Carlos Castaneda - Una Realidad Aparte

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En estas nuevas conversaciones con su maestro, el brujo yaqui Juan Matus, Carlos Castaneda reanuda su pugna por asimilar el conocimiento arcaico que hace del mundo un lugar pletórico de maravillas y misterios, poblado por entidades extrañas -imágenes arquetípicas, concreciones de energía telúrica-, y que permite al iniciado vivir una vida verdadera y ganar poder sobre las cosas. La batalla del aprendiz es doble, pues además de enfrentar peligros mortales en sus contactos con la 'otra' realidad debe vencerse a sí mismo y superar moldes de pensamiento inculcados desde la infancia. Pasado el estupor de la primera inmersión en lo desconocido, narrada en 'Las enseñanzas de don Juan', este segundo aspecto de la lucha crece en importancia; el relato se vuelve más personal, más inmediato, y se amplía también la visión del ámbito social en el que don Juan se mueve.

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Allí nos encontramos con otro grupo. Don Juan entró, pero me indicó permanecer junto a la puerta. Miré adentro y vi a un indio viejo, como de la edad de don Juan, sentado en un banco de madera.

No acababa de anochecer. Un grupo de indios e indias jóvenes rodeaba de pie, en silencio, un viejo camión estacionado frente a la casa. Les hablé en español, pero deliberadamente evitaron responderme; las mujeres sofocaban risas cada vez que yo decía algo y los hombres sonreían corteses y hurtaban los ojos. Era como si no me entendieran, pero yo estaba seguro de que todos sabían español porque los había oído hablar entre si.

Tras un rato, don Juan y el otro anciano salieron y subieron en el camión, junto al conductor. Esa parecía ser una señal para que todos treparan en la plataforma del vehículo. No había tablas a los lados, y cuando el camión se puso en marcha nos agarramos a una larga cuerda atada a unos ganchos en el chasis.

El camión avanzaba despacio por el camino de tierra. En cierto punto, al llegar a una cuesta muy empinada, se detuvo y todos bajamos para caminar tras él; luego dos jóvenes saltaron de nuevo a la plataforma y se sentaron en el borde sin usar la cuerda. Las mujeres reían y los animaban a mantener su precaria posición. Don Juan y el anciano, a quien llamaban don Silvio, caminaban juntos y no parecían interesarse en el histrionismo de los jóvenes. Cuando el camino se niveló, todo el mundo volvió a subir en el camión.

Viajamos cerca de una hora. El piso era extremadamente duro e incómodo, así que me puse en pie y me sostuve del techo de la casilla: viajé en esa forma hasta que nos detuvimos frente a un grupo de chozas. Había allí más gente; ya estaba muy oscuro y yo sólo podía ver unas cuantas personas en la opaca luz amarillenta de una linterna de petróleo colgada junto a una puerta abierta.

Todos descendieron del camión y se mezclaron con la gente en las casas. Don Juan volvió a indicarme que permaneciese afuera. Me incliné contra el guardafango delantero del camión y tras uno o dos minutos se me unieron tres jóvenes. Había conocido a uno de ellos cuatro años antes, en un mitote. Me abrazó asiendo mis antebrazos.

– Estás muy bien -me susurró en español.

Nos quedamos quietos junto al camión. Era una noche cálida, con viento. Cerca podía oírse el suave retumbar de un arroyo. Mi amigo me preguntó, en un susurro, si tenía yo cigarros. Pasé una cajetilla. Al resplandor de los cigarros miré mi reloj. Eran las nueve.

Al rato, un grupo de gente emergió de la casa y los tres jóvenes se alejaron. Don Juan vino a decirme que había explicado mi presencia a satisfacción de todos y que estaba yo invitado a servir agua en el mitote. Dijo que nos iríamos en el acto.

Un grupo de diez mujeres y once hombres dejó la casa. El cabecilla de la partida era bastante fornido; tendría quizás alrededor de cincuenta y cinco años. Lo llamaban "Mocho". Daba pasos firmes, ágiles. Llevaba una lámpara de petróleo y al caminar la agitaba de lado a lado. En un principio pensé que la movía al azar, pero luego descubrí que lo hacía para marcar un obstáculo o un pasaje difícil en el camino. Anduvimos más de una hora. Las mujeres charlaban y reían suavemente de tiempo en tiempo. Don Juan y el otro anciano iban al principio de la fila; yo la cerraba. Mantenía los ojos en el suelo, tratando de ver por dónde caminaba.

