J. Coetzee - Desgracia

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A los cincuenta y dos años, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su única aspiración, sus clases en la universidad son un mero trámite para él y para los estudiantes. Cuando se destapa su relación con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferirá renunciar a su puesto antes que disculparse en público. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. Allí, en una sociedad donde los códigos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David verá hacerse añicos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el corazón, y siempre, hasta el final, subyuga.

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Petrus toma la palabra.

– Dice que no sabe de qué está hablando usted. -Miente. Lo sabe perfectamente. Lucy lo confirmará.

Pero Lucy, por supuesto, no va a confirmarlo. Cómo va a esperar que Lucy se plante ante esos desconocidos, que dé la cara ante el chico, que lo señale con el dedo y diga Sí, es uno de ellos, es uno de los que lo hicieron.

– Voy a llamar a la policía -dice.

Entre los testigos se escucha un rumor de clara desaprobación.

– Voy a llamar a la policía -le repite a Petrus. Petrus permanece impasible.

En medio de una nube de silencio regresa al interior del establo, donde Lucy lo espera de pie.

– Vámonos -dice él.

Los invitados les abren paso. Ya no existe ni asomo de amistad en su aspecto. Lucy se olvida de la linterna: se pierden a oscuras, Lucy tiene que quitarse los' zapatos, avanzan a tientas por el patatal hasta llegar a la granja.

Tiene el teléfono en la mano cuando Lucy lo detiene.

– No, David. No lo hagas. No ha sido culpa de Petrus. Si llamas a la policía, echarás a perder su velada. Sé sensato.

Queda asombrado, tan asombrado que se vuelve en contra de su hija.

– Por Dios bendito, ¿por qué no va a ser culpa de Petrus? De un modo u otro, fue él quien trajo a esos hombres a casa, puedes estar segura. Y ahora tiene el descaro de invitarlos de nuevo. ¿Por qué iba a ser sensato? De veras, Lucy, que de todo este embrollo no consigo entender lo que se dice nada. No consigo entender por qué no los has acusado de verdad, no consigo entender por qué proteges a Petrus. Petrus no es parte inocente en todo esto, Petrus está de su parte.

– A mí no me grites, David. Esta es mi vida. Soy yo quien ha de vivir aquí. Lo que a mí me pase es asunto mío, solamente mío, no tuyo, y si tengo algún derecho es el derecho a que no me juzgues de este modo, a no tener que justificarme: ni ante ti ni ante nadie. En cuanto a Petrus, no es un trabajador contratado al que pueda despedir cuando me venga en gana, y menos porque a mi juicio se haya mezclado con quien no debía. Todo eso es agua pasada. Si quieres enfrentarte a Petrus, más te vale estar bien seguro de cómo son las cosas. No puedes llamar a la policía, no voy a consentirlo. Espera hasta la mañana. Espera hasta oír la versión de Petrus.

– ¡Pero es que entretanto ese chico habrá desaparecido!

– No desaparecerá. Petrus lo conoce. En cualquier caso, nadie desaparece en el Cabo Oriental. Este no es un lugar así.

– ¡Lucy, Lucy, te lo suplico! Tú quieres enmendar todos los males del pasado, pero esta no es la manera de hacerlo. Si no logras defenderte en este momento, jamás podrás caminar por ahí con la cabeza bien alta. Lo mismo dará que hagas las maletas y te marches. En cuanto a la policía, si ahora te sientes demasiado delicada para llamarlos, es que nunca deberíamos haber dado parte de lo ocurrido. Tendríamos que habernos quedado en silencio, haber esperado la siguiente agresión, o habernos cortado nosotros el cuello.

– ¡Ya basta, David! No tengo por qué defenderme ante ti. no sabes lo que ha ocurrido.

– ¿No lo sé?

– No, ni siquiera tienes la menor idea. Párate a pensarlo, ¿quieres? Con respecto a la policía, permíteme recordarte por qué los llamamos en primer lugar: los llamamos por el asunto del seguro. Tuviste que cumplimentar una denuncia porque de lo contrario el seguro no te pagaría los daños.

– Lucy, me dejas pasmado. Eso no es cierto, y tú lo sabes. En cuanto a Petrus, te lo repito: si cedes en este momento, si no le plantas cara, no serás capaz de convivir contigo misma. Tienes un deber para contigo, para con el futuro, para con el respeto en que te tienes. Déjame llamar a la policía, o llámalos tú misma.

