J. Coetzee - Desgracia

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A los cincuenta y dos años, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su única aspiración, sus clases en la universidad son un mero trámite para él y para los estudiantes. Cuando se destapa su relación con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferirá renunciar a su puesto antes que disculparse en público. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. Allí, en una sociedad donde los códigos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David verá hacerse añicos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el corazón, y siempre, hasta el final, subyuga.

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Extraordinaria no es la palabra correcta. Mejor sería decir ejemplar.

– Así pues -dice Isaacs-, por fin ha pedido disculpas. Me estaba preguntando cuándo iba a llegar. -Se para a meditar. No ha ocupado su asiento; ahora se pone a caminar de un lado a otro-. Dice usted que lo lamenta. Dice que carece de lirismo. Si dispusiera usted de lirismo, hoy no estaríamos donde estamos. Pero yo suelo decirme que todos lo lamentamos cuando se nos descubre. Lo lamentamos muchísimo. El asunto no es si lo lamentamos o no. El asunto es más bien qué lección hemos sacado en claro. El asunto es averiguar qué vamos a hacer una vez que lo lamentamos tanto.

Está a punto de responder, pero Isaacs levanta la mano.

– ¿Puedo pronunciar la palabra Dios ahora que usted me escucha? ¿No es usted una de esas personas que se irritan al oír el nombre de Dios? Bien. El asunto está en saber qué es lo que Dios desea de usted, señor Lurie, aparte de que lo lamente. ¿Tiene alguna idea al respecto, señor Lurie?

Aunque incomodado por el ir y venir de Isaacs, trata de elegir sus palabras con gran cuidado.

– En una situación normal -dice- yo diría que después de cierta edad uno ya es demasiado viejo para aprender lecciones. Solo puede ser castigado una y otra vez. Pero puede que eso no sea verdad, o que no lo sea siempre. Por lo que se refiere a Dios, yo no soy creyente, de modo que tendré que traducir a mi propio lenguaje lo que usted llama Dios y los deseos que tenga Dios. Según mi propio lenguaje, estoy siendo castigado por lo que sucedió entre su hija y yo. Estoy sumido en una desgracia de la que no será nada fácil que salga por mis propios medios. Y no es un castigo a cuyo cumplimiento yo me haya negado, al contrario. Ni siquiera he murmurado contra lo que me ha caído encima. Al contrario: estoy viviéndolo día a día, procurando aceptar mi desgracia como si fuera mi estado natural. ¿Cree usted que a Dios le parecerá suficiente que viva en la desgracia sin saber cuándo ha de terminar?

– No lo sé, señor Lurie. En una situación normal le diría que no me pregunte a mí, qué se lo pregunte a Dios. Pero como está claro que usted no reza, no tiene manera de preguntárselo a Dios. Por eso Dios habrá de encontrar su medio para decírselo. ¿Por qué cree que está usted aquí, señor Lurie?

Él permanece en silencio.

– Se lo diré yo. Usted estaba de paso por George, y entonces se acordó de que la familia de su alumna era de Geor ge, y entonces se dijo: ¿Por qué no? Usted no lo había planeado, y ahora sin embargo se encuentra en nuestra casa. Eso ha debido de suponerle a usted una sorpresa. ¿Me equivoco?

– No, no del todo. Pero tampoco es del todo cierto. Yo no le dije la verdad. No estaba de paso por George. Vine a George por una única razón: vine expresamente a hablar con usted. Llevaba ya algún tiempo pensando en hacerlo.

– Sí, usted vino a hablar conmigo, pero ¿por qué conmigo? Yo soy una persona con la que es fácil hablar: es demasiado fácil. Eso lo saben todos los niños que van a clase en mi colegio. Con Isaacs es muy fácil que uno se salga con la suya, eso es lo que suelen decir. -Ha vuelto a sonreír, y la suya es la misma sonrisa torcida de antes-. ¿Con quién ha venido a hablar en realidad?

Ahora sí está seguro: no le cae bien ese hombre, no le gustan nada sus trucos.

Se pone en pie, avanza a tientas por la sala de estar, que está desierta, y por el pasillo. Desde detrás de una puerta entrecerrada le llegan voces que hablan bajo. Abre la puerta. En la cama están sentadas Desirée y su madre, hacen algo con un ovillo de lana. Pasmadas al verlo, quedan en silencio.

