– ¿Pero para qué querría alguien parar el mundo ?
– Nadie quiere, ésa es la cosa. Nada más ocurre. Y una vez que sabes cómo es parar el mundo, te das cuenta de que hay razón para ello. Verás, una de las artes del guerrero es derribar el mundo por una razón específica y luego restaurarlo para seguir viviendo.
Le dije que tal vez la forma más segura de ayudarme sería dándome un ejemplo de razón específica para derribar el mundo.
Permaneció callado un tiempo. Parecía estar pensando qué decir.
– No puedo decirte eso -dijo-. Se necesita demasiado poder para saberlo. Algún día vivirás como guerrero, pese a ti mismo; para tal entonces habrás quizá guardado suficiente poder personal para responder tú mismo esa pregunta.
"Te he enseñado casi todo lo que un guerrero necesita conocer para lanzarse al mundo a juntar poder por sí solo. Pero sé que no puedes hacerlo y debo ser paciente contigo. Sé de plano que se necesita luchar toda una vida para estar a solas en el mundo del poder.",
Don Juan miró el cielo y las montañas. El sol ya descendía hacia el oeste y en las montañas se formaban rápidamente nubes de lluvia. Yo no sabía la hora; había olvidado dar cuerda a mi reloj. Le pregunté si podía decirme qué hora era, y tuvo tal ataque de risa que rodó de la laja y fue a parar en el matorral.
Se puso de pie y estiró los brazos, bostezando.
– Es temprano -dijo-. Debemos esperar hasta que se junte niebla en la cima de la montaña, y luego debes pararte tú solo en esta laja y agradecer a la niebla sus favores. Deja que llegue y te envuelva. Yo estaré cerca para prestar ayuda, si es necesario.
Por algún motivo, la perspectiva de quedarme a solas en la niebla me aterraba. Me sentí idiota por reaccionar de ese modo irracional.
– No puedes dejar estos montes desolados sin dar las gracias -dijo él con tono firme-. Un guerrero jamás vuelve la espalda al poder sin pagar los favores recibidos.
Se acostó bocarriba con las manos detrás de la cabeza y se cubrió el rostro con el sombrero.
– ¿Cómo he de esperar la niebla? -pregunté-. ¿Qué hago?
– ¡Escribe, -dijo a través del sombrero-. Pero no cierres los ojos ni le des la espalda.
Traté de escribir, pero no podía concentrarme. Me puse en pie y fui de un lado a otro, inquieto. Don Juan alzó su sombrero y me miró con aire de molestia.
– ¡Siéntate! -me ordenó.
Dijo que la batalla de poder todavía no terminaba, y que yo debía enseñar a mi espíritu a ser impasible. Nada de lo que hiciera debería revelar lo que en realidad sentía, a menos que deseara quedarme atrapado en esos montes.
Se sentó y movió las manos en un ademán de urgencia. Dijo que yo debía actuar como si no hubiese nada fuera de lo común, porque los sitios de poder, como ése en el que estábamos, tenían la propiedad de absorber a quien se hallaba inquieto. Y en tal forma uno podía desarrollar lazos extraños y dañinos con un lugar.
– Esos lazos lo anclan a uno a un sitio de poder, a veces por toda la vida -dijo-. Y éste no es el sitio para ti. No lo hallaste por ti mismo. Conque fájate y no pierdas los calzones.
Sus advertencias me hicieron efecto de fórmula mágica. Escribí durante horas sin interrupción.
Don Juan volvió a dormirse y no despertó hasta que la niebla estaba a unos cien metros de distancia, descendiendo de la cumbre del monte. Se puso en pie y examinó el derredor. Lo miré en torno sin volver la espalda. La niebla ya había invadido, las tierras bajas, descendiendo de las montañas a mi derecha. A mi izquierda el paisaje estaba despejado; el viento, sin embargo, parecía venir de la derecha, y empujaba la niebla a las tierras bajas como para rodearnos.
Don Juan me susurró que permaneciera impasible, parado donde me hallaba, sin cerrar los ojos, y que no debía moverme a ningún lado mientras la niebla no me rodeara por entero; sólo entonces sería posible iniciar nuestro descenso.
Se refugió al pie de unas rocas, algunos metros atrás de mí.
