Ayn Rand - Los que vivimos

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– A propósito de la eficiencia de la producción, camarada, estoy seguro de que en los países capitalistas… en… en… -¿Qué hay con los países capitalistas, camarada Morozov?

Morozov dio un salto para apoderarse del pedazo de papel, pero Timoshenko anduvo más listo y le agarró la muñeca con unos dedos que parecían de hierro. Los dos se agacharon a la vez y, a gatas, se miraron con unos ojos que parecían los de dos rieras antes de un combate a muerte. Luego la mano libre de Timoshenko se apoderó del papel, y el marinero se puso lentamente en pie, dejando a Morozov. Se sentó ante la mesa y leyó la carta mientras Morozov, todavía en pie, le miraba con igual expresión que la del reo que aguarda la sentencia de muerte.

Morozov, maldito sinvergüenza:

Si antes de mañana por la mañana no vienes a traerme lo que

me debes, desayunareis en la G. P. U. Ya sabes lo que significa

esto.

Tuyo afectísimo,

Pavel Syerov

Morozov estaba también sentado a la mesa cuando Timoshenko levantó los ojos del papel. Timoshenko se rió como Morozov no había nunca oído reír a nadie.

Timoshenko se levantó lentamente sin dejar de reírse. Su vientre oscilaba lo mismo que el cuello de piel de conejo apolillada y que los duros tendones de su cuello desnudo. Vacilaba un poco y sostenía la cara con las dos manos. Luego la risa murió en sus labios poco a poco, suavemente, como un disco de gramófono que, al soltarse un resorte, se reduce a una sola nota baja y entrecortada. Se metió la carta en el bolsillo y se volvió lentamente, encorvando los hombres y moviéndose con dificultad. Arrastrando los pies, se dirigió hacia la puerta. El gerente le miró con aire de sospecha, pero la mirada que Timoshenko le devolvió era muy amable.

Morozov permaneció sentado ante su mesa; una de sus manos se había quedado inmóvil en el aire, en una posición absurda como la de una mano paralítica. Oyó desvanecerse por la escalera la risa de Timoshenko, aquella risa que le recordaba un acceso de tos, el ladrido de un perro y el sollozo de un hombre. De un salto se puso en pie. -¡Dios mío! -exclamó-. ¡Dios mío!

Y echó a correr, olvidando el sombrero y el abrigo, escalera abajo, hasta salir a la nieve. Pero en la ancha calle silenciosa no se veía ni rastro de Timoshenko.

Morozov no envió el dinero a Syerov, ni acudió a su oficina del Trust de la Alimentación. Se quedó en casa toda la mañana y toda la tarde, encerrado en su cuarto, bebiendo vodka. Cuando oía el timbre del teléfono o el de la puerta, se acurrucaba, hundiendo la cabeza entre los hombros y mordiéndose las uñas. Pero no sucedió nada.

A la hora de comer, Antonina Pavlovna le dejó el diario de la noche y se lo arrojó gritando: -¿Qué diablos te sucede hoy? Morozov abrió el periódico. En la primera página leyó:

En el pueblo de Vasilkino, provincia de Kama, los campesinos, arrastrados por los elementos acaparadores y antirrevolucionarios, han incendiado el local del Círculo Carlos Marx. Los cadáveres del presidente y el secretario del Centro, cantaradas procedentes de Moscú, aparecieron carbonizados entre los escombros. Una sección de la G. P. U. ha salido para Vasilkino.

En el pueblo de Sverskoe fueron detenidos anoche veinticinco campesinos por el asesinato del corresponsal del Partido en el pueblo, un joven camarada del Sindicato comunista de Periodis tas de Samara. Los detenidos se negaron a confesar el nombre del asesino.

En la última página del diario había un breve entrefilete:

A primeras horas de esta mañana se encontró en el hielo, bajo uno de los puentes que cruzan el canal Obukhobsky, el cadáver de Stepan Timoshenko, ex marinero de la flota del Báltico. El cama rada Timoshenko se había dado muerte de un tiro de revólver en la boca. Sobre el cadáver no se encontró otro documento que su carnet del Partido. Hasta aquí se ignoran las razones de su desesperada determinación.

