Benito Pérez - Episodios Nacionales - Cádiz
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El efecto que me causó la relación de mi antigua ama fue terrible. Figúrense ustedes cómo me habría quedado yo, si Amaranta hubiera cogido el pico de Mulhacén, es decir, el monte más alto de España… y me lo hubiese echado encima.
Pues lo mismo, señores, lo mismo me quedé.
III
¿Qué podía yo decir? Nada. ¿Qué debía hacer? Callarme y sufrir. Pero el hombre aplastado por cualquiera de las diversas montañas que le caen encima en el mundo, aun cuando conozca que hay justicia y lógica en su situación, rara vez se conforma, y elevando las manecitas pugna por quitarse de encima la colosal peña. No sé si fue un sentimiento de noble dignidad, o por el contrario un vano y pueril orgullo, lo que me impulsó a contestar con entereza, afectando no sólo conformidad sino indiferencia ante el golpe recibido.
– Señora condesa – dije, – comprendo mi inferioridad. Hace tiempo que pensaba en esto, y nada me asombra. Realmente, señora, era un atrevimiento que un pobretón como yo, que jamás he estado en la India ni he visto otras cataratas que las del Tajo en Aranjuez, tenga pretensiones nada menos que de ser amado por una mujer de posición. Los que no somos nobles ni ricos, ¿qué hemos de hacer más que ofrecer nuestro corazón a las fregatrices y damas del estropajo, no siempre con la seguridad de que se dignen aceptarlo? Por eso nos llenamos de resignación, señora, y cuando recibimos golpes como el que usted se ha servido darme, nos encogemos de hombros y decimos: «paciencia». Luego seguimos viviendo, y comemos y dormimos tan tranquilos… Es una tontería morirse por quien tan pronto nos olvida.
– Estás hecho un basilisco de rabia – me dijo la condesa en tono de burla, – y quieres aparecer tranquilo. Si despides fuego… toma mi abanico y refréscate con él.
Antes que yo lo tomara, la condesa me dio aire con su abanico precipitadamente. Sin ninguna gana me reía yo, y ella después de un rato de silencio, me habló así:
– Me falta decirte otra cosa que tal vez te disguste; pero es forzoso tener paciencia. Es que estoy contenta de que mi hija corresponda al amor del inglés.
– Lo creo señora – respondí apretando con convulsa fuerza los dientes, ni más ni menos que si entre ellos tuviera toda la Gran Bretaña.
– Sí – prosiguió, – todo suceso que me dé esperanzas de ver a mi hija fuera de la tutela y dirección de la marquesa y la condesa, es para mí lisonjero.
– Pero ese inglés será protestante.
– Sí – repuso, – mas no quiero pensar en eso. Puede que se haga católico. De todos modos, ese es punto grave y delicado. Pero no reparo en nada. Vea yo a mi hija libre, hállese en situación tal que yo pueda verla, hablarla como y cuando se me antoje, y lo demás… ¡Cómo rabiaría doña María si llegara a comprender…! Mucho sigilo, Gabriel; cuento con tu discreción. Si lord Gray fuera católico, no creo que mi tía se opusiera a que se casase Inés con él. ¡Ay!, luego nos marcharíamos los tres a Inglaterra, lejos, lejos de aquí, a un país donde yo no viera pariente de ninguna clase. ¡Qué felicidad tan grande! ¡Ay! Quisiera ser Papa para permitir que una mujer católica se casara con un hombre hereje.
– Creo que usted verá satisfechos sus deseos.
– ¡Oh!, desconfío mucho. El inglés aparte de su gran mérito es bastante raro. A nadie ha confiado el secreto de sus amores, y sólo tenemos noticias de él por indicios primero y después por pruebas irrecusables obtenidas mediante largo y minucioso espionaje.
– Inés lo habrá revelado a usted.
