Carlos Castaneda - El Lado Activo Del Infinito

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El Lado Activo Del Infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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"Generalmente los eventos que cambian el curso de nuestra senda son asuntos impersonales que, sin embargo, son extremadamente personales".
Esto fue lo que don Juan le señaló a Carlos Castaneda mientras lo iba guiando para cumplir con una tarea de chamán: formar una colección a la que don Juan llamaba un álbum de eventos memorables – los acontecimientos que cambiaron su vida y los sucesos que iluminaron su senda.
"Los eventos memorables del álbum de un chamán son asuntos que resisten la prueba del tiempo", don Juan le indica a su discípulo, "ya que nada tienen que ver con él y, no obstante, él está inmerso en ellos. Siempre lo estará, por el resto de su vida, y tal vez aún más allá, pero de una manera no del todo personal".
Este es el álbum de eventos memorables de Carlos Castaneda, historias que sorprenderán, sacudirán e iluminarán con su belleza. Nos acercarán como nunca antes a Carlos Castaneda, el hombre, y a su lucha épica por encontrarle sentido – y trascender- a toda una vida.
"Don Juan describió la meta total del conocimiento chamanico que él manejaba, como la preparación para encarar el viaje definitivo: un viaje que cada ser humano tiene que emprender al final de su vida. Señaló que cuando el hombre moderno se refiere vagamente a algo que denomina la vida después de la muerte, esto mismo era, para aquellos chamanes, una región concreta llena hasta el tope con asuntos prácticos de un orden distinto a los asuntos prácticos de la vida cotidiana. Sin embargo, ambos tienen una funcionalidad práctica similar. Para los chamanes, coleccionar los eventos memorables de sus propias vidas era una entrada a esa región concreta, a la que se referían como el lado activo del infinito".

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Sho Velez hizo una mueca. La comprendí como una mueca de alegría porque iba con él, no porque él había conseguido convencerme. Expresó ese sentimiento en su siguiente frase:

– Sé que si tú me acompañas voy a sobrevivir.

No me importaba que sobreviviera Sho Velez o no. Lo que me había galvanizado era su valor. Sabía que Sho Velez tenía tripas de acero para hacer lo que decía. Él y Pastor Loco eran los únicos del pueblo con tripas de acero. Los dos poseían algo que yo consideraba único y desconocido: valor. Nadie más en el pueblo lo tenía. Los había puesto a todos a prueba. A mi manera de ver, todos estaban muertos, incluyendo el amor de mi vida, mi abuelo. Sabía esto sin duda alguna a la edad de diez años. La valentía de Sho Velez fue una comprensión abrumadora para mí. Quería estar con él hasta el fin, fuera como fuera.

Hicimos planes para encontrarnos al primer rayo, que es lo que hicimos, y los dos cargamos la ligera balsa de su padre por cuatro o cinco kilómetros fuera del pueblo, a unas montañas bajas y verdes a la entrada de la cueva, donde el río se volvía subterráneo. El olor a guano era insoportable. Nos subimos a la balsa y empujamos dentro de la corriente. La balsa llevaba linternas eléctricas que tuvimos que encender inmediatamente. Dentro de la montaña todo era negrura, y estaba húmedo y caluroso. La profundidad del agua era suficiente para que la balsa flotara, y la corriente bastante rápida para no tener que remar.

Las linternas creaban sombras grotescas. Sho Velez me susurró al oído que lo mejor sería no ver porque era más que aterrador. Tenía razón; era nauseabundo, opresivo. Las luces despertaron a los murciélagos, que comenzaron a volar alrededor de nosotros, aleteando caóticamente. Al penetrar más profundamente en la cueva, ya ni había murciélagos, sólo un pesado aire fétido, difícil de respirar. Después de lo que me parecieron horas, llegamos a una especie de estanque de gran profundidad; casi no se movía. Parecía como si la corriente mayor hubiera sido represada.

– Estamos atascados -me susurró de nuevo Sho Velez al oído-. No hay manera de que pase la balsa, y no hay manera de regresar.

La corriente estaba demasiado fuerte para intentar un viaje de regreso. Decidimos que teníamos que encontrar salida. Me di cuenta de que si nos parábamos encima de la balsa podíamos alcanzar el techo de la cueva, lo cual significaba que el agua estaba represada casi hasta el techo. La entrada se parecía a una catedral, y tenía unos quince metros de tamaño. Mi conclusión fue que estábamos encima de un estanque como de quince metros de profundidad.

Atamos la balsa a una roca y empezamos a nadar hacia abajo, buscando movimiento de agua, una corriente. Todo estaba húmedo y caluroso en la superficie, pero muy frío hacia abajo. Mi cuerpo sintió el cambio de temperatura y me asusté, un extraño terror animal que nunca había experimentado. Sho Velez debió haber sentido lo mismo. Chocamos al llegar a la superficie.

– Creo que nos acercarnos a la muerte -me dijo con solemnidad.

