Hegbert empezó la ceremonia en la manera tradicional, leyó el pasaje en la Biblia que Jamie una vez había subrayado para mí. Sabiendo lo débil que estaba, pensaba que nos tendría recitar los votos en ese mismo instante, pero otra vez Hegbert me sorprendería.
Miró a Jamie y a mí, luego a los feligreses, y luego a nosotros otra vez, como si buscara las palabras correctas.
Limpió su garganta, y su voz aumentó con el propósito de que todos pudieran escucharlo.
Esto es el lo que dijo:
"Como un padre, se supone que tengo que entregar a mi hija, pero no estoy seguro de que pueda hacer esto".
Los feligreses se pusieron silenciosos, y Hegbert inclinó la cabeza hacia mí, esperando que yo fuera paciente.
Jamie apretó mi mano como apoyo.
"No puedo entregar a Jamie sin poder entregar mi corazón. Pero lo que puedo hacer es compartir el placer que ella siempre me dado a mí. ¡Que las bendiciones de Dios estén con ustedes dos!".
Fue entonces que dejó la Biblia. Extendió la mano, tendiendo su mano a la mía, y la tomé, terminando el círculo.
Con eso nos llevó a través de nuestros votos. Mi padre me pasó el anillo que mi madre me había ayudado a escoger, y Jamie también me dio uno. Los pusimos sobre nuestros dedos. Hegbert nos miró cuando lo hicimos, y cuando estábamos definitivamente listos, nos declaró marido y mujer. Besé a Jamie suave y amorosamente cuando mi madre empezó a llorar, y luego sujete la mano de Jamie con la mía. En frente de Dios y de todos los demás, había prometido mi amor y dedicación, en la enfermedad y en la salud, y nunca me había sentido tan bien.
Fue, recuerdo, el momento más estupendo de mi toda vida.
Y ahora cuarenta años después, todavía puedo recordar todo de ese día.
Podré ser más viejo y más sabio, podré haber llevado otra vida desde entonces, pero sé que cuando mi tiempo llegue a su final, los recuerdos de ese día serán las ideas finales que flotaran a través de mi mente. Todavía la amo, y pues ustedes verán, yo nunca me he quitado mi anillo. En todos estos años nunca he sentido el deseo de hacerlo.
Respiro profundamente, recibiendo el aire fresco de la primavera. Aunque Beaufort ha cambiado y yo he cambiado, el aire sigue siendo el mismo. Todavía es el aire de mi infancia, el aire de mi decimoséptimo año, y cuando exhalo definitivamente, tengo ya cincuenta y siete otra vez. Pero eso está bien. Sonrío ligeramente, miro hacia el cielo, sabiendo que hay una cosa que todavía no les he dicho a ustedes:
Ahora creo, que de alguna forma u otra, los milagros pueden ocurrir.