– No, después de esto, ni una sola vez he conseguido verla. ¡Qué desesperación! Las tres muchachas no salen de casa, sino custodiadas por la autoridad de doña María. Aquí doña Flora y yo hemos trabajado lo que no es decible para que lord Gray se franquease con nosotras, y nos lo revelara; pero es tan prudente y callado, que guarda su secreto como un avaro su tesoro. Lo sabemos por las criadas, por la murmuración de algunas, muy pocas personas de las que van a la casa. No hay duda de que es cierto, hijo mío. Ten resignación y no nos des un disgusto. Cuidado con el suicidio.
– ¿Yo? – dije afectando indiferencia.
– Toma, toma aire, que te incendias por todos lados – me dijo agitando delante de mí su abanico. – Don Rodrigo en la horca no tiene más orgullo que este general en agraz.
Cuando esto decía, sentí la voz de doña Flora y los pasos de un hombre. Doña Flora dijo:
– Pase usted milord, que aquí está la condesa.
– Mírale… verás – me dijo Amaranta con crueldad – y juzgarás por ti mismo si la niña ha tenido mal gusto.
Entró doña Flora seguida del inglés. Este tenía la más hermosa figura de hombre que he visto en mi vida. Era de alta estatura, con el color blanquísimo pero tostado que abunda en los marinos y viajeros del Norte. El cabello rubio, desordenadamente peinado y suelto según el gusto de la época, le caía en bucles sobre el cuello. Su edad no parecía exceder de treinta o treinta y tres años. Era grave y triste pero sin la pesadez acartonada y tardanza de modales que suelen ser comunes en la gente inglesa. Su rostro estaba bronceado, mejor dicho, dorado por el sol, desde la mitad de la frente hasta el cuello, conservando en la huella del sombrero y en la garganta una blancura como la de la más pura y delicada cera. Esmeradamente limpia de pelo la cara, su barba era como la de una mujer, y sus facciones realzadas por la luz del Mediodía dábanle el aspecto de una hermosa estatua de cincelado oro. Yo he visto en alguna parte un busto del Dios Brahma, que muchos años después me hizo recordar a lord Gray.
Vestía con elegancia y cierta negligencia no estudiada, traje azul de paño muy fino, medio oculto por una prenda que llamaban sortú, y llevaba sombrero redondo, de los primeros que empezaban a usarse. Brillaban sobre su persona algunas joyas de valor, pues los hombres entonces se ensortijaban más que ahora, y lucía además los sellos de dos relojes. Su figura en general era simpática. Yo le miré y observé ávidamente, buscándole imperfecciones por todos lados; pero ¡ay!, no le encontré ninguna. Mas me disgustó oírle hablar con rara corrección el castellano, cuando yo esperaba que se expresase en términos ridículos y con yerros de los que desfiguran y afean el lenguaje; pero consolome la esperanza de que soltase algunas tonterías. Sin embargo no dijo ninguna.
Entabló conversación con Amaranta, procurando esquivar el tema que impertinentemente había tocado doña Flora al entrar.
– Querida amiga – dijo la vieja, – lord Gray nos va a contar algo de sus amores en Cádiz, que es mejor tratado que el de los viajes por Asia y África.
Amaranta me presentó gravemente a él, diciéndole que yo era un gran militar, una especie de Julio César por la estrategia y un segundo Cid por el valor; que había hecho mi carrera de un modo gloriosísimo, y que había estado en el sitio de Zaragoza, asombrando con mis hechos heroicos a españoles y franceses. El extranjero pareció oír con suma complacencia mi elogio, y me dijo después de hacerme varias preguntas sobre la guerra, que tendría grandísimo contento en ser mi amigo. Sus refinadas cortesanías me tenían frita la sangre por la violencia y fingimiento con que me veía precisado a responder a ellas. La maligna Amaranta reíase a hurtadillas de mi embarazo, y más atizaba con sus artificiosas palabras la inclinación y repentino afecto del inglés hacia mi persona.
– Hoy – dijo lord Gray – hay en Cádiz gran cuestión entre españoles e ingleses.
– No sabía nada – exclamó Amaranta. – ¿En esto ha venido a parar la alianza?
– No será nada, señora. Nosotros somos algo rudos, y los españoles un poco vanagloriosos y excesivamente confiados en sus propias fuerzas, casi siempre con razón.
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