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Arturo Pérez-Reverte: El pintor de batallas

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Arturo Pérez-Reverte El pintor de batallas

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El Pintor de Batallas arrastra al lector a través de la compleja geometría del caos del siglo XXI: el arte, la ciencia, la guerra, el amor, la lucidez y la soledad se combinan en el vasto mural de un mundo que agoniza… En una torre junto al Mediterráneo, en busca de la foto que nunca pudo hacer, un antiguo fotógrafo pinta un gran fresco circular en la pared: el paisaje intemporal de una batalla. Lo acompañan en la tarea un rostro que regresa del pasado para cobrar una deuda mortal, y la sombra de una mujer desaparecida diez años atrás. En torno a esos tres personajes, Arturo Pérez-Reverte ha escrito la más intensa y turbadora historia de su larga carrera de novelista.

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Ahora el silencio fue mucho más largo. Faulques no sabía qué decir. Lentamente, los rincones bajos del recinto se velaron de sombras. La luz rojiza se apartaba de Markovic, desplazándose sobre una porción del muro donde estaba el apunte a carboncillo, negro sobre blanco, de un hombre arrodillado, manos atadas a la espalda, ante otro que alzaba una espada sobre su cabeza.

– Dígame una cosa, señor Faulques… ¿Llega uno a endurecerse lo suficiente?… Quiero decir si, al final, cuanto pasa ante el objetivo de la cámara le es indiferente al testigo, o no.

El pintor se llevó a los labios el vaso. Estaba vacío.

– La guerra -dijo tras pensarlo un rato- sólo puede fotografiarse bien cuando, mientras levantas la cámara, lo que ves no te afecta… El resto hay que dejarlo para más tarde.

– Usted ha hecho fotos de escenas como la que acabo de contarle, ¿verdad?

– De los resultados, sí. Algunas hice.

– ¿Y en qué pensaba mientras tomaba foco, calculaba la luz y todo lo demás?

Faulques se levantó en busca de la botella. La encontró sobre la mesa, junto a los frascos de pintura y el vaso vacío del visitante.

– En el foco, en la luz y en todo lo demás.

– ¿Por eso le dieron el premio por mi fotografía?… ¿Porque tampoco yo le afectaba?

Faulques se había servido dos dedos de coñac. Señaló con el vaso la pintura mural, que empezaba a cubrirse de sombras.

– Quizá esté ahí la respuesta.

– Sí -Markovic se había vuelto a medias, mirando en torno-. Creo que comprendo lo que quiere decir.

El pintor de batallas puso más coñac en el vaso del otro y se lo llevó. Entre dos chupadas al cigarrillo, el croata se lo acercó a los labios mientras Faulques volvía a su silla.

– Asumir las cosas no es aprobar que sean como son -dijo este-. Explicación no es sinónimo de anestesia. El dolor…

Se interrumpió ahí. El dolor. Pronunciada ante su visitante, aquella palabra sonaba impropia. Arrebatada a legítimos propietarios, cual si Faulques no tuviese derecho a utilizarla. Pero Markovic no parecía molesto.

– El dolor, claro -dijo comprensivo-. El dolor… Disculpe si hurgo en cosas demasiado personales, pero sus fotografías no muestran mucho dolor. Reflejan el dolor ajeno, quiero decir; pero no advierto rastros del propio… ¿Cuándo dejó de dolerle lo que veía?

Faulques tocaba con los dientes el borde de su vaso.

– Es complicado. Al principio fue una aventura divertida. El dolor vino luego. A ráfagas. Al final, la impotencia. Supongo que ya no duele nada.

– ¿El endurecimiento al que me refería?

– No. Yo hablo de resignación. Aunque no descifre el código, uno comprende que hay reglas. Entonces se resigna.

– O no -opuso el otro con suavidad.

De pronto, Faulques se sintió cruelmente aliviado.

– Usted sigue vivo -dijo, rudo-. También es una clase de resignación, la suya. Dice que estuvo tres años prisionero, ¿no?… Y cuando supo lo ocurrido a su familia, no murió de dolor, ni se ahorcó de un árbol. Está aquí, ahora. Es un superviviente.

– Lo soy -concedió Markovic.

– Pues fíjese. Cada vez que me tropiezo con un superviviente, me pregunto de qué fue capaz para seguir vivo.

Otra vez un silencio. Ahora, casi con júbilo, Faulques lamentó que la oscuridad creciente le impidiera distinguir las facciones de su interlocutor.

– Eso es injusto -dijo el otro, al fin.

– Tal vez. Pero, injusto o no, es lo que me pregunto.

La sombra sentada en la silla, envuelta en el último resplandor rojizo de la luz sobre el mural, reflexionó sobre aquello.

