Me hallaba tan completamente inmerso en la escena del ensoñar , que me había olvidado de que estaba ensoñando . Una repentina presión en el brazo me lo recordó. Sentí la presencia de la Gorda junto a mí, pero sin verla. Se hallaba allí sólo como un contacto, una sensación táctil en mi antebrazo. En esto concentré mi atención, alguien me tenía fuertemente agarrado; después la Gorda me materializó como una persona completa, como si estuviera hecha de cuadros sobreimpuestos de una película cinematográfica. La escena de ensoñar se disolvió. En vez de eso, la Gorda y yo nos mirábamos el uno al otro con los antebrazos entrecruzados.
Al unísono, de nuevo concentramos nuestra atención en la escena que habíamos estado presenciando. En ese momento supe, sin duda alguna, que habíamos observado la misma escena. Ahora don Juan decía algo a la Gorda, pero yo no podía oírlo. Mi atención era llevada de un lado a otro entre el tercer estado de ensoñar , contemplación pasiva , y la segunda, vigilia dinámica . En un momento yo estaba con don Juan, con una Gorda obesa y las dieciséis personas, y el siguiente instante me hallaba con la Gorda de siempre contemplando una escena congelada.
Entonces una drástica sacudida en mi cuerpo me condujo a otro nivel más de atención: sentí algo como el chasquido de un trozo seco de madera al romperse, y me encontré en el primer estado de ensoñar , vigilia en reposo . Me hallaba dormido y, no obstante, enteramente consciente. Yo quería permanecer lo más posible en ese estado apacible, pero otra sacudida me hizo despertar al instante. Era el impacto intelectual de haberme dado cuenta de que la Gorda y yo habíamos ensoñado juntos .
Me hallaba más que ansioso por hablar con ella. La Gorda sentía lo mismo. Cuando nos calmamos, le pedí que me describiera todo lo que le había ocurrido en nuestro ensoñar juntos .
– Te estuve esperando un largo rato -dijo-. Una parte de mi creía que te había perdido, pero otra parte pensaba que estabas nervioso y que tenías problemas, así es que esperé.
– ¿Dónde me esperaste, Gorda? -pregunté.
– No sé -respondió-. Sé que ya había salido de la luz rojiza, pero no podía ver nada. Pensándolo bien, no tenía vista, sólo sentía. A lo mejor todavía estaba en la luz rojiza, aunque no era roja. El lugar donde me encontraba tenía un tinte color durazno. Entonces abrí los ojos y allí estabas. Parecía que ya estabas a punto de irte, así es que te agarré del brazo. Entonces miré y vi al nagual Juan Matus, a ti, a mí, y a la otra gente en la casa de Vicente. Tú eras más joven y yo estaba gorda.
La mención de la casa de Vicente me trajo una repentina comprensión. Le dije a la Gorda que una vez, manejando por Zacatecas, en el norte de México, tuve un extraño impulso y fui a visitar a Vicente, uno de los amigos de don Juan. No comprendí entonces que al hacerlo, involuntariamente había cruzado a un dominio excluido. Vicente, como la mujer nagual, pertenecía a otra área, a otro mundo. Entendí en ese momento la razón por la que la Gorda quedara tan atónita cuando le referí esa visita. Conocíamos muy bien a Vicente, quien era tan allegado a nosotros como don Genaro, o quizás más aún. Y sin embargo, los habíamos olvidado, tal como había olvidado a la mujer nagual.
En ese momento la Gorda y yo hicimos una inmensa disgresión. Juntos recordamos que Vicente, Genaro y Silvio Manuel eran amigos de don Juan, sus cohortes. Todos ellos se hallaban unidos por una especie de juramento. La Gorda y yo no podíamos recordar qué era lo que los había unido. Vicente no era indio. Había sido farmacéutico cuando joven. Era el erudito del grupo, el verdadero curandero que mantenía a todos en perfecto estado de salud. Le apasionaba la botánica. Yo no tenía duda alguna de que él sabía de plantas más que cualquier ser humano viviente. La Gorda y yo recordamos que fue Vicente el que daba instrucción a todos, incluyendo a don Juan, acerca, de las plantas medicinales. Tomó un interés especial en Néstor, y todos nosotros pensábamos que Néstor llegaría a ser como él.