No compartía yo ni su solemnidad ni su deseo de morir. Frenéticamente, busqué una apertura. Las aguas de las inundaciones debían haber llevado rocas que formaron la represa. Encontré un agujero de suficiente apertura para que pasara mi cuerpo de diez años. Agarré a Sho Velez y se lo mostré. Era imposible que pasara por allí la balsa. Sacamos la ropa de la balsa, la hicimos una bola y nadamos hacia abajo cargándola hasta que volvimos a encontrar el agujero y pasamos por él.

Terminamos en un tobogán de agua, como los que hay en los parques de diversión. Rocas cubiertas de alga y musgo nos permitieron deslizarnos por una enorme distancia sin hacernos daño. Entonces llegamos a una cueva como catedral, donde continuaba fluyendo el agua hasta el nivel de la cintura. Vimos la luz del cielo al final de la cueva y salimos a pie. Sin decir ni una palabra, extendimos la ropa al sol para que se secara, y regresamos al pueblo. Sho Velez estaba casi inconsolable por haber perdido la balsa de su padre.

– Mi padre hubiera muerto allí -reconoció finalmente-. Su cuerpo nunca hubiera podido pasar por el agujero por donde pasamos nosotros. Es demasiado grande. Mi padre es un hombre gordo y grande -dijo-. Pero hubiera sido suficientemente fuerte para volver caminando a la entrada.

Lo dudaba. Mi recuerdo era que por momentos, a causa de la inclinación, la corriente era brutalmente fuerte. Reconocí que, posiblemente, un hombre grande y desesperado podría haber caminado hacia fuera finalmente con la ayuda de cables y un gran esfuerzo.

La cuestión de si el padre de Sho Velez hubiera muerto allí o no no se resolvió entonces, pero no me importaba. Lo que me importó por primera vez en mi vida, es que sentí el veneno de la envidia. Sho Velez era la primera persona a quien había envidiado yo en toda mi vida. Él tenía alguien por quien dar la vida y me había comprobado que lo haría. Yo no tenía a nadie, y no había comprobado nada.

De forma simbólica, le otorgué todos los laureles a Sho Velez. Su triunfo era total. Yo me retiré. Ése era su pueblo, ésa era su gente, y él era el mejor de todos ellos. Cuando nos despedimos ese día, di voz a una banalidad que resultó ser la profunda verdad cuando dije:

– Sé el rey de todos ellos, Sho Velez. Eres el mejor.

Nunca volví a hablar con él. A propósito terminé con nuestra amistad. Sentía que era el único gesto con que podía demostrar cuán profundamente él me había afectado.

Don Juan creía que mi deuda con Sho Velez era imperecedera porque él era el único que me había enseñado que tenemos que tener algo por qué morir antes de pensar que tenemos algo por qué vivir.

– Si no tienes nada por qué morir -me dijo don Juan una vez-, ¿cómo puedes sostener que tienes algo por qué vivir? Los dos van mano a mano y la muerte lleva el timón.

La tercera persona con quien don Juan pensaba que estaba yo endeudado más alla de mi vida y mi muerte era mi abuela por parte de mi madre. En mi afecto ciego por mi abuelo, el macho, me había olvidado de que la verdadera fuente de fuerza en esa casa era mi muy excéntrica abuela.

Muchos años antes de que yo llegara a su casa, ella había salvado de ser linchado a un indio del lugar. Lo habían acusado de ser brujo. Unos jóvenes coléricos ya lo tenían colgado de un árbol del terreno de mi abuela. Ella los vio y los paró. Todos los linchadores, al parecer, eran sus ahijados y no se hubieran atrevido a desafiarla. Bajó al hombre y lo llevó a casa a curarle las heridas. La soga ya le había dejado una profunda herida en el cuello.

Se sanó de sus heridas pero nunca dejó a mi abuela. Sostenía que su vida terminó el día del linchamiento y que cualquier nueva vida que tenía ya no era de él; le pertenecía a ella. Como hombre de palabra, dedicó su vida a servir a mi abuela. Era su camarero, su mayordomo, su consejero. Mis tías decían que él le había aconsejado a mi abuela que recogiera como suyo a un huérfano recién nacido y a criarlo como su propio hijo, algo que resentían amargamente.

Cuando llegué a la casa de mis abuelos, el hijo adoptivo de mi abuela ya lindaba en los finales de los treinta. Lo había mandado a estudiar a Francia. Una tarde, inesperadamente, un hombre recio, sumamente elegante, se bajó de un taxi delante de la casa. El chófer llevó sus maletas de piel al patio. El hombre recio le dio una buena propina. Me fijé de inmediato que las facciones del hombre recio eran de gran atractivo. Tenía pelo rizado y largo, las pestañas rizadas. Era muy guapo sin ser físicamente bello. Su mejor característica, sin embargo, era su radiante sonrisa abierta con que se dirigió a mí.

– ¿Puedo saber su nombre, joven? -me dijo con la voz de actor de teatro más bella que jamás había escuchado.

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