– No.

No: esa es la última palabra de Lucy. Se retira a su habitación, cierra la puerta, lo deja al margen. Paso a paso, de manera tan inexorable como si fueran marido y mujer, ella y él se van distanciando, y él no puede hacer nada para remediarlo. Sus propias trifulcas han pasado a ser como las discusiones de un matrimonio, de dos personas atrapadas juntas, sin otro lugar al que irse. ¡Cómo debe detestar ella el día en que él vino a vivir a su casa! Sin duda deseará que se marche, y cuanto antes mejor.

Sin embargo, también ella tendrá que marcharse a la larga. En calidad de mujer que vive sola en la granja no tiene ningún futuro, eso salta a la vista. Incluso Ettinger, con sus armas y su alambre de espino y sus sistemas de alarma, tiene los días contados. Si a Lucy le queda un mínimo de sentido común, renunciará antes de que caiga sobre ella un destino peor que la muerte. Pero está claro que no, que no se dejará persuadir. Es terca, y está completamente inmersa en la vida que ha escogido.

Él sale de la casa a hurtadillas. Avanzando paso a paso con cautela, a oscuras, se llega hasta el establo por la parte trasera.

La gran hoguera está apagada, ha cesado la música. Hay un grupo de personas en la parte de atrás, una puerta tan ancha como para dejar paso a un tractor. Echa un vistazo por encima de sus cabezas.

En el centro se encuentra uno de los invitados, un hombre de mediana edad. Lleva la cabeza afeitada, y tiene un cuello de toro; viste un traje oscuro, y del cuello le cuelga una cadena de oro de la cual pende un medallón del tamaño de un puño, del tipo de las que ostentaban los jefes de las tribus como símbolo de su poder. Símbolos que se acuñaban por cajones en las fundiciones de Coventry o de Birmingham, estampados por una cara con la efigie de la amarga Victoria, regina et imperatrix, y por la otra con un ñu o un ibis rampante. Medallones, jefes, para uso de. Enviados por barco a todos los rincones del viejo imperio: a Nagpur, a las islas Fiji, a la Costa de Oro, a Cafrería.

El hombre habla en voz alta, en períodos de orador, redondeados, que ascienden y decrecen. No tiene ni idea de lo que está diciendo el hombre, pero de vez en cuando hay una pausa y un murmullo de asentimiento entre los asistentes, entre los cuales, jóvenes y viejos por igual, parece reinar un humor de apacible satisfacción.

Mira en derredor. El chico está ahí cerca, nada más pasar la puerta. El chico lo mira con ojos nerviosos. Otros ojos se vuelven también hacia él: hacia el desconocido, el extraño, el forastero. El hombre del medallón frunce el ceño, calla un momento, levanta la voz.

En cuanto a él, la atención no le importa. Que se enteren de que sigo aquí, piensa; que se enteren de que no estoy amedrentado en la casa grande. Y si eso fastidia su reunión, así sea. Alza la mano y se la lleva al vendaje blanco. Por vez primera se alegra de llevarlo, de ostentarlo como algo propio.

16

Durante toda la mañana siguiente Lucy lo rehuye. El encuentro que prometió tener con Petrus no se produce. Luego, por la tarde, el propio Petrus llama a la puerta de atrás como si viniera por un asunto de negocios, como siempre, vestido con su mono de trabajo y sus botas. Quiere tender las tuberías de PVC desde la represa hasta los cimientos de su nueva casa: una distancia de unos doscientos metros. ¿Puede llevarse prestadas unas herramientas, puede echarle una mano David para instalar el regulador?

– Yo no entiendo nada de reguladores. No sé nada de fontanería. -No está de humor para echarle una mano a Petrus.

– No es un asunto de fontanería -dice Petrus-. Solo se trata de colocar las tuberías, de empalmar cada tramo.

Por el camino a la presa Petrus le habla de distintos tipos de reguladores, de válvulas de presión, de las juntas; formula sus palabras con gracejo, dando muestra del dominio que tiene de la materia. La nueva tubería tendrá que atravesar las tierras de Lucy, dice; es buena cosa que ella le haya dado permiso.

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