David - FUEGO.PDF
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El potentado que en aquellos días poseía la Mansión de los Ryddle no vivía en ella ni le daba uso alguno; en el pueblo se comentaba que la había adquirido por «motivos fiscales», aunque nadie sabía muy bien cuáles podían ser esos motivos. Sin embargo, el potentado continuó pagando a Frank para que se encargara del jardín. A punto de cumplir los setenta y siete años, Frank estaba bastante sordo y su pierna rígida se había vuelto más rígida que nunca, pero todavía, cuando hacía buen tiempo, se lo veía entre los macizos de flores haciendo un poco de esto y un poco de aquello, si bien la mala hierba le iba ganando la partida.
Pero la mala hierba no era lo único contra lo que tenía que bregar Frank. Los niños de la aldea habían tomado la costumbre de tirar piedras a las ventanas de la Mansión de los Ryddle, y pasaban con las bicicletas por encima del césped que con tanto esfuerzo Frank mantenía en buen estado. En una o dos ocasiones habían entrado en la casa a raíz de una apuesta. Sabían que el viejo jardinero profesaba veneración a la casa y a la finca, y les divertía verlo por el jardín cojeando, blandiendo su cayado y gritándoles con su ronca voz. Frank, por su parte, pensaba que los niños querían castigarlo porque, como sus padres y abuelos, creían que era un asesino. Así que cuando se despertó una noche de agosto y vio algo raro arriba en la vieja casa, dio por supuesto que los niños habían ido un poco más lejos que otras veces en su intento de mortificarlo.
Lo que lo había despertado era su pierna mala, que en su vejez le dolía más que nunca. Se levantó y bajó cojeando por la escalera hasta la cocina, con la idea de rellenar la botella de agua caliente para aliviar la rigidez de la rodilla. De pie ante la pila, mientras llenaba de agua la tetera, levantó la vista hacia la Mansión de los Ryddle y vio luz en las ventanas superiores. Frank entendió de inmediato lo que sucedía: los niños habían vuelto a entrar en la Mansión de los Ryddle y, a juzgar por el titileo de la luz, habían encendido fuego.
Frank no tenía teléfono y, de todas maneras, desconfiaba de la policía desde que se lo habían llevado para interrogarlo por la muerte de los Ryddle. Así que dejó la tetera y volvió a subir la escalera tan rápido como le permitía la pierna mala; regresó completamente vestido a la cocina, y cogió una llave vieja y herrumbrosa del gancho que había junto a la entrada. Tomó su cayado, que estaba apoyado contra la pared, y salió de la casita en medio de la noche.
La puerta principal de la Mansión de los Ryddle no mostraba signo alguno de haber sido forzada, ni tampoco ninguna de las ventanas. Frank fue cojeando hacia la parte de atrás de la casa hasta llegar a una entrada casi completamente cubierta por la hiedra, sacó la vieja llave, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta sigilosamente.
Penetró en la cavernosa cocina. A pesar de que hacia años que Frank no pisaba en ella y de que la oscuridad era casi total, recordaba dónde se hallaba la puerta que daba al vestíbulo y se abrió camino hacia ella a tientas, mientras percibía el olor a decrepitud y aguzaba el oído para captar cualquier sonido de pasos o de voces que viniera de arriba.
Llegó al vestíbulo, un poco más iluminado gracias a las amplias ventanas divididas por parteluces que flanqueaban la puerta principal, y comenzó a subir por la escalera, dando gracias a la espesa capa de polvo que cubría los escalones porque amortiguaba el ruido de los pies y del cayado.
En el rellano, Frank torció a la derecha y vio de inmediato dónde se hallaban los intrusos: al final del corredor había una puerta entornada, y una luz titilante brillaba a través del resquicio, proyectando sobre el negro suelo una línea dorada. Frank se fue acercando pegado a la pared, con el cayado firmemente asido. Cuando se hallaba a un metro de la entrada distinguió una estrecha franja de la estancia que había al otro lado.