El silencio en aquellas montañas era algo magnífico y al mismo tiempo imponente. El suave viento que transportaba la niebla me daba la sensación de que ésta silbaba en mis oídos. Grandes trozos de niebla venían cuestabajo como conglomerados sólidos de materia blancuzca que rodaran hacia mí. Olí la niebla. Era una mezcla peculiar de olor acerbo y fragante. Y entonces me vi envuelto en ella.
Tuve la impresión de que la niebla operaba sobre mis párpados. Se sentían pesados y quise cerrar los ojos. Tenía frío. La garganta me daba comezón y quería toser, pero no me atrevía. Alcé la barbilla y estiré el cuello para disipar la tos, y al alzar la vista tuve la sensación de que podía ver concretamente el espesor del banco de niebla. Era como si mis ojos pudieran tasar el espesor atravesándolo. Los ojos empezaron a cerrárseme y no me era posible luchar contra el deseo de dormir. Sentí que en cualquier momento iba a derrumbarme por tierra. En ese instante don Juan dio un salto y me aferró por los brazos y me sacudió. El sobresalto bastó para restaurar mi lucidez.
Me susurró al oído que corriera cuestabajo lo más rápido posible. Él iría detrás porque no quería que lo aplastaran las rocas que yo echara a rodar en mi camino. Dijo que yo era el guía, pues se trataba de mi batalla de poder, y que necesitaba claridad y abandono para sacarnos de allí sanos y salvos.
– Dale -dijo en voz alta-. Si no tienes el ánimo de un guerrero, nunca saldremos de la niebla.
Titubee un momento. No estaba seguro de poder hallar el camino para bajar de esos montes.
– ¡Corre, conejo! -gritó don Juan empujándome con suavidad ladera abajo.
XIII. LA ÚLTIMA PARADA DE UN GUERRERO
Domingo, enero 28, 1962
A eso de las diez de la mañana don Juan entró en su casa. Había salido al romper el alba. Lo saludé. Chasqueó la lengua y, en son de guasa, me dio la mano y me saludó ceremoniosamente.
– Vamos a ir a un viajecito -dijo-. Vas a llevarnos a un sitio muy especial en busca de poder.
Desplegó dos redes portadoras y puso en cada una dos guajes llenos de comida, las ató con un mecate y me entregó una de ellas.
Viajamos sin prisa hacia el norte y, al cabo de unos seiscientos kilómetros dejamos la carretera panamericana y tomamos un camino de grava hacia el oeste. Mi coche parecía haber sido el único vehículo en la carretera durante varias horas. Mientras seguíamos adelante advertí que no podía ver por el parabrisas. Me esforcé desesperadamente por mirar los alrededores, pero estaba demasiado oscuro y el parabrisas se hallaba cubierto de polvo y de insectos aplastados.
Dije a don Juan que debía detenerme para limpiar mi parabrisas. Me ordenó seguir adelante aunque tuviera que ir a dos kilómetros por hora, sacando la cabeza por la ventanilla para ver adelante. Dijo que no podíamos detenernos hasta alcanzar nuestro destino.
En cierto sitio me indicó doblar a la derecha. Estaba tan oscuro y había tanto polvo que ni los faros eran mucha ayuda. Me salí del camino con gran nerviosismo. Tenía miedo de atascarme, pero la tierra estaba apretada.
Manejé unos cien metros a la menor velocidad posible, sosteniendo la puerta abierta para mirar hacia afuera. Por fin, don Juan me dijo que parara. Añadió que me había estacionado justamente detrás de una roca enorme que ocultaría mi coche a la vista.
Bajé del auto y me puse a caminar, guiado por los faros. Quería examinar el entorno porque no tenía idea de dónde estaba. Pero don Juan apagó las luces. Dijo muy alto que no había tiempo que perder, que cerrara mi coche para que nos pusiéramos en marcha.
Me entregó mi red con guajes. Estaba tan oscuro que tropecé y estuve a punto de dejarlas caer. En tono firme y suave, don Juan me ordenó tomar asiento hasta que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Pero mis ojos no eran el problema. Ya fuera del coche, podía ver bastante bien. Lo malo era un nerviosismo peculiar que me hacía actuar como si estuviese distraído. Veía todo nada más por encima.
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