Benito Perez - Episodios Nacionales - Bodas reales

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Y sin pedir nuevos dictámenes a la Musa, puede asegurarse que no escaseaban, en medio de tanto prosaísmo, accidentes cómicos de cierto valor estético. El General bonito declaraba a Espartero traidor a la Patria, privado de todos sus honores, y le entregaba por sí y ante sí a la execración de los españoles… A la protesta que formuló el Regente a bordo del Betis contestaron el mismo Serrano, López y Caballero con otra soflama, repitiendo lo de la execración universal, acusándole de haber saqueado las arcas públicas, y quitándole, por fin, todos sus empleos, títulos, grados y cruces. No sería justo acusar a los que tales desatinos e insulsas candideces escribían, y esta es otra de las gravísimas corrupciones de la política, que hace a los hombres desvariar ridículamente y decir mil necedades sin creer en ellas. Por esto la historia de todo grande hombre político en aquel tiempo y en el reinado de Isabel no es más que una serie de enmiendas de sí mismos, y un sistemático arrepentirse hoy de cuanto ayer dijeron. Se pasan la vida entre acusaciones frenéticas y actos de contrición, flaqueza natural en donde las obras son nulas y las palabras excesivas, en donde se disimula la esterilidad de los hechos con el escribir sin tasa y el hablar a chorros.

Lecciones de consecuencia podía dar a todos el buen Milagro, que al volver de la tierna despedida del Regente, dejándole en la lancha, era tan fanático esparterista como en los días gloriosos del 40 y del 41, y en la fidelidad de esta religión pensaba morir, legando a sus hijos, a falta de caudales que no poseía, el ejemplo de su adoración idolátrica del dogma liberal. Si en el gobierno de la ínsula que su D. Quijote le confiara había cometido mil tropelías electorales para sacar diputado a Don Bruno; si fue un gobernador muy parcial y más devoto de sus amigos que del procomún, en el terreno de los intereses conservó inmaculada pureza, y su conciencia salió de allí tan limpia como sus bolsillos. De su integridad era testimonio el hecho de que tuvo que pedir dinero a sus amigos para costearse el viaje de Cádiz a Madrid, y resignado con su suerte, por el camino iba soltando aforismos de manchega filosofía: «Todo el mal nos viene junto, como al perro los palos… A donde se piensa que hay tocinos, no hay estacas». Volvía el hombre a su casa sin otro caudal que las esperanzas en la próxima vuelta del Duque.

Cogido el mango de la sartén por los hombres de Octubre, ayudados de los hombres de Julio, reducido habían a la mayor miseria y aniquilamiento a los hombres de Septiembre. Entraron proclamando que se hundía todo, Patria, Religión, Gobierno, Monarquía, y hasta el firmamento, si no se arrancaban de las manos de Espartero aquellos diez y seis meses que de regencia le restaban, y para que no se creyese que ellos, los señores de Octubre y de Julio, ambicionaban los puestos de Regente o Tutores, declararon la mayor edad de la niña, haciéndola de golpe y porrazo mujer capacitada para pastorear el español ganado, tan pacífico y obediente. Cierto que el Duque había cometido errores políticos, algunos muy graves; pero ¿qué planes, qué ideas, qué sistema traían los nuevos curanderos para aplicar a los males antiguos un remedio eficaz? Atropellaron un poder para crear otro con los mismos y aun peores vicios; tiraron un ídolo para poner en su peana otros, que más bien debieran llamarse monigotes, cuya incapacidad se vio muy clara en el correr del tiempo. Repitieron los defectos de la Administración esparteril, agravándolos escandalosamente; si el Duque convirtió en razón de Estado la protección a los que le eran fieles; si a veces pospuso el bien General al de una media docena de compinches y paniaguados, los libertadores de Octubre y de Julio nos traían el imperio sistemático de las camarillas, del caciquismo, del pandillaje, de las asoladoras tribus de amigos, con el desprecio de toda ley y la burla del interés patrio. En el tránsito de la turbulenta infancia de Isabel a su mayor edad, vemos aparecer la pléyade funesta: hombres de talento en gran número, de brillante exterior y fecundos en palabrería, enteramente vacíos de voluntad y de rectitud, en el sentido General. Entre unos y otros, civiles y militares, no hicieron más que levantar esta Babel que tanto cuesta destruir: los Olózagas y López, por el lado liberal; los Narváez, Serranos y Conchas, por el opuesto; el mismo O’Donnell, que supo hallar un pasajero equilibrio, con un pie en cada lado, y otros que no es necesario nombrar, más que laureles merecen maldiciones, porque nada grande fundaron, ningún antiguo mal destruyeron. Entre todos hicieron de la vida política una ocupación profesional y socorrida, entorpeciendo y aprisionando el vivir elemental de la Nación, trabajo, libertad, inteligencia, tendidas de un confín a otro las mallas del favoritismo, para que ningún latido de actividad se les escapase. Captaron en su tela de araña la generación propia y las venideras, y corrompieron todo un reinado, desconceptuando personas y desacreditando principios; y las aguas donde todos debíamos beber las revolvieron y enturbiaron, dejándolas tan sucias que ya tienen para un rato las generaciones que se esfuerzan en aclararlas.