Pudo ver entonces que estaba encendido el fuego en la chimenea, cosa que lo sorprendió. Se quedó inmóvil y escuchó con toda atención, porque del interior de la estancia llegaba la voz de un hombre que parecía tímido y acobardado.
—Queda un poco más en la botella, señor, si seguís hambriento.
—Luego —dijo una segunda voz. También ésta era de hombre, pero extrañamente aguda y tan iría como una repentina ráfaga de viento helado. Algo tenía aquella voz que erizó los escasos pelos de la nuca de Frank—. Acércame más al fuego, Colagusano.
Frank volvió hacia la puerta su oreja derecha, que era la buena. Oyó que posaban una botella en una superficie dura, y luego el ruido sordo que hacía un mueble pesado al ser arrastrado por el suelo. Frank vislumbró a un hombre pequeño que, de espaldas a la puerta, empujaba una butaca para acercarla a la chimenea. Vestía una capa larga y negra, y tenía la coronilla calva. Enseguida volvió a desaparecer de la vista.
—¿Dónde está Nagini ? —dijo la voz iría.
—No... no lo sé, señor —respondió temblorosa la primera voz—. Creo que ha ido a explorar la casa...
—Tendrás que ordeñarla antes de que nos retiremos a dormir, Colagusano —dijo la segunda voz—. Necesito tomar algo de alimento por la noche. El viaje me ha fatigado mucho.
Frunciendo el entrecejo, Frank acercó más la oreja buena a la puerta. Hubo una pausa, y tras ella volvió a hablar el hombre llamado Colagusano.
—Señor, ¿puedo preguntar cuánto tiempo permaneceremos aquí?
—Una semana —contestó la fría voz—. O tal vez más. Este lugar es cómodo dentro de lo que cabe, y todavía no podemos llevar a cabo el plan. Sería una locura hacer algo antes de que acaben los Mundiales de quidditch.
Frank se hurgó la oreja con uno de sus nudosos dedos. Sin duda debido a un tapón de cera, había oído la palabra «quidditch», que no existía.
—¿Los... los Mundiales de quidditch, señor? —preguntó Colagusano. Frank se hurgó aún con más fuerza—. Perdonadme, pero... no comprendo. ¿Por qué tenemos que esperar a que acaben los Mundiales?
—Porque en este mismo momento están llegando al país magos provenientes del mundo entero, idiota, y todos los mangoneadores del Ministerio de Magia estarán al acecho de cualquier signo de actividad anormal, comprobando y volviendo a comprobar la identidad de todo el mundo. Estarán obsesionados con la seguridad, para evitar que los muggles se den cuenta de algo. Por eso tenemos que esperar.
Frank desistió de intentar destaponarse el oído. Le habían llegado con toda claridad las palabras «magos», «muggles» y «Ministerio de Magia». Evidentemente, cada una de aquellas expresiones tenía un significado secreto, y Frank pensó que sólo había dos tipos de personas que hablaran en clave: los espías y los criminales. Así pues, aferró el cayado y aguzó el oído.
—¿Debo entender que Su Señoría está decidido? —preguntó Colagusano en voz baja.
—Desde luego que estoy decidido, Colagusano. —Ahora había un tono de amenaza en la iría voz.
Siguió una ligera pausa, y luego habló Colagusano. Las palabras se le amontonaron por la prisa, como si quisiera acabar de decir la frase antes de que los nervios se lo impidieran:
—Se podría hacer sin Harry Potter, señor.
Hubo otra pausa, ahora más prolongada, y luego se escuchó musitar a la segunda voz:
—¿Sin Harry Potter? Ya veo...
—¡Señor, no lo digo porque me preocupe el muchacho! —exclamó Colagusano, alzando la voz hasta convertirla en un chillido—. El chico no significa nada para mí,
¡nada en absoluto! Sólo lo digo porque si empleáramos a otro mago o bruja, el que fuera, se podría llevar a cabo con más rapidez. Si me permitierais ausentarme brevemente (ya sabéis que se me da muy bien disfrazarme), podría regresar dentro de dos días con alguien apropiado.
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