J. Coetzee - Desgracia

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A los cincuenta y dos años, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su única aspiración, sus clases en la universidad son un mero trámite para él y para los estudiantes. Cuando se destapa su relación con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferirá renunciar a su puesto antes que disculparse en público. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. Allí, en una sociedad donde los códigos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David verá hacerse añicos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el corazón, y siempre, hasta el final, subyuga.

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Bev Shaw vuelve a sondear con el bisturí el interior de la boca. El perro resopla, se pone rígido, se relaja después.

– Ya está -dice-. Ahora habrá que dejar que la naturaleza siga su curso. -Desata la hebilla y habla con el niño en una lengua que parece un xhosa muy rudimentario. El perro, ya sobre las cuatro patas, se cobija bajo la mesa. En la superficie han quedado manchas de saliva y de sangre; Bev las limpia. El niño engatusa al perro para que salga con él.

– Gracias, señor Lurie. Su presencia es positiva. Me ha parecido que le agradan los animales.

– ¿Que me agradan los animales? Me los como, así que supongo que sí, que me agradan. Al menos por partes.

Ella tiene el cabello como una masa de rizos diminutos. ¿Se lo rizará ella misma, con unas tenacillas? No es probable: le llevaría varias horas al día. Seguramente le crece el pelo así de rizado. Él nunca había visto semejante tessitura desde tan cerca. Las venas que tiene en las orejas son muy visibles, una filigrana roja y morada. Lo mismo le sucede en las venillas de la nariz. Y luego tiene un mentón que es como si le saliera recto del cuello, como una de esas torcaces que hinchan el pecho durante el cortejo. En conjunto, es llamativamente carente de atractivo.

Ella medita las palabras que acaba de decir él, como si no hubiera percibido el tono con que las dijo.

– Sí, en este país comemos muchísimos animales -dice-. Y no parece que eso nos siente muy bien. Y tampoco estoy muy segura de cómo podremos justificarlo ante ellos. -Y luego-: ¿Vamos con el siguiente?

¿Justificarlo? ¿Cuándo? ¿El día del Juicio Final? Él siente cierta curiosidad, desea saber más, pero no es el momento adecuado.

La cabra, que es un macho adulto, apenas puede caminar. Tiene la mitad del escroto, amarillento y morado, hinchada como un globo; la otra mitad es un amasijo de sangre coagulada y de tierra seca. Ha sido atacado por los perros, explica la anciana. Sin embargo, parece bastante valeroso, animado, combativo. Mientras Bev Shaw lo examina, suelta una corta ristra de cagarrutas que caen al suelo. De pie frente a él, sujetándolo por los cuernos, la mujer hace como que lo regaña.

Bev Shaw toca el escroto con una gasa sujeta por unas pinzas. La cabra suelta una coz.

– ¿Puede sujetarle las patas? -pregunta, y de inmediato le indica el modo. Él amarra la pata posterior derecha a la pata delantera correspondiente. La cabra trata de soltar otra coz, se tambalea. Ella vuelve a limpiar la herida con delicadeza.

La cabra tiembla, emite un balido: es un sonido feo, bajo y áspero.

A medida que desaparece la tierra de la herida, él comprueba que la tiene repleta de gusanos blancos que menean las cabezas ciegas. Se estremece.

– Un nido de moscardas -dice Bev Shaw-. Y al menos desde hace una semana. -Frunce los labios-. Tendría que habérmelo traído mucho antes -dice a la mujer.

– Sí -responde la anciana-. Todas las noches vienen los perros. Es lamentable. Y hay que pagar quinientos rands por un macho como este.

Bev Shaw se endereza.

– No sé qué podrá hacerse. No tengo la experiencia suficiente para intentar una amputación. Podría esperar a que venga el doctor Oosthuizen el jueves, pero entonces el animal quedaría estéril, y dudo mucho que ella lo quiera en tal condición. Luego está el asunto de los antibióticos. ¿Estará preparada para gastar dinero en antibióticos?

Vuelve a arrodillarse al lado de la cabra, le acaricia el cuello a contrapelo, se lo roza con su corta pelambrera. La cabra tiembla, pero sigue quieta. Indica a la mujer que le suelte los cuernos. La mujer obedece. La cabra no se altera.

Le habla en susurros.

– ¿Y tú qué dices, amigo? -le oye decir-. ¿Qué me dices, eh? ¿Ya es suficiente?