VI

Observó en Madrid el buen Milagro mudanzas y novedades: derribos de casas, edificaciones hermosas, modas y costumbres de importación reciente, y a María Luisa la encontró muy flaca y desmedrada, a Rafaela repuesta de sus destemplanzas con la dichosa viudez y el más dichoso casamiento, a los chicos muy despiertos, adornados de relumbrones de ciencia y de pedantesca verbosidad ostentosa que en el trato escolar iban adquiriendo. Mayor sorpresa que él con estas hechuras del infalible progreso, tuvieron sus hijas viéndole venir de la ínsula sin una mota ni nada que se le pareciese; tampoco traía regalos, que con la visita al Regente tuvo que dejarse allá las ollas de arrope y dos cajitas de bizcochos de Almagro. Creían las chicas que su padre no volvería del Gobierno sin una carga de dinero, producto de su honesto ahorro y de las obvenciones propias del cargo, y les supo mal verle venir a lo náufrago que a duras penas salva la vida y lo puesto. Ciertamente se condolió más de esta desventura María Luisa, por ser pobre, que su hermana Rafaela, la cual, enriquecida por un buen matrimonio, no necesitaba para nada del socorro paterno, y así, mientras la señora de Cavallieri, al notar la vaciedad de bolsa de su señor padre, dejó traslucir su enojo, trocando su afectuoso júbilo en frialdad cercana al menosprecio, la otra, por el contrario, sintió redoblada su piedad (pues era, según dicen, aunque disoluta, mujer de buen corazón), y quiso darle la mejor prueba de su filial cariño, brindándole hospedaje y asistencia por todo el tiempo que quisiera, esto es, hasta que volviese el Duque con la contra-regeneración. Muy buena cara puso Don Frenético al oír las ofertas de su esposa, y accediendo a todo, como marido enamorado que en los ojos de ella se miraba, repitió y extremó la cariñosa protección, con lo que D. José, vencido del agradecimiento y de la ternura, bendijo a la Providencia, después a sus hijos, y se limpió las lágrimas que en tan patética escena brotaron de sus ojos.

Visitado de sus numerosos amigos, frecuentando desde el día de su llegada cafés, círculos y tertulias, entró de lleno en el mar de las conversaciones políticas, sin que ni por casualidad saliese de sus labios palabra sobre otro asunto; que así son los que adquieren ese vicio nefando. Los atacados de él, que eran casi todos los habitantes de las ciudades populosas, no se entretenían tan sólo en discutir y comentar los problemas graves de la cosa pública, sino que principalmente cebaban su apetito en la baja cuestión de personal, caídas y elevaciones de funcionarios, y en otros mil enredos, chismes y menudencias. Componían el Gobierno llamado Provisional las mismas figuras, con corta diferencia, del Gabinete de Mayo, en las postrimerías de la Regencia. Lo presidía el mismo D. Joaquín María López, que con su oratoria musical fue uno de los que más contribuyeron al desastre pasado; a Guerra y a Gobernación habían vuelto Serrano y Caballero, y gobernaba el Tesoro público el Sr. Ayllón. Aunque todos procedían de la vieja cepa progresista, el alma del Gabinete era Narváez, a quien nombraron Capitán General de Madrid. Narváez mangoneaba en lo pequeño como en lo grande, y de su secretaría y tertulia salían las notas para el terrorífico desmoche de empleados.

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