Benito Pérez - Episodios Nacionales - Zumalacárregui
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Episodios Nacionales: Zumalacárregui: краткое содержание, описание и аннотация
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Oyendo estas cosas, Fago meditaba mirando al suelo, y momentos después, mientras Ibarburu, infatigable charlador, pegaba la hebra con unos militares que entraron a refrescar, sintió un sueño intensísimo, como hombre que ya llevaba unas treinta horas sin dormir: arrimándose al ángulo en que se juntaban los asientos, apoyó la cabeza en la pared y se quedó dormido con la boca abierta. Su sueño febril era como esos monólogos cerebrales en que ovillamos y desovillamos una idea; monólogo en el cual Fago se reconocía también estratégico, pues tenía el sentido geográfico, o de las distancias y diferencias de altura entre los terrenos. Sin haberlo estudiado, conocía la importancia y valor de los ríos y los montes, de las divisorias y sus puertos, que permiten comunicar una con otra cuenca. Y asociando con estas ideas teóricas su conocimiento práctico de diferentes territorios, recorría mentalmente la Canal de Berdún, que conocía palmo a palmo; el puerto de Loarre, que separa las aguas del Gállego de las del Cinca; los valles de Hecho y Ansó en la montaña, y en tierra baja, las Cinco Villas de Aragón, de reseco y quebrado suelo, surcado por ríos miseros en verano, y en invierno torrenciales… Al recargarse el sueño, se le confundían estas nociones geográficas con sus recuerdos del país vasco, los valles profundos del Urola, Deva y Oria, las eminencias de Elosua y Pagochaeta, junto a Azpeitia, y en la vecindad de Oñate, las sierras de Elguea y Aránzazu. Peñas y corrientes de agua rondaban por su cerebro, juntamente con subidas y bajadas y mucho ir y venir de hombres presurosos… En esto le despertaron tirándole de los pies, y oyó toques de tambor y cometas, ruido de marcha, gran rebullicio de gente.
Salió a la puerta del parador restregándose los ojos. Era noche oscura, alumbrada por los fulgores siniestros de Peralta, que ardía por entero. Levantado el sitio del fuerte, por ser los urbanos y su jefe Iracheta muy duros de pelar, los facciosos anegaron el suelo soltando las cubas de vino en todas las bodegas, y se dirigieron presurosos a Villafranca, donde también había fuerte y urbanos. Desfilaban ordenadamente los batallones, cuando el clérigo, triste, salió al camino y se entregó a la corriente humana, marchando maquinalmente al paso de la tropa, sin preguntar adónde iba. Toda la noche anduvieron a regular paso, y al amanecer pasaban el Aragón por Marcilla. En este pueblo, tomando la mañana, topó Fago otra vez con su amigo Ibarburu, el capellán hablador, y por él supo que en Villafranca se esperaba una reñida pelea con la guarnición cristina. Se decía también que salía de Pamplona un cuerpo de ejército para provocar a Zumalacárregui a batalla campal en la Solana, al retirarse de la Ribera.
Dudó Fago si incorporarse al Cuartel Real, que sólo estaba a dos leguas de aquel pueblo, o seguir perdido entre el ejército de Zumalacárregui. Aún no había visto al afamado guerrero, al organizador genial que de gavillas indisciplinadas hizo formidables batallones; al que con su extraordinaria pericia había tenido en jaque a las tropas de la Reina, mandadas primero por Sarsfield, después por Quesada y últimamente por Rodil. En la mente del clérigo, la figura del héroe de aquella guerra se agigantaba de tal modo, que, con su anhelo de verle de cerca y hablarle y oírle, se confundía el temor de que tan grande gloriosa figura se le deslustrara al pasar de la ilusión a la verdad. En Villafranca quedó satisfecha su ardiente curiosidad, en ocasión y forma que se verá después.
