Carlos Castaneda - Viaje A Ixtlán

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Este es el tercer libro de la serie de las Enseñanzas de don Juan -y según muchos de sus lectores, el mejor de la colección. Fue escrito por el autor para presentar su tesis doctoral en la universidad de UCLA, y con él obtuvo el doctorado, al mismo tiempo que un enorme reconocimiento popular tras su publicación. Este éxito catapultó sus anteriores obras, así como las que estaban por venir, a una popularidad sin precedentes, de tal forma que los libros de Castaneda podrían considerarse como uno de los iconos culturales del siglo XX. Emplazados en el plano de la realidad mágica -entre las enseñanzas y la alegoría-, y haciendo gala de una enorme habilidad para la narración, los libros de esta serie han cautivado a toda una generación de personas que buscaban una renovación de enseñanzas espirituales, y que quedaron fascinadas por el acopio de sagaces conversaciones que brotaban del encuentro entre un joven antropólogo deseoso de conocer las plantas visionarias, y un enigmático indio yaqui -la fuente de los desvelos de Castaneda-.
Es por el ánimo de formar parte de una tesis doctoral que Viaje a Ixtlán retoma el encuentro entre el autor y don Juan desde su inicio, pero con la suficiente habilidad como para contar nuevas historias y ver lo sucedido desde un distinto ángulo, hecho que convierte el libro en perfectamente válido para las personas que conozcan las anteriores entregas de la serie. Esto, unido a la amenidad de los relatos y la excepcional capacidad del autor para describir situaciones y adentrarse en estados de ánimo propios y ajenos, convierten este libro en uno de los relatos más atractivos de la literatura espiritual y popular de los últimos tiempos. De hecho, una de las características de estos libros es la facilidad con la que el lector se identifica con el personaje encarnado por el autor, participando de las enseñanzas y contrastando sus estados de ánimo con lo que va aconteciendo en los libros.
En relación a las plantas maestras -como el peyote o el honguito-, Castaneda inicia en este libro un suave distanciamiento, reconociendo en la introducción que Don Juan le había contado que los alucinógenos eran sólo uno de los posibles caminos para adentrarse en el arte de percibir la realidad desde un ángulo distinto al habitual. Así, las enseñanzas expuestas en este volumen cuentan con menos relaciones de viajes enteogénicos, y toman un sendero más poético y espiritual, con la narración de un diálogo más completo entre alumno y maestro. Así, en estas conversaciones, nos enfrentamos al camino y a la mística del guerrero, y a la estrategia del cazador -el ser humano que vive sin rutinas, imprevisible para las acepciones de los demás, fluyendo con el momento (hay quien ha querido ver en esto paralelismos con las enseñanzas orientales del zen, y de hecho existe un libro que analiza estas similitudes). El cenit de estas enseñanzas es el arte de parar el mundo, que le conduce nuestro autor a Ixtlán: un aprendizaje para concebir el acontecer como una emanación de espíritu y no como un juego de la materia (que es como nuestra mente representa al mundo).

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– No, ésa no es preocupación para un guerrero. Es preocupación para ti porque tú no tienes poder. Un guerrero, en cambio, está guiado por su empeño inflexible y puede alejar cualquier cosa. Ninguna rata, ni serpiente, ni puma podría molestarlo.

– ¿Para qué se entierran, don Juan?

– Para recibir instrucción y para ganar poder.

Experimenté un sentimiento extremadamente agradable de paz y satisfacción; el mundo en aquel momento parecía en calma. La quietud era exquisita y al mismo tiempo enervante. No me hallaba acostumbrado a ese tipo de silencio. Traté de hablar, pero don Juan me calló. Tras un rato, la tranquilidad del sitio afectó mi estado de ánimo. Me puse a pensar en mi vida y en mi historia personal y experimenté una familiar sensación de tristeza y remordimiento. Dije a don Juan que yo no merecía estar allí, que su mundo era fuerte y bello y yo era débil, y que mi espíritu había sido deformado por las circunstancias de mi vida.

Él rió y amenazó con cubrirme la cabeza con tierra si seguía hablando en esa vena. Dijo que yo era un hombre. Y como cualquier hombre, merecía todo lo que era la suerte de los hombres: alegría, dolor, tristeza y lucha, y la naturaleza de nuestros actos carecía de importancia siempre y cuando actuáramos como guerreros.

Bajando la voz casi hasta un susurro, dijo que, si en verdad sentía yo que mi espíritu estaba deformado, simplemente debía componerlo -purificarlo, hacerlo perfecto- porque en toda nuestra vida no había otra tarea más digna de emprenderse. No arreglar el espíritu era buscar la muerte, y eso era igual que no buscar nada, pues la muerte nos iba a alcanzar de cualquier manera.

Hizo una larga pausa y luego dijo, con un tono de profunda convicción:

– Buscar la perfección del espíritu del guerrero es la única tarea digna de nuestra hombría.

Sus palabras actuaron como un catalizador. Sentí el peso de mis acciones pasadas como una carga insoportable y estorbosa. Admití que no había esperanza para mí. Empecé a llorar, hablando de mi vida. Dije que llevaba tanto tiempo de andar errante que me había encallecido al dolor y a la tristeza, excepto en ciertas ocasiones en las que me daba cuenta de mi soledad y de mi impotencia.

Don Juan no dijo nada. Me tomó por los sobacos y me sacó a rastras de la jaula. Me senté al verme libre. Él también tomó asiento. Un silencio incómodo se ahondó entre nosotros. Pensé que me estaba dando tiempo de recobrar la compostura. Tomé mi cuaderno y, por nerviosismo, me puse a garabatear.