– Recordar a Vicente me hace pensar en mí -dijo la Gorda-. Me hace pensar en lo insoportable que he sido. Lo peor que le puede pasar a una mujer es tener hijos, tener agujeros en su cuerpo, y a pesar de eso seguir actuando como una adolescente. Ese era mi problema. Yo quería ser un encanto y estaba vacía. Y ellos me dejaban hacer el ridículo y hasta me ayudaban a hacerlo.
– ¿Quiénes son ellos, Gorda? -le pregunté.
– El nagual y Vicente y toda esa gente que estaba en casa de Vicente cuando me porté como una burra contigo.
La Gorda y yo comprendimos lo mismo al unísono. A la Gorda le era permitido ser insoportable sólo conmigo. Nadie más aguantaba sus necedades, aunque ella las intentaba con todos.
– Vicente sí me aguantaba -dijo la Gorda-. Me llevaba la cuerda. Figúrate que hasta tío le decía. Cuando quise decir tío a Silvio Manuel, casi me despelleja los sobacos con sus manos que parecían garras.
Los dos tratamos de concentrar nuestra atención en Silvio Manuel, pero no pudimos recordar cómo era. Sentíamos su presencia en nuestros recuerdos, pero él no era una persona, era sólo un sentimiento.
Hablamos de nuestra escena de ensoñar y llegamos al acuerdo de que ésta había sido una réplica fiel de lo que en realidad tuvo lugar en nuestras vidas en cierto tiempo, pero nos resultaba imposible recordar cuándo. Sin embargo, yo tenía la extraña seguridad de que efectivamente estuve a cargo de la Gorda como entrenamiento para enfrentar la interacción con la gente. Era imperativo que yo interiorizara un estado de ecuanimidad ante situaciones sociales difíciles, y para esto nadie podía haber sido un mejor entrenador que la Gorda. Los relampagazos de vagos recuerdos que yo tenía de una obesa Gorda surgían de esas circunstancias, porque yo había cumplido las órdenes de don Juan al pie de la letra.
La Gorda dijo que no le había gustado en lo más mínimo la escena de ensoñar . Ella hubiera preferido mirar solamente, pero yo la empujé a que reviviera sus viejos sentimientos, que le eran detestables. Su descontento fue tan intenso que deliberadamente apretó mi brazo para forzarme a concluir nuestra participación en algo que le resultaba tan odioso.
Al día siguiente empezamos otra sesión de ensoñar juntos . Ella la inició en su recámara y yo en mi estudio, pero no ocurrió nada. Quedamos agotados meramente tratando de entrar en el ensueño . Luego, pasaron semanas enteras sin que pudiéramos avanzar lo mínimo. Cada fracaso nos volvía más desesperados y codiciosos.
En vista de nuestra derrota decidí que, por el momento, deberíamos posponer ensoñar juntos y examinar con mayor cuidado los procesos del ensoñar y analizar sus conceptos y procedimientos. En un principio la Gorda no estuvo de acuerdo conmigo. Para ella, la idea de revisar lo que sabíamos de ensoñar reconstituía otra manera de sucumbir a la codicia. Ella prefería nuestros fracasos. Yo persistí hasta que finalmente accedió, más que nada debido a la sensación de que estábamos absolutamente perdidos.
Una noche, lo más casualmente que pudimos, empezamos a discutir lo que debíamos de ensoñar . De inmediato nos fue obvio que había unos temas centrales que en especial don Juan había enfatizado.
Lo primero era el acto mismo, el cual comienza como un estado único de conciencia al que se llega concentrando el residuo consciente que se conserva, aun cuando uno está dormido, en los elementos o los rasgos de los sueños comunes y corrientes.
El residuo consciente, al que don Juan llamaba la segunda atención, es adiestrado a través de ejercicios de no-hacer . La Gorda y yo estuvimos de acuerdo que un auxiliar esencial del ensoñar era un estado de quietud mental, que don Juan había llamado "detener el diálogo interno", o el " no-hacer de hablarse a uno mismo". Para enseñarme cómo lograrlo, don Juan solía hacerme caminar durante kilómetros con los ojos fuera de foco, fijos en un plano unos cuantos grados por encima del horizonte, a fin de realzar la visión periférica. El método fue efectivo por dos razones. Me permitió detener mi diálogo interno después de años de práctica, y entrenó mi atención. Al forzarme a una concentración en la vista periférica, don Juan reforzó mi capacidad de concentrarme, por largos periodos de tiempo, en una sola actividad.
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