Con todo el esmero que requiere una ceremonia, se arrodilla y toca el suelo con la frente.

¿Será suficiente?, piensa. ¿Bastará con eso? Si no, ¿qué más hará falta?

Se yergue. Las dos siguen sentadas en la cama, inmóviles. Mira a la madre a los ojos, luego mira a, la hija, y vuelve a saltar la corriente imparable, la corriente del deseo.

Se pone en pie, aunque con más esfuerzos de lo que hubiera deseado.

– Buenas noches -dice-. Gracias por su hospitalidad. Gracias por la cena.

A las once en punto de la noche recibe una llamada en la habitación de su hotel. Es Isaacs.

– Le llamo para desearle fuerza de cara al futuro. -Pausa-. Hay una pregunta que no tuve ocasión de hacerle, señor Lurie. ¿No estará usted esperando que intercedamos en su nombre ante la universidad?

– ¿Interceder?

– Sí. Para que le devuelvan su puesto, por ejemplo.

– Es una idea que no se me había pasado por la cabeza. Con la universidad he terminado.

– Se lo decía porque el camino por el que va usted es el camino que Dios quiere que recorra. No está en nuestra mano interceder.

– Entendido.

20

Vuelve a entrar en Ciudad del Cabo por la N2. Ha estado fuera algo menos de tres meses, aunque en ese lapso los asentamientos de los chabolistas han tenido tiempo suficiente para saltar al otro lado de la autopista y extenderse hacia el este del aeropuerto. El flujo de los vehículos debe ralentizarse mientras un niño con un palo pastorea a una vaca extraviada para alejarla de la calzada. Es inexorable, piensa: el campo va llegando a las puertas de la ciudad. Pronto habrá ganado paciendo otra vez por el parque de Rondebosch; pronto la historia habrá trazado un círculo completo.

Y así está de vuelta en casa. Pero no se parece nada a una vuelta a casa. No logra imaginar que de nuevo reside en la casa de Torrance Road, a la sombra de la universidad, merodeando por ahí como un delincuente que trata de pasar desapercibido, esquivando a los colegas de antaño. Tendrá que vender la casa, irse a un piso más barato, a otro barrio.

Sus finanzas están sumidas en el caos. No ha pagado una sola factura desde el día que se fue. Vive de sus tarjetas de crédito; cualquier día se le secará la fuente.

El fin de sus correrías. ¿Qué es lo que viene después del fin de sus correrías? De pronto se ve canoso, encorvado, arrastrando los pies camino de la tienda de la esquina para comprar su medio litro de leche y su media barra de pan; se ve de pronto sentado sin mover un dedo ante su mesa, en una habitación repleta de papeles amarillentos, a la espera de que la tarde se apague para poder prepararse la cena e irse a la cama. La vida de un erudito pasado de rosca, sin esperanza alguna, sin perspectivas: ¿es eso para lo que está preparado?

Abre la cancela. El jardín está cubierto por la maleza, el buzón está repleto de propaganda. Aunque bien fortificada de acuerdo con los cánones, la casa ha estado deshabitada desde hace meses: sería excesivo pedir que no hubiera sido víctima de alguna visita. Y así es: en cuanto pone el pie en su casa, nada más abrir la puerta y olfatear el interior, sabe que algo no marcha como debiera. El corazón le late desbocado de enfermiza excitación.

No se oye nada. Quien estuviera dentro se ha ido. Pero ¿cómo habrán entrado? Yendo de puntillas de una habitación a otra, pronto lo averigua. Los barrotes de una de las ventanas de la parte de atrás han sido arrancados de la pared y doblados, los cristales están hechos añicos, y así queda un hueco suficiente para que un niño e incluso un hombre no muy corpulento se cuelen en el interior. Una alfombrilla de hojas secas y arena, arrastradas por el viento, se ha quedado reseca en el suelo.

Recorre la casa haciendo un recuento de sus pérdidas. Su dormitorio ha sido saqueado, los cajones penden abiertos como bocas que bostezan. Se han llevado su equipo de música, sus cintas y sus discos, su ordenador. En su estudio descubre que han descerrajado tanto los cajones del escritorio como el archivador; hay papeles por todas partes. Han desvalijado a fondo la cocina: la vajilla, la cubertería, los pequeños electrodomésticos. Su mueble bar ha desaparecido. Incluso el armario donde guardaba las conservas está vacío.

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