– Quizá no le falte razón -concluyó-. Quizá sobrevivir donde otros no lo consiguieron implica cierta clase de vileza.

El pintor de batallas se llevó el vaso a la boca. De nuevo estaba vacío.

– Usted sabrá -se inclinó a un lado para dejar el vaso en el suelo-. Según me cuenta, tiene experiencia.

El otro emitió un sonido apagado. Tal vez un amago de tos, o una súbita risa. También usted es un superviviente, dijo. Señor Faulques. Siguió respirando donde otros murieron. Aquel día lo observé arrodillado junto al cuerpo de la mujer. Creo que mostraba dolor.

– No sé lo que mostraba. Nadie me hizo una foto.

– Pero usted sí la hizo. Lo vi levantar la cámara y fotografiar a la mujer. Y es notable: conozco sus fotografías como si las hubiera hecho yo mismo, pero nunca encontré esa foto… ¿La guardó para usted? ¿La destruyó?

Faulques no dijo nada. Se quedó quieto en la oscuridad que dibujaba, como la primera vez que apareció en el lento revelado de la cubeta de ácido, la imagen de Olvido boca abajo en el suelo, la correa de su cámara en torno al cuello, una mano inerte casi tocándose la cara, y la pequeña mancha roja, el hilillo oscuro que empezaba a deslizarse desde el oído por la mejilla hasta mezclarse con la otra mancha más grande y brillante que se extendía por debajo. Mina antipersonal, esquirlas de metralla, objetivo Leica de 55 milímetros, 1/25 de exposición, 5.6 de diafragma, película blanco y negro – la Ektachrome de la otra cámara estaba rebobinada en ese momento- para una fotografía ni buena ni mala, tal vez algo baja de luz. Una foto que Faulques no vendió nunca y cuya única copia había quemado, tiempo más tarde.

– Sí -proseguía Markovic sin esperar respuesta-. De algún modo es así, ¿verdad?… Por muy intenso que sea, hay un momento en que el dolor deja de actuar en nosotros. Quizá fue su remedio. Esa foto de la mujer muerta… En cierta forma, la vileza que lo ayudó a sobrevivir.

Faulques regresaba despacio a aquel lugar y a aquella conversación.

– No sea melodramático -dijo-. Usted no sabe nada de aquello.

Entonces no sabía, en efecto, concedió el otro mientras apagaba su cigarrillo. Tardé mucho tiempo en saber. Pero comprendí cosas que antes se me escapaban. Este lugar es un ejemplo. Si yo hubiera entrado aquí hace diez años, sin conocerlo como lo conozco ahora, ni miraría estas paredes. Sólo le habría dado tiempo para recordar quién soy antes de arreglar nuestro asunto. Ahora es diferente. Esto me lo confirma todo. Explica de verdad mi presencia aquí.

Una vez dicho todo eso, Markovic se inclinó hacia adelante, como para observar mejor a Faulques con la última luz.

– ¿Y es así? -añadió de pronto-… ¿Le basta con asumirlo?

El pintor se encogió de hombros. Lo sabré cuando haya terminado mi trabajo, dijo, y a él mismo le sonó rara su respuesta, con aquella absurda amenaza de muerte flotando entre ambos. El otro se quedó un rato callado, pensando, y luego dijo que él también hacía su propio cuadro. Eso fue lo que dijo: su paisaje de batallas. Al ver aquella pared, añadió, se había dado cuenta de qué lo llevaba hasta allí. Todo debía encajar, ¿no era cierto?… Encajar con extraña perfección. Y resultaba curioso. A Markovic no le parecía un pintor nada clásico el autor del mural. Ya confesó antes que no entendía de pintura, pero conocía cuadros famosos, como todo el mundo. Aquel tenía, en su opinión, demasiados ángulos. Demasiadas aristas y líneas rectas en las caras, en las manos de las personas pintadas en aquella pared… ¿Cubismo, llamaban a eso?

– No exactamente. Algo hay, pero no del todo.

– Me lo pareció, fíjese. Esos libros que tiene amontonados por todas partes… ¿Toma sus ideas de ellos?

– «Tanto da que se diga que me serví de palabras antiguas…»

– ¿Es una respuesta suya, o una frase de otro?

Ahora Faulques rió en voz alta, seco. Su interlocutor y él eran dos bultos entre las sombras. Se trataba de una cita, respondió, pero daba lo mismo. Lo que pretendía decir era que esos libros lo ayudaban a ordenar ideas propias; eran herramientas como los pinceles, los colores y el resto. En realidad un cuadro, una pintura como aquella, era un problema técnico que debía ser resuelto con eficacia. Esa eficacia la proporcionaban las herramientas unidas al talento de cada cual. Él mismo no tenía demasiado talento, apuntó. Pero tampoco era obstáculo para lo que pretendía hacer.

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