Benito Pérez - Episodios Nacionales - Cádiz

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– Eso no lo hemos probado.

– ¡Ay, qué ilusión tiene usted, Sr. D. Manuel! Verá usted qué escenas tan graciosas habrá en las sesiones… y digo graciosas por no decir terribles y escandalosas.

– El terror y el escándalo no nos son desconocidos, señora, ni los traerán por primera vez las Cortes a esta tierra de la paz y de la religiosidad. La conspiración del Escorial, los tumultos de Aranjuez, las vergonzosas escenas de Bayona, la abdicación de los reyes padres, las torpezas de Godoy, las repugnantes inmoralidades de la última Corte, los tratados con Bonaparte, los convenios indignos que han permitido la invasión, todo esto, señora amiga mía, que es el colmo del horror y del escándalo, ¿lo han traído por ventura las Cortes?

– Pero el rey gobierna, y las Cortes, según el uso antiguo, votan y callan.

– Nosotros hemos caído en la cuenta de que el rey existe para la nación y no la nación para el rey.

– Eso es – dijo D. Pedro – el rey para la nación, y la nación para los filósofos.

– Si las Cortes no salen adelante – añadió Quintana – lo deberán a la perfidia y mala fe de sus enemigos; pues estas majaderías de vestir a la antigua y convertir en sainete las más respetables cosas, es vicio muy común en los españoles de uno y otro partido. Ya hay quien dice que los diputados deben vestirse como los alguaciles en día de pregón de Bula, y no falta quien sostiene que todo cuanto se hable, proponga y discuta en la Asamblea, debe decirse en verso.

– Pues de ese modo sería precioso – afirmó doña Flora.

– En efecto – dijo Amaranta – y como se reúnen en un teatro la ilusión sería perfecta. Prometo asistir a la inauguración.

– Yo no faltaré. Sr. de Quintana, usted me proporcionará un palco o un par de lunetas. ¿Y se paga, se paga?

– No, amiga mía – dijo Amaranta burlándose. – La nación enseña y pone al público gratis sus locuras.

– Usted – le dijo Quintana sonriendo – será de nuestro partido.

– ¡Ay, no, amigo mío! – repuso la dama. – Prefiero afiliarme a la Cruzada del obispado. Me espantan los revolucionarios, desde que he leído lo que pasó en Francia. ¡Ay, Sr. Quintana! ¡Qué lástima que usted se haya hecho estadista y político! ¿Por qué no hace usted versos?

– No están los tiempos para versos. Sin embargo, ya usted ve cómo los hacen mis amigos; Arriaza, Beña, Xérica, Sánchez Barbero no dejan descansar a las prensas de Cádiz.

Beña y Xérica se habían apartado del grupo.

– ¡Ay, amigo mío!, que no oiga yo aquello de ¡Oh! Velintón, nombre amable grande alumno del dios Marte.

– Es horrible la poesía de estos tiempos, porque los cisnes callan, entristecidos por el luto de la patria, y de su silencio se aprovechan los grajos para chillar. ¿Y dónde me deja usted aquello de Resuene el tambor; veloces marchemos…?

– Arriaza – indicó Quintana – ha hecho últimamente una sátira preciosa. Esta noche la leerá aquí.

– Nombren al ruin… – dijo Amaranta, viendo aparecer en el salón al poeta de los chistes.

– Arriaza, Arriaza – exclamaron diferentes voces salidas de distintos lados de la estancia. – A ver, léanos usted la oda A Pepillo.

– Atención, señores.

– Es de lo más gracioso que se ha escrito en lengua castellana.

– Si el gran Botella la leyera, de puro avergonzado se volvería a Francia.

Arriaza, hombre de cierta fatuidad, se gallardeaba con la ovación hecha a los productos de su numen. Como su fuerte eran los versos de circunstancias y su popularidad por esta clase de trabajos extraordinaria, no se hizo de rogar, y sacando un largo papel, y poniéndose en medio de la sala, leyó con muchísima gracia aquellos versos célebres que ustedes conocerán y cuyo principio es de este modo:

«Al ínclito Sr. Pepe, Rey (en deseo) de las Españas y (en visión) de sus Indias.

