Arturo Pérez-Reverte - El pintor de batallas

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El Pintor de Batallas arrastra al lector a través de la compleja geometría del caos del siglo XXI: el arte, la ciencia, la guerra, el amor, la lucidez y la soledad se combinan en el vasto mural de un mundo que agoniza…
En una torre junto al Mediterráneo, en busca de la foto que nunca pudo hacer, un antiguo fotógrafo pinta un gran fresco circular en la pared: el paisaje intemporal de una batalla.
Lo acompañan en la tarea un rostro que regresa del pasado para cobrar una deuda mortal, y la sombra de una mujer desaparecida diez años atrás.
En torno a esos tres personajes, Arturo Pérez-Reverte ha escrito la más intensa y turbadora historia de su larga carrera de novelista.

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Sólo algo quedaba por hacer. De pronto parecía tan evidente que le torció la boca una sonrisa. Olvido Ferrara, de estar allí, habría reído a carcajadas con eso: la imaginó echando atrás la cabeza trigueña, mirándolo burlona con sus ojos líquidos y verdes. Cuestión de imaginación más que de óptica, Faulques. La fotografía miente, y sólo el artista, etcétera.

Fue hasta la mesa y cogió la portada de la revista con la foto de Ivo Markovic: un joven rubio con gotas de sudor en el rostro, ojos vacíos y gesto fatigado, tan diferente al hombre que aguardaba junto al acantilado. Mariposas de Lorenz y navajas rotas se concitaban en aquella imagen, que en el momento de fijarse sobre el negativo todavía se ignoraba a sí misma con sus consecuencias, prolongadas hasta el presente: Faulques contemplando esa foto en la vieja torre sobre el mar. La verdad está en las cosas, no en nosotros, recordó. Pero nos necesita para manifestarse. Olvido habría seguido riendo, pensó, si lo viera en ese momento con la portada de la revista en la mano, buscando entre los instrumentos de pintura, los tubos y frascos llenos y vacíos, los pinceles, los libros que cubrían la mesa. La recordaba tumbada en el suelo, sobre una alfombra, recortando durante horas aquellas fotos donde lo único vivo era el rastro impreciso de seres humanos extinguidos como fantasmas fugaces. Collages y objetos trouvés . Naturalmente. Al fin encontró un bote grande de medium acrílico brillante, casi lleno. Con un pincel grueso y limpio impregnó bien el dorso de la página y luego se volvió hacia el muro, en busca del lugar adecuado. Eligió un espacio todavía en blanco situado entre el volcán y la ciudad moderna y confiada, y la pegó allí, extendiéndola bien alisada sobre la superficie ligeramente irregular de la pared. Después retrocedió para observar el efecto, y sin apartar los ojos buscó a tientas la botella de coñac. La sostuvo entre los dedos entumecidos por la pintura que empezaba a secarse en sus manos, se llevó el gollete a la boca y bebió un trago tan largo que lo hizo lagrimear. Ahora sí, se dijo. Ahora todo está donde debe estar. Después, con varios tubos de color puro en la mano izquierda, se acercó de nuevo y empezó a aplicar pintura en gruesos trazos primero curvos y luego rectos y libres, húmedo sobre húmedo, usando los dedos como espátulas hasta que la foto de Ivo Markovic quedó integrada en el conjunto, unida a la pared y al resto del mural con un entramado poliédrico de ocres, amarillos y rojos, que remató con un trazo oscuro, alargado y fantasmal como una sombra, destinado a permanecer allí cuando el deterioro del mural hiciera desaparecer la página pegada.

El pintor de batallas dejó en el suelo los tubos de pintura y se lavó las manos en la jofaina. Se sentía extrañamente relajado. Vacío como una cáscara de nuez, pensó de pronto. Acabó de secarse despacio, reflexionando sobre eso. Era extraño verse a uno mismo como pintado en el mural, casi al final del viaje. Al cabo dejó el trapo sobre la mesa, buscó la caja de pastillas, se metió dos en la boca y las tragó con otro sorbo de coñac. Aquello prevendría que el dolor volviera a presentarse en un momento inoportuno. Después cogió el cuchillo y se lo metió en el cinturón por detrás. Equiparse para el combate, pensó de pronto, y sonrió apenas, inmóvil un instante. A Olvido le gustaba eso: recrearse en el momento inmediato a la partida, en la tensión de la espera, mientras revisaban en silencio el equipo en la habitación de cualquier hotel antes de dirigirse a un lugar difícil. Comprobar cámaras y película, llenar los bolsillos con lo necesario, meter en la mochila botiquín, mapas, agua, bloc de notas, rotuladores, aspirinas. Cargando sólo aquello que podía llevarse encima y no impedía caminar, correr, sobrevivir, antes de cerrar la puerta sobre lo superfluo. Parezco una niña disfrazándose, dijo ella en cierta ocasión. Dispuesta a ser otra. ¿No te parece, Faulques? O a no ser ninguna. En cualquier caso, cada vez dejo atrás una vieja piel, como las serpientes cansadas.