Habían pasado cuatro años desde que don Juan y yo habíamos andado de noche en los cerros, y yo había perdido mucha destreza física. Tropezaba de continuo, e involuntariamente pateaba piedras. Mis rodillas carecían de flexibilidad; el camino parecía alzarse hacia mí en los sitios altos, o ceder bajo mis pies en los bajos. Era yo quien más ruido hacía al caminar, y eso me convertía en bufón involuntario. Alguien del grupo decía "aaay" cada vez que yo tropezaba, y todos reían. En cierto momento, una de las piedras que pateé golpeó el talón de una mujer y ella dijo en voz alta, para deleite general: "¡Denle una vela a ese pobre muchacho!" Pero la mortificación culminante fue cuando tropecé y tuve que asirme a la persona frente a mí; el hombre casi perdió el equilibrio a causa de mi peso y soltó, adrede, un grito fuera de toda proporción. Todo el mundo rió tan fuerte que el grupo tuvo que detenerse un rato.

En determinado momento, el hombre que guiaba movió la lámpara hacia arriba y hacia abajo. Esa parecía ser la señal de que habíamos llegado a nuestro destino. Hacia mi izquierda, a corta distancia, se vislumbraba la silueta oscura de una casa baja. El grupo se dispersó en distintas direcciones. Busqué a don Juan. Era difícil hallarlo en las tinieblas. Trastabillé ruidosamente durante un rato antes de advertir que se hallaba sentado en una roca.

Volvió a decirme que mi deber era llevar agua para los hombres que participarían. Años antes me había enseñado el procedimiento, pero insistió en refrescar mi memoria y me lo enseñó de nuevo.

Después fuimos atrás de la casa, donde todos los hombres se habían reunido. Ardía un fuego. A unos cinco metros de la hoguera había un área despejada cubierta de petates. Mocho, el hombre que nos guió, fue el primero en sentarse en uno de ellos; noté que le faltaba el borde superior de la oreja izquierda, lo cual explicaba su apodo. Don Silvio tomó asiento a su derecha y don Juan a su izquierda. Mocho se hallaba encarando el fuego. Un joven se acercó y puso frente a él una canasta plana con botones de peyote; luego tomó asiento entre Mocho y don Silvio, Otro joven trajo dos canastas pequeñas y las puso junto a los botones para luego sentarse entre Mocho y don Juan. Los otros dos jóvenes flanquearon a don Silvio y a don Juan, cerrando un círculo de siete personas. Las mujeres se quedaron dentro de la casa. Dos jóvenes estaban a cargo de mantener el fuego ardiendo toda la noche, y un adolescente y yo guardábamos el agua que se daría a los siete participantes tras su ritual de toda la noche. El muchacho y yo nos sentamos junto a una roca. El fuego y el receptáculo con agua se hallaban en lados opuestos y a igual distancia del círculo de participantes.

Mocho, el cabecilla, cantó su canción de peyote; tenía los ojos cerrados; su cuerpo se meneaba hacia arriba y hacia abajo. La canción era muy larga. No comprendí el idioma. Después todos ellos, uno por uno, cantaron sus canciones de peyote. No parecían seguir ningún orden preconcebido. Aparentemente cantaban cuando tenían ganas de hacerlo. Luego Mocho sostuvo la canasta con botones de peyote, tomó dos y volvió a dejarla en el centro del círculo; don Silvio fue el siguiente y después don Juan. Los cuatro jóvenes, que parecían formar una unidad aparte, tomaron cada uno dos botones de peyote, siguiendo una dirección contraria a la de las manecillas del reloj.

Cada uno de los siete participantes cantó y comió dos botones de peyote cuatro veces consecutivas; luego pasaron las otras dos canastas, que contenían fruta y carne seca.

Repitieron este ciclo varias veces durante la noche, pero no me fue posible detectar ningún orden subyacente en sus movimientos individuales. No hablaban entre sí; más bien parecían hallarse solos y ensimismados. Ni siquiera una vez vi que alguno de ellos prestara atención a lo que hacían los demás.

Antes del amanecer se levantaron, y el muchacho y yo les dimos agua. Después, caminé por los alrededores para orientarme. La casa era una choza de una sola habitación, una construcción de adobe de poca altura y techo de paja. El paisaje en torno era bastante opresivo. La choza estaba situada en una llanura áspera con vegetación mezclada. Arbustos y cactos crecían juntos, pero no había árboles en absoluto. No me dieron ganas de aventurarme más allá de la casa.

Las mujeres se marcharon en el curso de la mañana. Silenciosamente, los hombres se desplazaban por el área circunvecina a la casa. A eso del mediodía, todos nos sentamos de nuevo en el mismo orden que la noche anterior. Se pasó una canasta con trozos de carne seca cortados al tamaño de un botón de peyote. Algunos de los hombres cantaron sus canciones de peyote. Después de una hora o algo así, todos se levantaron y tomaron direcciones distintas.

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