IV
Los urbanos o cívicos (que de entrambos modos se les llamaba) defensores de Villafranca no eran menos templados que los del otro pueblo, y como allá, se encastillaron en la iglesia, el único edificio sólido y fuerte de la villa, la cual parecí de barro y yesca, como la tierra circundante. Los carlistas situaron a la puerta del templo los dos únicos cañoncitos que llevaban, y batiéronla y se hicieron dueños de ella. Replegáronse los urbanos en la torre, de robusta construcción, y con ellos se encerraron sus hijos y mujeres. Debe advertirse que, si en el vecindario dominaba la opinión facciosa, no eran pocos lo cristinos furibundos; y enconadas las pasiones, el sexo femenino, con su locuaz vehemencia, exaltaba el ánimo de los hombres y les hacía sanguinarios y feroces. Al encastillarse con sus maridos en la torre, las urbanas, antes que por un móvil heroico, hacíanlo por miedo a las uñas y a las lenguas de las mujeres del otro bando.
Ganada la iglesia por los facciosos, resolvieron pegarle fuego. Los lugares sagrados, mediante una breve salvedad de conciencia, caen también dentro del fuero de guerra, y los militares atan y desatan al demonio según les conviene. Hacinaron bancos, túmulos y confesionarios; metieron mucha paja, y poco después las imágenes se veían envueltas en humo que no era de incienso. Antes se había cuidado de poner a salvo las Sagradas Formas, que llevaron a la ermita de Santa Ana, sin que en ello prestara ayuda el bueno de Fago, el cual, atónito, presenciaba cosas tan extrañas y nunca vistas. Impávidos en la elevada torre, los cívicos hacían fuego certero desde el campanario; tenían municiones abundantes y los víveres precisos para resistir; apuntaban bien y mataban todo lo que podían. Vino la noche, y como el fuego de la iglesia no cundiese con rapidez, metieron los sitiadores más paja, atizaron de firme, y el altar mayor, que era un armatoste grandísimo y muy apropiado a la propagación del incendio, llevó las llamas a la techumbre. Por fuera, guedejas de humo negro y espesísimo coronaban el caballete, enroscándose, por causa del viento, en dirección opuesta a la torre, lo que daba algún respiro a los urbanos. Y el tiroteo no cesaba. La claridad del incendio permitió a los sitiados hacer puntería, y con las balas salían del campanario apóstrofes injuriosos y cuchufletas impropias de la gravedad de la contienda. Las mujeres chillaban más que los hombres.
Durante la noche ardió parte del tejado y el tramo superior de la escalera del campanario, la cual era exenta y se apoyaba en el caballete, quedando así incomunicados los cívicos y sus mujeres y chiquillos; mas no por eso menos decididos a defenderse a todo trance. Lo peor fue que el humo, penetrando en la torre por diferentes huecos, les molestaba más de lo que quisieran; a media noche parlamentaron con los sitiadores por un ventanucho ojival, distante como doce varas del suelo, y, reiterando el propósito de no rendirse, pidieron al General consintiese la salida de las mujeres y niños, que no merecían correr la triste suerte de los hombres. Oyó esta propuesta Zaratiegui, que al pie de la torre vino con tal objeto, y al punto fue a ver al jefe, alojado en la Rectoral, y que, según se dijo, estaba pasando una noche de perros, molestado por el mal de orina que aquejarle solía. Con la respuesta consoladora de que se salvase a las mujeres, volvió Zaratiegui al poco rato; pero como el fuego había devorado la escalera superior, y los sitiados no tenían escalas ni cosa semejante, se discurrió suministrarles medios de salvamento. Toda la madrugada duró el trajín para reunir sogas y hacer con ellas y palitroques escalas de bastante resistencia para el objeto, y no hay que decir que esta operación fue como un paréntesis de esparcimiento y jovialidad en la cruelísima lucha. Fago ayudaba en aquella faena con gran celo y actividad, y sus manos encallecieron de tanto hacer nudos con ásperos cáñamos. Él fue el primero que, encaramado en los hombros de un gastador, y valiéndose de una larga percha, alargó el rollo de cuerda para que lo cogiese la mano flaca, perteneciente a un enjuto y tiznado brazo, que se estiraba en la ventana ojival. Dueños ya de una soga, los sitiados subieron con ella las escalas y todo el aparejo necesario para el salvamento.
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