Antes de apagar los focos y salir afuera, a la noche, el pintor de batallas contempló su obra por última vez. Se vería mejor, pensó, cuando la luz real penetrase por la ventana de levante y diese, como cada día, su característico tono dorado a los efectos de la luz pictórica representada en el mural. Entonces, a medida que los rayos de sol recorriesen la pared, el fuego de la ciudad sería más rojo, el volcán más sombrío y la lluvia más gris. Aunque no era una obra maestra, se dijo ecuánime. Movía despacio la cabeza, reflexionando sobre eso. No lo era en absoluto. De extraña la habían calificado Ivo Markovic y Carmen Elsken. Todos esos ángulos, etcétera. Con sonrisa absorta, Faulques se preguntó qué habría dicho Olvido Ferrara. Qué pensarían quienes en el futuro contemplasen aquel mural, mientras la torre estuviera en pie.

No era una buena pintura, concluyó. Pero era perfecta.

19

Cerró la puerta con llave y anduvo despacio hacia las siluetas negras de los pinos, que los destellos lejanos del faro recortaban a intervalos bajo un cielo todavía lleno de estrellas. La calma era absoluta; hasta el suave terral había cesado. Faulques sólo oía sus pasos, el chirriar de grillos entre los arbustos y el rumor de resaca que ascendía desde la playa de guijarros con estertor prolongado y sordo, casi humano. Cuando estuvo cerca del bosquecillo se detuvo y aguardó inmóvil entre los minúsculos rastros luminosos de las luciérnagas. Se encontraba tranquilo, limpio de mente. Sereno de memoria e intenciones. No había aprensión ni dolor. Bajo los efectos del calmante, su corazón latía acompasado. Preciso. Siguió latiendo así cuando una sombra se destacó bajo los árboles, cerca, y la luz del faro hizo clarear un instante la camisa de Ivo Markovic.

– Se ha dado prisa -dijo el croata-. Falta una hora para que amanezca.

– No necesitaba más tiempo. Usted tenía razón.

– No comprendo.

– Mi trabajo estaba casi acabado, y yo no lo sabía.

Permanecieron en silencio. Al cabo de un momento, la silueta oscura de Markovic se desplazó un poco. El siguiente destello del faro lo destacó sentado sobre una piedra. El pintor de batallas se puso en cuclillas, cerca.

– ¿Viene armado, señor Faulques?

– Hasta cierto punto.

– No se acerque demasiado, entonces.

Hubo otra pausa larga. Parecía que el croata se riese entre dientes, quedo, pero tal vez fuera el rumor del mar bajo el acantilado.

– ¿Debo entender que está satisfecho con su pintura?

Faulques encogía los hombros en la oscuridad.

– Creo que sí -movió la cabeza-. No. Estoy seguro. Es como debía ser.

Markovic no dijo nada. Los puntitos minúsculos de las luciérnagas revoloteaban entre las dos sombras inmóviles.

– Sin usted no habría sido capaz de verlo -prosiguió el pintor de batallas-. Habría seguido trabajando durante días y semanas hasta llenar la pared entera. Alejándome del momento… Del punto exacto.

– Celebro haberle sido útil.

– Ha sido más que eso. Me hizo ver cosas que no veía.

Una pausa. Quizá Markovic reflexionaba sobre lo que acababa de escuchar. Faulques se desplazó un poco hasta sentarse apoyado en el tronco de un pino. Miró el destello del faro, el tapiz luminoso de las urbanizaciones que ascendían por la ladera de las montañas, más allá de Puerto Umbría, y la bóveda negra acribillada de estrellas hasta el horizonte.

– ¿Estoy de verdad en el cuadro? -preguntó de pronto el croata.

Su interés parecía real. Sincero. Faulques sonrió en sus adentros.

– Ya se lo dije. Usted, yo mismo… Todos estamos en él.

El otro tardó un poco en hablar de nuevo.

– Simetrías, ¿no?

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