Cesar Aira - La costurera y el viento

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En la novela corta ` La costurera y el viento` César Aira hace uso de lo que más sabe. Su facilidad para imaginar y a través de la imaginación confrontar al olvido, para que junto a la memoria como apoyo, ir cosechando los recuerdos de a uno, que sin su ayuda sólo serían desechos en la playa después de la marea.
César Aira(a los nueve años) juega con su amigo Omar en la caja del acoplado de un camión gigante, curiosamente llamado ` el chiquito`.
En esa tarde de verano, en su pueblo natal, Coronel Pringles, Omar y Aira, juegan a asustarse dentro del acoplado. Un lugar extraño para jugar a eso, aunque la imaginación de los chicos no encuentre límites.
Imprevistamente el amigo, Omar, desaparece y a partir de allí, comienza una carrera maratónica, en que la madre del chico, ` Delia Ziffoni, la costurera del pueblo`, deja su lugar de ama de casa intrascendente, para convertirse en la heroína del pueblo, saliendo en busca del hijo desaparecido.
Aira no lo dice, pero una mujer común ante la desaparición de su hijo, y ante la incertidumbre de no saber como está y si está con vida o en buen estado de salud, saca fuerzas de donde no sabe que tiene, para hacer la violencia y salir en su busca. Puede que uno no pueda evitar asociar la historia de esta mujer común, Delia Ziffoni, con las madres de plaza de Mayo, quienes debieron salir en busca de sus hijos desaparecidos, y aqui otra vez fueron las mujeres y no los hombres, quienes juntaron coraje para rebelarse contra lo que sea, cuando se puso en juego la vida del hijo.

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Pero al fin, dando la vuelta a una esquina en picada, se vio frente a una ventana con luz, y pudo ver adentro. Su sorpresa fue mayúscula (pero su sorpresa siempre era enorme cuando miraba algo esta noche) al encontrarse ante una escena que conocía demasiado bien: la mesa de poker. Ahora, de pronto, recordaba haber oído hablar de ese hotel, parada obligada de todos los jugadores que se dirigían al sur, contrabandistas, camioneros, aviadores… Un viejo hotel termal, de clientela extinta, garito legendario. Nunca había pensado que llegaría a conocerlo un día, o una noche.

Ante ese espectáculo se abstrajo de todo, hasta de la mujer que se empinaba a sus espaldas para ver. Los hombres, los naipes, las fichas, los vasos de whisky… Pero no se abstrajo de todo en absoluto; hubo una cosa que advirtió. Uno de los jugadores era de Pringles, y él lo conocía muy bien, no sólo por ser vecino. Era el llamado Chiquito, el camionero. Fue todo verlo, y comprender que el viaje no había sido en vano, o al menos que no había tomado la dirección equivocada. Si obtenía lo que se proponía de él, no necesitaría seguir adelante. Sabía bien cómo llegar a una mesa de juego, aunque todas las puertas estuvieran cerradas. Sus movimientos se hicieron seguros, y Silvia Balero lo notó. Fue tras él. Ramón dio unos golpes en la ventana, y después en la puerta más próxima. Antes de que vinieran a abrirle, buscó en el bolsillo de la camisa y sacó un antifaz negro. Lo tenía allí desde hacía un tiempo, y no había supuesto que la ocasión de usarlo llegaría tan de pronto. Se lo puso (tenía un elástico que se ajustaba en la nuca). En aquel entonces era frecuente, como lo es ahora, que los jugadores en los garitos oculten su identidad con antifaces. De modo que al portero del hotel que vino a abrirle le bastó verlo para saber qué quería. Entraron. Silvia Balero le tiró de la manga.

– ¿Qué quiere? -dijo él de mal modo, sin poder creer en la inoportunidad de una desconocida que le pedía atención cuando él iba a hacer la apuesta de su vida.

Ella quería un lugar donde dormir. En realidad ya estaba medio dormida, sonámbula.

Sin responderle, Ramón le señaló al portero que los guiaba, pero éste dijo que debían hablar con el dueño del hotel, que estaba justamente sentado a la mesa de juego. Así lo hicieron. Los presentes echaron una mirada apreciativa a la joven profesora, y el hotelero la llevó a una habitación no muy lejos de donde estaban, y volvió. El recién llegado ya tenía su lugar, le habían recitado las reglas, y pedía fichas a crédito. Incluido el patrón, eran cinco. El portero miraba. Dos eran camioneros, el Chiquito y otro tipo de mal aspecto; los dos restantes eran estancieros de la zona, ganaderos, muy solventes. El Chiquito había ganado mucho. A esa hora, ya jugaban por millares de ovejas o montañas enteras.

Para qué detenerse en la descripción de un juego, igual a cualquier otro. Dama, Rey, Dos, etc. Ramón perdió sucesivamente su camión, el autito celeste, y a Silvia Balero. Lo único que le quedaba era pagar los dos whiskys que había tomado. Dejó caer las cartas sobre la alfombra, con los ojos entrecerrados en el fondo del antifaz, y preguntó:

– ¿Dónde está el baño?

