David - FUEGO.PDF

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—Bueno, eso está bien —dijo Harry en voz alta, sin dejarse intimidar—. Prefiero que no se alargue: no quiero sufrir.

Le pareció que Ron había estado a punto de reírse. Por primera vez en varios días miró a Harry a los ojos, pero éste se sentía demasiado dolido con él para que le importara. Se pasó el resto de la clase intentando atraer con la varita pequeños objetos por debajo de la mesa. Logró que una mosca se le posara en la mano, pero no estuvo seguro de que se debiera al encantamiento convocador. A lo mejor era simplemente que la mosca estaba tonta.

Se obligó a cenar algo después de Adivinación y, poniéndose la capa invisible para que no los vieran los profesores, volvió con Hermione al aula vacía. Siguieron practicando hasta pasadas las doce. Se habrían quedado más, pero apareció Peeves, quien pareció creer que Harry quería que le tiraran cosas, y comenzó a arrojar sillas de un lado a otro del aula. Harry y Hermione salieron a toda prisa antes de que el ruido atrajera a Filch, y regresaron a la sala común de Gryffindor, que afortunadamente estaba ya vacía.

A las dos en punto de la madrugada, Harry se hallaba junto a la chimenea rodeado de montones de cosas: libros, plumas, varias sillas volcadas, un juego viejo de gobstones, y Trevor , el sapo de Neville. Sólo en la última hora le había cogido el truco al encantamiento convocador.

—Eso está mejor, Harry, eso está mucho mejor —aprobó Hermione, exhausta pero muy satisfecha.

—Bueno, ahora ya sabes qué tienes que hacer la próxima vez que no sea capaz de aprender un encantamiento —dijo Harry, tirándole a Hermione un diccionario de runas para repetir el encantamiento—: amenazarme con un dragón. Bien... —Volvió a levantar la varita—. ¡Accio diccionario!

El pesado volumen se escapó de las manos de Hermione, atravesó la sala y llegó hasta donde Harry pudo atraparlo.

—¡Creo que esto ya lo dominas, Harry! —dijo Hermione, muy contenta.

—Espero que funcione mañana —repuso Harry—. La Saeta de Fuego estará mucho más lejos que todas estas cosas: estará en el castillo, y yo, en los terrenos allá abajo.

—No importa —declaró Hermione con firmeza—. Siempre y cuando te concentres de verdad, la Saeta irá hasta ti. Ahora mejor nos vamos a dormir, Harry... Lo necesitarás.

Harry había puesto tanto empeño aquella noche en aprender el encantamiento convocador que se había olvidado del miedo. Éste volvió con toda su intensidad a la mañana siguiente. En el colegio había una tensión y emoción enormes en el ambiente.

Las clases se interrumpieron al mediodía para que todos los alumnos tuvieran tiempo de bajar al cercado de los dragones. Aunque, naturalmente, aún no sabían lo que iban a encontrar allí.

Harry se sentía extrañamente distante de todos cuantos lo rodeaban, ya le desearan suerte o le dijeran entre dientes al pasar a su lado: «Tendremos listo el paquete de pañuelos de papel, Potter.» Se encontraba en tal estado de nerviosismo que le daba miedo perder la cabeza cuando lo pusieran frente al dragón y liarse a echar maldiciones a diestro y siniestro.

El tiempo pasaba de forma más rara que nunca, como a saltos, de manera que estaba sentado en su primera clase, Historia de la Magia, y al momento siguiente iba a comer... y de inmediato (¿por dónde se había ido la mañana, las últimas horas sin dragones?) la profesora McGonagall entró en el Gran Comedor y fue a toda prisa hacia él. Muchos los observaban.

—Los campeones tienen que bajar ya a los terrenos del colegio... Tienes que prepararte para la primera prueba.

—¡Bien! —dijo Harry, poniéndose en pie. El tenedor hizo mucho ruido al caer al plato.

—Buena suerte, Harry —le susurró Hermione—. ¡Todo irá bien!

—Sí —contestó, con una voz que no parecía la suya.

Salió del Gran Comedor con la profesora McGonagall. Tampoco ella parecía la misma; de hecho, estaba casi tan nerviosa como Hermione. Al bajar la escalinata de piedra y salir a la fría tarde de noviembre, le puso una mano en el hombro.