Salud, gran rey de la rebelde gente,
salud, salud, Pepillo, diligente
protector del cultivo de las uvas
y catador experto de las cubas».
. . . . . . . . . . . . . . . .

A cada instante era el poeta interrumpido por los aplausos, las felicitaciones, las alabanzas, y vierais allí cómo por arte mágico habíanse confundido todas las opiniones en el unánime sentimiento de desprecio y burla hacia nuestro rey pegadizo. Por instantes hasta el gran D. Pedro y D. Manuel José Quintana parecieron conformes.

La composición de Pepillo corrió manuscrita por todo Cádiz. Después la refundió su autor, y fue publicada en 1812.

Dividiose después la tertulia. Los políticos se agruparon a un lado, y el atractivo de las mesas de juego llevó a la sala contigua a una buena porción de los concurrentes. Amaranta y la condesa permanecieron allí, y D. Pedro, como hombre galante no las dejaba de la mano.

VI

– Gabriel – me dijo Amaranta – es preciso que te decidas a trocar tu uniforme a la francesa por este español que lleva nuestro amigo. Además, la orden de la Cruzada tiene la ventaja de que cada cual se encaja encima el grado que más le cuadra, como por ejemplo D. Pedro, que se ha puesto la faja de capitán general.

En efecto, D. Pedro no se había andado con chiquitas para subirse por sus propios pasos al último escalón de la milicia.

– Es el caso – dijo sin modestia el héroe – que necesita uno condecorarse a sí propio, puesto que nadie se toma el trabajo de hacerlo. En cuanto a la entrada de este caballerito en la orden, venga en buen hora; pero sepa que los nuestros hacen vida ascética durmiendo en una tarima y teniendo por almohada una buena piedra. De este modo se fortalece el hombre para las fatigas de la guerra.

– Me parece muy bien – afirmó Amaranta – y si a esto añaden una comida sobria, como por ejemplo, dos raciones de obleas al día, serán los mejores soldados de la tierra. Ánimo, pues, Gabriel, y hazte caballero del obispado de Cádiz.

– De buena gana lo haría, señores, si me encontrara con fuerzas para cumplir las leyes de un instituto tan riguroso. Para esa Cruzada del obispado se necesitan hombres virtuosísimos y llenos de fe.

– Ha hablado perfectamente – repuso con solemne acento D. Pedro.

– Disculpas, hijo – añadió Amaranta con malicia. – La verdadera causa de la resistencia de este mozuelo a ingresar en la orden gloriosa es no sólo la holgazanería, sino también que las distracciones de un amor tan violento como bien correspondido, le tienen embebecido y trastornado. No se permiten enamorados en la orden, ¿verdad, Sr. D. Pedro?

– Según y conforme – respondió el grave personaje tomándose la barba con dos dedos y mirando al techo. – Según y conforme. Si los catecúmenos están dominados por un amor respetuoso y circunspecto hacia persona de peso y formalidad, lejos de ser rechazados, con más gusto son admitidos.

– Pues el amor de este no tiene nada de respetuoso – dijo Amaranta, mirando con picaresca atención a doña Flora. – Mi amiga, que me está oyendo, es testigo de la impetuosidad y desconsideración de este violento joven.

D. Pedro fijó sus ojos en doña Flora.

– Por Dios, querida condesa – dijo esta – usted con sus imprudencias es la que ha echado a perder a este muchacho, enseñándole cosas que aún no está en edad de saber. Por mi parte la conciencia no me acusa palabra ni acción que haya dado motivo a que un joven apasionado se extralimitase alguna vez. La juventud, Sr. D. Pedro, tiene arrebatos; pero son disculpables, porque la juventud…

– En una palabra, amiga mía – dijo Amaranta dirigiéndose a doña Flora. – Ante una persona tan de confianza como el Sr. D. Pedro, puede usted dejar a un lado el disimulo, confesando que las ternuras y patéticas declaraciones de este joven no le causan desagrado.

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