La cabeza está absolutamente quieta, como si la cabra hubiera sido hipnotizada. Bev Shaw continúa acariciándola con la cabeza. Diríase que ella ha entrado también en trance.

Se rehace y se pone en pie.

– Me temo que es demasiado tarde -dice a la mujer-. No conseguiré que mejore. Puede esperar a que venga el doctor el jueves o, si quiere, puede dejarla conmigo. Puedo darle un final en paz. Él dejará que se lo haga. ¿Quiere que lo haga? ¿Quiere que me la quede?

La mujer vacila, pero al final niega con la cabeza. Tira de la cabra en dirección a la puerta.

– Luego se la devuelvo -añade Bev Shaw-. Solo la ayudaré a pasar el mal trago, eso es todo. -Aunque trata de controlar su voz, él nota el acento de la derrota en su timbre. La cabra también los oye: da una coz contra la sujeción, embiste, agacha la cabeza, el bulto obsceno le retiembla por detrás. La mujer suelta la atadura y la deja a un lado. Se van.

– ¿Qué es lo que ha querido insinuar? -pregunta él.

Bev Shaw oculta la cara, se suena.

– Nada. Conservo suficiente letal para las situaciones más difíciles, pero no puedo obligar a un dueño a tomar esa decisión. El animal le pertenece, tal vez prefiera sacrificarlo a su manera. ¡Qué pena! ¡Con lo valiente que se le veía, tan entera, tan confiada…!

Letal: ¿el nombre de una droga? No diría que no pueda ser una ocurrencia propia de los grandes fabricantes de fármacos. Súbita oscuridad, como en las aguas del Leteo.

– Tal vez el animal haya entendido más de lo que usted supone -dice. Para su sorpresa, descubre que está intentando consolarla-. Tal vez ya haya pasado por eso. Tal vez haya nacido con ese conocimiento, por así decirlo. En fin de cuentas, esto es África. Aquí hay cabras desde el origen de los tiempos. Nadie tiene que explicarles para qué sirve el acero, o el fuego. Saben cómo les sobreviene la muerte a las cabras. Están preparadas desde que nacen.

– ¿Usted cree? -dice ella-. Yo no estoy tan segura. No creo que ninguno estemos preparados para morir, y menos aún sin alguien que nos haga compañía.

Las cosas empiezan a encajar. Así, tiene una primera intuición de cuál es la tarea que esa mujer bajita y fea se ha impuesto. Ese edificio desolador no es un lugar donde se cura; sus conocimientos de veterinaria son los de una simple aficionada, no llegarán siquiera a eso. Es más bien un lugar que sirve de último recurso.- Recuerda entonces la historia de… ¿quién era? ¿San Humberto? En cualquier caso, un santo dio refugio a un ciervo que entró estrepitosamente en su capilla, jadeante, acosado, huyendo de la jauría con que le azuzaban los cazadores. Bev Shaw, que no es una veterinaria sino una sacerdotisa, llena a rebosar de supercherías New Age, intenta, por absurdo que sea, aliviar la pesada carga que soportan con tanto sufrimiento los animales de África. A Lucy le pareció que a él le resultaría interesante, pero Lucy se equivoca. La palabra no es interesante, ni mucho menos.

Pasa toda la tarde en el quirófano, ayudando en todo lo posible. Cuando dan por despachado el último de los casos del día, Bev Shaw le enseña el patio. En la jaula de los pájaros solamente hay un ave, una joven águila pescadora que tiene un ala rota. Por lo demás, hay perros: no son los perros de pura raza, bien cuidados, que custodia Lucy por temporadas, sino un hatajo de mestizos que llenan dos perreras hasta los topes, que ladran y aúllan, que gimen y dan saltos de pura excitación.

Ayuda a verter el pienso y a llenar los abrevaderos de agua. Vacían dos sacos de diez kilogramos cada uno.

– ¿Y cómo paga usted el pienso? -pregunta.

– Nos lo venden al por mayor. Realizamos cuestaciones públicas. Recibimos donaciones. Ofrecemos un servicio de esterilización gratuito, y recibimos por ello una subvención del gobierno.

– ¿Quién se ocupa de las operaciones?

– El doctor Oosthuizen, nuestro veterinario. Pero solo viene una tarde por semana.

Mira comer a los perros. Lo sorprende que apenas haya una sola pelea. Los pequeños y los débiles aceptan su suerte, y esperan su turno entre los demás.

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