Se lo indicaron. Fue, y se escapó por la ventana. Corrió hacia donde había dejado el camión, sacando las llaves del bolsillo… Pero cuando llegó al sitio, entre los demás camiones, todos ellos grandes y modernos (y el del Chiquito, que él conocía bien, con una extraña máquina negra pegada a la pared posterior del acoplado; no se detuvo a ver qué era), allí en la explanada, no lo encontró. Creía soñar. La luna había desaparecido también, sólo quedaba un resplandor incierto entre la tierra y el cielo. Su camión no estaba. Cuando lo había apostado, el segundo camionero, que fue el que se lo ganó, había salido a verlo, y al volver había aceptado la apuesta contra diez mil ovejas, cosa que sorprendió un poco a Siffoni. ¿Lo habría cambiado de lugar en esa ocasión? Imposible, sin las llaves, que no habían salido de su bolsillo. De cualquier modo no podía buscarlo mucho, porque era inminente que advirtieran su escape… Intentó meterse en el autito celeste, pero no cabía: era un hombre corpulento. Oyó, o creyó oír, un portazo… El pánico lo desconcertó por un momento, y ya estaba corriendo a campo traviesa, en cualquier dirección, bajando de la montaña a la meseta, mientras amanecía, a una hora imposible de temprano.

Silvia Balero, de quien los jugadores ignoraban que llevaba un hijo en su seno (de saberlo, lo habrían apostado también) quedó entonces en posesión legal del Chiquito, sin saberlo, profundamente dormida. En cierto momento de esa noche las canillas en el baño de su habitación se abrieron automáticamente, y la tina comenzó a llenarse de agua hirviente de color rojo, que giraba todo el tiempo sobre sí misma y desprendía un vapor también rojo, hirviente, sulfuroso.

Cuando el Chiquito se levantó de la mesa de juego, de la que había sido el único ganador, hizo una recorrida por el hotel (que también había pasado a ser de su propiedad) con paso tambaleante, no por la bebida, que nunca lo afectaba, ni por las muchas horas de inmovilidad, a las que estaba habituado por su profesión, sino por el puro gusto de tambalearse, por coquetería de bruto. Todo era de él; a eso también estaba habituado porque siempre ganaba. Era el jugador más afortunado del universo, y se había tejido una leyenda, sobre él, una leyenda y un gran enigma (¿para qué seguía trabajando?). Desde hacía años estaba en la mira de los jugadores de Pringles, que se habían propuesto, cada uno por su lado, ganarle una partida a los naipes; sabían que uno solo lo lograría, una sola vez, y ese acontecimiento, si llegaba, sería un triunfo muy grande sobre la suerte. Él no lo sabía, y si lo hubiera sabido no se habría preocupado en lo más mínimo. Al contrario, lo habría hecho reír a carcajadas.

Cruzó el lobby oscuro mirando a su alrededor con ojos turbios. Todo era suyo, como tantas veces lo había sido, como siempre. Y no había nada que no fuera suyo, porque no había pasajeros alojados en el hotel… Un momento: sí había alguien, una bella desconocida… que también era suya, porque se la había ganado al hombre del antifaz. Partió en su busca, sin tambaleos. Fue abriendo las puertas de los cuartos, todos vacíos, hasta dar con el de Silvia Balero. Estaba profundamente dormida, en medio de una niebla rojiza. La estuvo mirando un rato… Después fue al baño, y estuvo mirando un rato el agua roja que hervía en la tina. Al fin se desnudó y se sumergió. Nadie habría resistido esa temperatura, pero a él no le hizo nada. El corazón casi dejó de latirle, sus ojos se entrecerraron, la boca se le abrió en una mueca estúpida.

El paso siguiente, fue violar a la dormida. No advirtió que estaba encinta; creyó que era panzona, como tantas mujeres en el sur argentino. El resultado fue que unos deditos celestes allá adentro se asieron de su miembro como de una manija, y cuando lo retiró, intrigado, sacó a la rastra un feto peludo y fosforescente, feo y deforme como un demonio, que con sus chillidos despertó a Silvia Balero y los obligó a huir, dejándolo dueño de la escena.

Fue así como vino al mundo el Monstruo.

Días de ocio en la Patagonia…

Días de turista en París…

La vida lleva a la gente a toda clase de lugares lejanos, y por lo general termina llevándolos a los más lejanos de todos, a los extremos, porque no hay motivo para frenar su empuje a medio camino. Más allá, siempre más allá… hasta que deja de haber más allá, y entonces los hombres rebotan, y quedan expuestos a un clima, a una luz… El recuerdo es una miniatura lumínica, como el holograma de la princesa, en aquella película, que transportaba en sus circuitos el robot fiel, de galaxia en galaxia. La tristeza inherente al recuerdo proviene de que su objeto es el olvido. Todo el movimiento, la gran línea, el viaje, es un arrebato de olvido, que se curva en la burbuja del recuerdo. El recuerdo es siempre portátil, siempre está en manos de un autómata vagabundo.

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