Morozov se enjugó la frente, como si le hubieran librado de un nudo corredizo que le hubiera estado apretando la garganta, y se bebió dos vasos de vodka.

Cuando poco rato después sonó el teléfono, se puso al habla con aire decidido, y Antonina Pavlovna se asombró viéndole sonreír. -¿Morozov…? -murmuró en el otro extremo del hilo una voz ahogada.

– ¿Es usted, Pavlusha? -dijo Morozov-. Óigame, querido amigo. Lo siento mucho, pero hasta hoy no he podido disponer del dinero…

– No se trata del dinero, ahora -masculló Syerov-. Óyeme. Ayer te dejé una esquela.

– Sí. Lo merecía y…

– ¿La destruíste?

– ¿Por qué?

– Oh, por nada… pero ya comprendes que… en fin. ¿La destruíste, sí o no?

Morozov miró al diario, sonrió siniestramente y respondió:

– Desde luego, la destruí. No tiene usted que pensar más en ella.

Durante toda la noche no soltó el periódico.

– ¡Qué tonto! -murmuró una vez, con tal expresión que Antonina Pavlovna le miró con aire interrogativo, adelantando la barbilla-. ¡Qué tonto! ¡La perdió! ¡Dios sabe por dónde anduvo toda la noche, el muy imbécil, y la perdió!

Morozov ignoraba que Stepan Timoshenko, al regresar a su casa, se había sentado ante una vacilante mesa y, penosamente, había logrado escribir sobre un pedazo de papel de envolver, a la moribunda luz de una bujía encajada en el gollete de una botella, verde, una carta que luego había doblado cuidadosamente y metido en un sobre junto con un arrugado pedazo de papel; que había escrito en el sobre las señas de Andrei Taganov y que luego, con paso seguro, había vuelto a salir de casa y había echado la carta al correo. Aquella carta decía:

Querido amigo Andrei, te prometí decirte adiós y dejarte un re cuerdo: ahí está. No es exactamente lo que te prometí, pero espero que me perdones. Estoy harto de ver lo que veo y no puedo resis tirlo más. A ti, como único heredero mío, te dejo la carta que en contrarás adjunta. Ya sé que es una herencia difícil, pero tengo la esperanza de que no me seguirás… demasiado pronto.

Tu amigo,

Stepan Timoshenko.

Capítulo once

Pavel Syerov estaba sentado ante su escritorio; en la oficina, corrigiendo la copia mecanografiada de su último discurso acerca de "los ferrocarriles en la lucha de clases". Su secretaria estaba de pie junto a la mesa, observando ansiosamente el lápiz que Pavel tenía en la mano. La ventana de la oficina daba a una de las naves laterales de la estación. Syerov levantó la cabeza, y alcanzó todavía a ver una alta figura en chaqueta de cuero que desaparecía a lo largo de las vías. Se asomó a la ventana, pero ya no vio a nadie.

– ¿Ha visto usted a aquel hombre? -preguntó con brusquedad a su secretaria.

– No, camarada Syerov, ¿dónde?

– No importa… no importa. Me había parecido reconocerle. No entiendo qué puede estar haciendo por aquí.

Una hora más tarde Pavel salió de la oficina, y bajó la escalera masticando semillas de girasol y escupiendo las cascaras por el suelo. Al salir a la calle volvió a ver al hombre de la chaqueta de cuero y comprendió que no se había equivocado en su impresión anterior: aquel hombre era Andrei Taganov.

Syerov se detuvo, escupió la última cascara y luego, frunciendo el ceño, echó de nuevo a andar, poco a poco, hacia Andrei.

– Buenas tardes, camarada Taganov -le dijo.

– Buenas tardes, camarada Syerov.

– ¿Piensas hacer algún viajecito?

– No.

– ¿Quizá te han trasladado a la Sección de Transportes de la G.P.U.? -No.

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