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Arturo Pérez-Reverte: El Sol De Breda

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Arturo Pérez-Reverte El Sol De Breda

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En cuanto a mí, la naturaleza de mis sentimientos estaba dividida respecto al capitán, aunque yo apenas era consciente de ello. De una parte lo obedecía con disciplina, profesándole la sincera devoción que harto conocen vuestras mercedes. De la otra, como todo mozo en creciente vigor, empezaba a sentir el apremio de su sombra. Flandes había operado en mí las transformaciones de ordenanza en un rapaz que vive entre soldados y tiene, además, oportunidad de pelear por su vida, su reputación y su rey. Veníanme además en los últimos tiempos muchas preguntas sin respuesta; preguntas que los silencios de mi amo ya no llenaban. Todo eso hacíame considerar la idea de sentar plaza de soldado; que si es cierto que aún no alcanzaba edad para ello -raro era entonces servir con menos de diecisiete o dieciocho años, y para eso era neCesario mentir-, un golpe de suerte podría, tal vez, facilitar las cosas. A fin de cuentas, el propio capitán Alatriste había sentado plaza con apenas quince, en el asedio de Hulst. Fue durante una famosa jornada, cuando para divertir al enemigo sobre las intenciones del asalto al fuerte de la Estrella, mochileros, pajes y mozos salieron armados con picas, banderas y tambores, y se les hizo rodear por un dique a fin de que el enemigo los tomase por tropas de refresco. Después el asalto fue sangriento; tanto que los más de los mozos, viéndose armados y enardecidos por la batalla, corrieron en socorro de sus amos, entrando en fuego con mucho valor. Diego Alatriste, que a la sazón era mochilero tambor de la bandera del capitán Pérez de Espila, fue adelante con todos. Y tan bien riñeron algunos, Alatriste entre ellos, que el príncipe cardenal Alberto, que ya era gobernador de Flandes y mandaba en persona el asedio, los favoreció procurándoles plazas de soldados.

– Llegó esta mañana, con la posta de España.

Cogí la carta que el capitán me tendía. El pliego era de buen papel, tenía el lacre intacto y mi nombre estaba en el sobrescrito:

Señor don Diego Alatriste, a la atención de Íñigo Balboa.

En la bandera del capitán don Carmelo Bragado,

del tercio de Cartagena. Posta militar de Flandes.

Me temblaron las manos cuando di vuelta al sobre, señalado con las iniciales A. de A. Sin decir palabra, sintiendo en mí los ojos de Alatriste, fuime despacio a un lugar un poco apartado, donde las mujeres de los tudescos lavaban la ropa en un estrecho ramal del río. Los tudescos, como algunos españoles, solían tomar por mujeres a rameras retiradas que les aliviaban las ganas y también la miseria lavando ropa de soldados, o vendiendo aguardiente, leña, tabaco y pipas a quienes lo precisaban -ya dije que en Breda llegué a ver tudescas trabajando en las trincheras, para ayudar a sus maridos-. El caso es que cerca del lavadero había un árbol desmochado para hacer leña, con una gran piedra debajo; y sentéme allí sin quitar los ojos de aquellas iniciales, sosteniendo incrédulo la carta entre las manos. Sabía que el capitán me miraba todo el tiempo, así que esperé a que se calmaran los latidos de mi corazón; y luego, procurando que mis gestos no traicionasen la impaciencia, deshice el lacre y desdoblé la carta.

Señor don Íñigo:

He tenido noticias de vuestras andanzas, Y me huelgo de saber que servís en Flandes. Creedme que os envidio por ello.

Espero que no me guardéis demasiado rencor por las molestias que hubísteis de sufrir tras nuestro último encuentro. Después de todo, un día os oí decir que moriríais por mí. Tomadlo entonces como lance de la vida, que junto a los malos ratos también os da satisfacciones como la de servir al rey nuestro señor o, quizá, recibir esta carta mía.

Debo confesar que no puedo evitar recordaros cada vez que paso por la fuente del Acero. Por cierto, tengo entendido que extraviásteis el lindo amuleto que allí os regalé. Algo imperdonable en tan cumplido galán como vos.

Espero veros algún día en esta Corte con espada y espuelas. Hasta entonces, contad con mi recuerdo y mi sonrisa.

Angélica de Alquézar.

PS: Celebro que sigáis vivo todavía. Tengo planes para vos.