—No te dejes dominar por el pánico —le aconsejó—, conserva la cabeza serena.

Habrá magos preparados para intervenir si la situación se desbordara... Lo principal es que lo hagas lo mejor que puedas, y no quedarás mal ante la gente. ¿Te encuentras bien?

—Sí —se oyó decir Harry—. Sí, me encuentro bien.

Ella lo conducía bordeando el bosque hacia donde estaban los dragones; pero, al acercarse al grupo de árboles detrás del cual habría debido ser claramente visible el cercado, Harry vio que habían levantado una tienda que lo ocultaba a la vista.

—Tienes que entrar con los demás campeones —le dijo la profesora McGonagall con voz temblorosa— y esperar tu turno, Potter. El señor Bagman está dentro. Él te explicará lo que tienes que hacer... Buena suerte.

—Gracias —dijo Harry con voz distante y apagada:

Ella lo dejó a la puerta de la tienda, y Harry entró.

Fleur Delacour estaba sentada en un rincón, sobre un pequeño taburete de madera.

No parecía ni remotamente tan segura como de costumbre; por el contrario, se la veía pálida y sudorosa. El aspecto de Viktor Krum era aún más hosco de lo habitual, y Harry supuso que aquélla era la forma en que manifestaba su nerviosismo. Cedric paseaba de un lado a otro. Cuando Harry entró le dirigió una leve sonrisa a la que éste correspondió, aunque a los músculos de la cara les costó bastante esfuerzo, como si hubieran olvidado cómo se sonreía.

—¡Harry! ¡Bien! —dijo Bagman muy contento, mirándolo—. ¡Ven, ven, ponte cómodo!

De pie en medio de los pálidos campeones, Bagman se parecía un poco a esas figuras infladas de los dibujos animados. Se había vuelto a poner su antigua túnica de las Avispas de Wimbourne.

—Bueno, ahora ya estamos todos... ¡Es hora de poneros al corriente! —declaró Bagman con alegría—. Cuando hayan llegado los espectadores, os ofreceré esta bolsa a cada uno de vosotros para que saquéis la miniatura de aquello con lo que os va a tocar enfrentaros. —Les enseñó una bolsa roja de seda—. Hay diferentes... variedades, ya lo veréis. Y tengo que deciros algo más... Ah, sí... ¡vuestro objetivo es coger el huevo de oro!

Harry miró a su alrededor. Cedric hizo un gesto de asentimiento para indicar que había comprendido las palabras de Bagman y volvió a pasear por la tienda. Tenía la cara ligeramente verde. Fleur Delacour y Krum no reaccionaron en absoluto. Tal vez pensaban que se pondrían a vomitar si abrían la boca; en todo caso, así se sentía Harry.

Aunque ellos, al menos, estaban allí voluntariamente...

Y enseguida se oyeron alrededor de la tienda los pasos de cientos y cientos de personas que hablaban emocionadas, reían, bromeaban... Harry se sintió separado de aquella multitud como si perteneciera a una especie diferente. Y, a continuación (a Harry le pareció que no había pasado más que un segundo), Bagman abrió la bolsa roja de seda.

—Las damas primero —dijo tendiéndosela a Fleur Delacour.

Ella metió una mano temblorosa en la bolsa y sacó una miniatura perfecta de un dragón: un galés verde. Alrededor del cuello tenía el número «dos». Y Harry estuvo seguro, por el hecho de que Fleur Delacour no mostró sorpresa alguna sino completa resignación, de que no se había equivocado: Madame Maxime le había dicho qué le esperaba.

Lo mismo que en el caso de Krum, que sacó el bola de fuego chino. Alrededor del cuello tenía el número «tres». Krum ni siquiera parpadeó; se limitó a mirar al suelo.

Cedric metió la mano en la bolsa y sacó el hocicorto sueco de color azul plateado con el número «uno» atado al cuello. Sabiendo lo que le quedaba, Harry metió la mano en la bolsa de seda y extrajo el colacuerno húngaro con el número «cuatro». Cuando Harry lo miró, la miniatura desplegó las alas y enseñó los minúsculos colmillos.

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