dar al mundo numerosa y masculina sucesión.
– Vamos, que ya se acaba. Parece que el público está satisfecho – dije yo.
– Pues apretar ahora, muchachos. Manos a la boca. La comedia es pésima, inaguantable.
La consigna fue prontamente obedecida. Yo mismo, obligado por la disciplina, me introduje los dedos en la boca y… ¡Sombra de Moratín! ¡Perdón mil veces…! No lo quiero decir: que comprenda el lector mi ignominia y me juzgue.
Pero nuestra mala estrella quiso que la mayor parte del público estuviese bien dispuesta en favor de la comedia. Los silbidos provocaron una tempestad de aplausos, no sólo entre la gente de los aposentos y lunetas, sino entre los de la cazuela y tertulia.
El justiciero pueblo que nos rodeaba, y que en su buen instinto artístico comprendía el mérito de la obra, protestó contra nuestra indigna cruzada, y algunos de los más ardientes de la falange se vieron aporreados de improviso. Lo que tengo más presente es la mala aventura que ocurrió al alumno de Apolo en aquella breve batalla por él provocada. Usaba un sombrero tripico, de dimensiones harto mayores que las proporcionadas a su cabeza, y en el momento en que se volvía para contestar a las injurias de cierto individuo, una mano vigorosa, cayendo a plomo sobre aquella prenda hiperbólica, se la hundió hasta que las puntas descansaron sobre los hombros. En esta actitud estuvo el infeliz manoteando un rato, incapaz para sacar a luz su cabeza del tenebroso recinto en que había quedado sepultada.
Por fin, los amigos le sacamos con gran esfuerzo el sombrero, y él echando espumarajos por la boca, juró tomar venganza tan sangrienta como pronta; pero no pasó de aquí su furor, porque todos los circunstantes se reían de él, y a ninguno se dirigió para vengarse. Le sacamos a la calle, donde se serenó algún tanto, y nos separamos, prometiendo juntarnos otra vez al día siguiente en el mismo sitio.
Tal fue el estreno de El sí de las niñas. Aunque la primera tarde fuimos derrotados, aún había esperanzas de hundir la obra en la segunda o tercera representación. Se sabía que el ministro Caballero la desaprobaba, jurando castigar a su autor, y esto daba esperanza al partido de los silbantes, que ya veían a Moratín en poder del Santo Oficio, con coroza de sapos, sambenito y soga al cuello. Pero la segunda tarde vinieron de un golpe a tierra las ilusiones de los más ardientes anti-Moratinistas, porque la presencia del Príncipe de la Paz impuso silencio a las chicharras, y nadie osó formular demostraciones de desagrado. Desde entonces, el autor de El sí, a quien se dijo que la conspiración había sido fraguada en el cuarto de mi ama, interrumpió la tibia amistad que con ésta le unía. La González pagó este desvío con un cordial aborrecimiento.
III
Contado este suceso, muy anterior a los que son objeto del presente libro, empezaré mi narración, la cual irá al compás de ciertos hechos ocurridos en el Otoño de 1807, año que en la mente de los madrileños quedó marcado con el recuerdo de la famosa conspiración de El Escorial.
No quiero escribir una palabra más, sin daros a conocer a una persona que desde aquellos días ocupó lugar privilegiado en mi corazón, siendo a la vez como se verá por este relato, lección viva de mi existencia, pues la enseñanza que de su conocimiento me provino contribuyó de un modo poderoso a formar mi carácter.
Todas las ropas de teatro y de calle que usaba mi ama, eran confeccionadas por una costurera de la calle de Cañizares, excelente y honradísima mujer, joven aún, aunque desmejorada por el trabajo, discreta y afable, en tales términos que por entre la corteza de su malestar presente parecían distinguirse nacimiento y condición muy superiores. Esto no era más que apariencia, pero a la citada persona le pasaba lo contrario de lo que a otros pasa, y es que son nobles (7) sin parecerlo. Doña Juana, que éste era el nombre de aquella santa mujer, tenía una hija llamada Inés, de quince años de edad, la cual le ayudaba en sus tareas, con más solicitud de la que podía esperarse de su delicado organismo y edad temprana.
Enaltecía a esta muchacha, además de las gracias de su persona, un buen sentido, cual no he visto jamás en criaturas de su mismo sexo ni aun del nuestro, amaestrado ya por los años. Inés tenía el don especialísimo de poner todas las cosas en su verdadero lugar, viéndolas con luz singular y muy clara, concedida a su privilegiado entendimiento, sin duda para suplir con ella la inferioridad que le negó la fortuna. No he visto en mi larga vida otra muchacha que a aquella se asemejase, y estoy seguro de que a muchos parecerá este tipo invención mía, pues no comprenderán que haya existido, entre las infinitas hijas de Eva, una tan diferente de las demás. Pero créanlo bajo mi palabra honrada.
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