– Te sientes como una hoja a merced del viento, ¿no? -dijo al fin, mirándome.

Así me sentía exactamente. Don Juan parecía compenetrado de mis sentimientos. Dijo que mi estado de ánimo le recordaba una canción y empezó a cantarla en tono bajo; su voz cantante era muy agradable y la letra me arrebató: "Qué lejos estoy del suelo donde he nacido. Inmensa nostalgia invade mi pensamiento. Al verme tan solo y triste cual hoja al viento, quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento."

Callamos largo rato. Finalmente, él rompió el silencio.

– Desde el día en que naciste, de una forma u otra, alguien te ha estado haciendo algo -dijo.

– Eso es correcto -dije.

– Y te han estado haciendo algo en contra de tu voluntad.

– Cierto.

– Y ahora estás desamparado, cual hoja al viento.

– Correcto. Así es.

Dije que las circunstancias de mi vida habían sido, a veces, devastadoras. Él escuchó con atención, pero no pude saber si sólo lo hacía por amabilidad, o si estaba genuinamente preocupado, hasta que lo sorprendí tratando de esconder una sonrisa.

– Por mucho que te guste compadecerte a ti mismo, tienes que cambiar eso -dijo con voz suave-. No encaja con la vida de un guerrero.

Rió y cantó nuevamente la canción, pero contorsionando la entonación de ciertas palabras; el resultado fue un lamento risible. Señaló que el motivo de que me gustara la canción era que en mi propia vida yo no había hecho sino lamentarme y hallar defectos en todo. No pude discutir con él. Estaba en lo cierto. Sin embargo, yo creía tener motivos suficientes para justificar mi sentimiento de ser como una hoja al viento.

– Lo más difícil en este mundo es adoptar el ánimo de un guerrero -dijo él-. De nada sirve estar triste y quejarse y sentirse justificado de hacerlo, creyendo que alguien nos está siempre haciendo algo. Nadie le está haciendo nada a nadie, mucho menos a un guerrero.

"Tú estás aquí, conmigo, porque quieres estar aquí. Ya deberías haber asumido la responsabilidad completa, y la idea de que estás a merced del viento debería ser inadmisible."

Se puso de pie y empezó a desarmar la jaula. Volvió a poner la tierra en donde la había tomado, y cuidadosamente esparció las ramas en el chaparral. Luego cubrió con desechos el círculo limpio, dejando el área como si nada la hubiese tocado jamás.

Comenté su eficacia. Dijo que un buen cazador sabría que habíamos estado allí por más cuidado que él tuviese, porque las huellas de los hombres no pueden borrarse por entero.

Tomó asiento con las piernas cruzadas y me indicó sentarme lo más cómodo posible, dando la cara al sitio donde me había enterrado, y quedarme quieto hasta que mi ánimo de tristeza se hubiera disipado.

– Un guerrero se entierra para hallar poder, no para llorar de pena -dijo.

Intenté explicar, pero él me detuvo con un movimiento impaciente de cabeza. Dijo que había tenido que sacarme aprisa de la jaula porque mi ánimo era intolerable y él temió que el sitio resintiese mi debilidad y me hiciera daño.

La pena no encaja con el poder -dijo-. El ánimo de un guerrero implica que el guerrero se controla y al mismo tiempo se abandona.

– ¿Cómo puede ser? -pregunté-. ¿Cómo se puede dominar y abandonar al mismo tiempo?

– Es una técnica difícil -dijo.

Pareció cavilar si debería seguir hablando o no. Dos veces estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo y sonrió.

– Todavía no te sobrepones a tu tristeza -dijo-. Todavía te sientes débil y no tiene caso hablar ahora del ánimo de un guerrero.

Casi una hora transcurrió en completo silencio. Luego, don Juan me preguntó de buenas a primeras si había yo logrado aprender las técnicas de "soñar" que él me enseñó. Yo había practicado asiduamente y, tras un esfuerzo monumental, pude obtener cierto grado de control sobre mis sueños. Don Juan tenía mucha razón al decir que los ejercicios podían tomarse como diversión. Por primera vez en mi vida, esperaba yo con ansia la hora de dormir.

Le di un detallado reporte de mi progreso.

Aprender a sostener la imagen de mis manos había sido relativamente fácil una vez que aprendía darme la orden de mirarlas. Mis visiones, aunque no siempre eran de mis propias manos, duraban un tiempo aparentemente largo, hasta que terminaba por perder el control y sumergirme en sueños comunes, imprevisibles. Yo carecía de toda volición con respecto al momento en que me daba la orden de mirar mis manos, o de mirar otros elementos del sueño. Simplemente sucedía. En determinado instante recordaba que debía mirarme las manos y después ver el entorno. Sin embargo, había noches en las que no tenía memoria de haberlo hecho.

Don Juan pareció satisfecho y quiso saber cuáles eran los elementos habituales que yo había estado hallando en mis visiones. No se me ocurrió alguno en particular, y empecé a elaborar sobre un sueño pesadillesco que había tenido la noche anterior.

– Uy, ya te estás haciendo el loco -dijo con sequedad.

Le dije que estaba anotando todos los detalles de mis sueños. Desde que había empezado la práctica de mirarme las manos, mis sueños habían adquirido mucha intensidad y mi capacidad de evocarlos había aumentado hasta el punto de que me era posible recordar detalles minúsculos. Él dijo que fijarse en eso era una pérdida de tiempo, porque los detalles y la vividez no tenían ninguna importancia.

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