Acabé de leer la carta -lo hice tres veces, pasando sucesivamente del estupor a la felicidad, y luego a la melancolía- y me estuve largo rato mirando el papel, desdoblado sobre los remiendos que hacían de rodilleras en mis calzones. Yo estaba en Flandes, en la guerra, y ella pensaba en mí. Ocasión habrá, en caso de que me queden ganas y vida para seguir contando a vuestras mercedes las aventuras del capitán Alatriste y las mías propias, de referirme a esos planes que Angélica de Alquézar tenía para mi persona en aquel año veinticinco del siglo, contando ella doce o trece años y estando yo camino de cumplir los quince. Planes que, de adivinarlos, habríanme hecho temblar a un tiempo de pavor y de dicha. Adelantaré tan sólo que aquella lindísima y malvada cabecita de tirabuzones rubios y ojos azules, por alguna oscura razón que sólo se explica en el secreto que ciertas mujeres singulares encierran ya desde niñas en lo más profundo de su alma, aún había de poner en peligro mi cuello y mi salvación eterna muchas veces en adelante. E iba a hacerlo siempre de la misma forma contradictoria, fría, deliberada, con que a la vez me amó, creo, y tambíén procuró mi desgracia toda su vida. Y fue así hasta que me la arrebató -o me liberó de ella, vive Dios, que tampoco de esa contradicción estoy seguro- su temprana y trágica muerte.

– Tal vez tengas algo que contarme -dijo el capitán Alatriste.

Había hablado con suavidad, sin matices en la voz. Volvíme a mirarlo. Estaba sentado junto a mí, en la piedra bajo el árbol desmochado, y allí había permanecido todo el rato sin interrumpirme en la lectura. Tenía el sombrero en la mano y miraba lejos, el aire ausente, en dirección a los muros de Breda.

– No hay mucho que decir -respondí.

Asintió despacio, como aceptando mis palabras, y con dos dedos se acarició ligeramente el bigote. Callaba. Su perfil inmóvil parecía el de un águila morena, tranquila, descansando en lo alto de un risco. Observé las dos cicatrices de su cara -en una ceja y en la frente- y la del dorso de su mano izquierda, recuerdo de Gualterio Malatesta en el portillo de las Animas. Había más bajo sus ropas, hasta sumar ocho en total. Luego miré la empuñadura bruñida de la espada, sus botas remendadas y sujetas con cuerdas de arcabuz, los trapos que asomaban por los agujeros de las suelas, los zurcidos de su deshilachado capote de paño pardo. Tal vez, pensé, también él amó una vez. Quizás a su manera aún ama; y eso incluya a Caridad la Lebrijana, y a la flamenca rubia y silenciosa de Oudkerk.

Lo oí suspirar muy quedo, apenas un rumor expulsando aliento de los pulmones, e hizo amago de levantarse. Entonces le alargué la carta. La tomó sin decir palabra y me estuvo observando antes de leerla; pero ahora era yo quien miraba los lejanos muros de Breda, tan inexpresivo como él hacía un instante. Por el rabillo del ojo noté que la mano de la cicatriz subía de nuevo para acariciar con dos dedos el mostacho. Luego leyó en silencio. Al cabo, escuché el crujido del papel al doblarse, y tuve otra vez la carta en mis manos.

– Hay cosas… -dijo al cabo de un momento.

Luego calló, y creí que eso era todo. Lo que no habría sido extraño en hombre más dado a silencios que a palabras, como era su caso.

– Cosas -prosiguió por fin- que ellas saben desde que nacen… Aunque ni siquiera sepan que las saben.

Se interrumpió otra vez. Lo sentí removerse incómodo, buscando un modo de terminar aquello.

– Cosas que a los hombres nos lleva toda una vida aprender.

Después calló de nuevo, y ya no dijo nada más. Nada de ten cuidado, precávete de la sobrina de nuestro enemigo, ni otros comentarios de esperar en tales circunstancias; y que por mi parte, como él sabía sin duda, habría desoído en el acto con la arrogancia de mi insolente mocedad. Luego se estuvo todavía un poco mirando la ciudad a lo lejos, caló el chapeo y se puso en pie, acomodando el capote en sus hombros. Y yo me quedé viéndolo irse de regreso a las trincheras, mientras me preguntaba cuántas mujeres, y cuántas estocadas, y cuántos caminos, y cuántas muertes, ajenas y propias, debe conocer un hombre para que le queden en la boca esas palabras.

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