Después de cinco manzanas, la Calle Dieciséis desemboca en West Main. Ancianos musulmanes pasean como estatuas blandas en sus trajes oscuros y alguna que otra chilaba sucia. Ahmad da con los escaparates del Pep Boys y la Al-Aqsa True Value, y luego tuerce por el callejón que él y Charlie recorrieron para llegar a lo que en su día fue el taller mecánico Costello. Se cerciora de que no hay nadie vigilando mientras se acerca a la puertecita lateral de metal tachonado y pintada de un pardo vomitivo. Ni rastro de Charlie esperándole fuera. Tampoco dentro se oye ruido. El sol ha terminado de atravesar la capota de nubes, y Ahmad percibe el sudor en hombros y espalda; su camisa blanca ha dejado de estar impoluta. El lunes se ha puesto en marcha a media manzana de distancia, en West Main. En el callejón hay un poco de tráfico, coches y peatones. Intenta abrir el pomo de latón nuevo, pero no cede. Prueba suerte de nuevo, exasperado. ¿Cómo pueden unos trocitos de metal necio cerrar el paso a la voluntad de as-Samad , el Perfecto?
Dominando su pánico, Ahmad prueba ahora con la puerta grande, la persiana del garaje. En la parte de abajo tiene un tirador que, al ser accionado, mueve dos bielas que a su vez liberan dos pestillos laterales. El tirador no está atrancado, y la puerta lo sorprende al deslizarse hacia arriba a merced del contrapeso, como si levantara el vuelo, un traqueteo ascendente y curvado que se detiene cuando la puerta queda trabada en unos rieles que se pierden en la penumbra del techo.
Ahmad ha traído la luz a la cueva. Charlie tampoco está dentro, en este lugar mugriento, ni tampoco los dos expertos, el técnico y su joven ayudante. Los bancos de trabajo y los tableros de clavijas están justo donde Ahmad recordaba. La basura y los montones de recambios desechados de la ocasión anterior parecen haberse reducido. Alguien ha limpiado el garaje, lo ha ordenado con alguna finalidad. Reina el mismo silencio que en una tumba tras su último saqueo. El tráfico del callejón arroja en la cueva peligrosos destellos de luz reflejada; distraídamente, algunos transeúntes miran dentro. No hay nadie, pero el camión sí está: el GMC 3500 cuadrangular con su rótulo poco profesional de PERSIANAS AUTOMÁTICAS.
Ahmad abre con cautela la puerta del conductor y comprueba que la caja color gris militar sigue en su sitio, entre los dos asientos, fijada con cinta aislante a la caja de leche. La llave de contacto cuelga del salpicadero, invitando a cualquier intruso a usarla. Los dos gruesos cables aislados todavía salen del detonador y desaparecen en el remolque. La portezuela que lo comunica con la cabina, por la que un adulto sólo podría pasar agachado, está abierta unos diez centímetros, y tras ella los cables se tensan más. Por la abertura, Ahmad huele la mezcla de nitrato amónico del fertilizante con nitrometano de combustible para coches de carreras. Puede ver los tambores de plástico, fantasmagóricamente blancos; tienen una altura que a él le llegaría a la cintura, cada uno contiene ciento sesenta kilos de mezcla explosiva. El plástico blanco y lustroso de los recipientes tiene el brillo de alguna especie de piel. Unos cables amarillos, empalmados entre sí, se desovillan hasta conectarse a los detonadores, potenciados con polvo de aluminio y pentrita, que quedan engastados al fondo de cada tambor. Los veinticinco barriles -los puede contar pese a la penumbra- están dispuestos en un cuadrado de cinco por cinco, esmeradamente unidos con dos vueltas de cuerda para tender la ropa y bien afianzados, para protegerlos de posibles corrimientos, mediante unas ensambladuras que los sujetan a los fiadores y a los barrotes de la estructura del remolque. El conjunto constituye una obra de arte moderno, expeditiva y críptica. Ahmad se acuerda del técnico chaparro, de los finos y gráciles movimientos de sus manos manchadas de aceite, y se lo imagina sonriendo, la dentadura incompleta, con el orgullo inocente de un obrero. Todos ellos, los que participan en este proyecto, son partes de una bella máquina, encajados los unos con los otros. Los demás han desaparecido pero queda Ahmad, quien colocará la última pieza en su lugar.
Con cuidado se aparta de la portezuela de madera, abandonando las hileras de tambores cargados a su fragante oscuridad. Han sido depositados en sus manos. Son, como él, soldados. Está rodeado de compañeros de filas pese a que permanezcan en silencio y no hayan dejado instrucciones. La puerta posterior del camión está cerrada y atrancada. Los operarios encajaron, pasándola por una gruesa grapa soldada a la puerta, la gran hembrilla de un voluminoso candado de combinación, que Ahmad desconoce. Entiende el mensaje: debe tener fe en sus hermanos, pese a que no se explica su ausencia, del mismo modo que ellos confían en él para que siga adelante con el plan. Ahmad es la solitaria herramienta final del Misericordioso, del Perfecto. Lo han equipado con un camión que es el gemelo del que habitualmente conduce, y que le hará el camino recto y llano. Tímidamente, toma asiento en la plaza del conductor. El viejo cuero negro de imitación tiene un tacto cálido, como si apenas un instante antes alguien hubiera estado sentado sobre él.
Una explosión, recuerda de sus clases de física en el Central High, no es más que un sólido o un líquido pasando rápidamente al estado gaseoso, expandiéndose en menos de un segundo hasta ocupar un volumen más de cien veces superior al inicial. No es más que eso. Como si quedara al margen de semejante proceso químicamente impasible, Ahmad se ve a sí mismo, pequeño y preciso, subiéndose a su nuevo camión, encendiendo el motor, dando gas con moderación y sacándolo marcha atrás al callejón.
Lo importuna una insignificancia. Al apearse para bajar la traqueteante persiana de garaje que han dejado abierta -él, el camión y la compañía invisible de sus colaboradores-, Ahmad nota cómo el zumo de la naranja que ha tomado para desayunar, unido al nerviosismo contenido, le presionan la vejiga. Debería descargar antes de emprender el viaje que tiene por delante. Aparca el camión, dejando el motor en marcha, a un lado del callejón, vuelve a subir la persiana metálica y en un rincón, al lado del banco de trabajo y el tablero de clavijas, encuentra el retrete del taller detrás de una puerta descascarillada, sin señalizar. Hay una cuerda con la que se enciende la bombilla, y un sanitario de porcelana clara con un ojo ovalado de dudosa agua que, en cuanto le haya añadido su propio y reducido caudal, vaciará al tirar de la cadena. Se lava las manos escrupulosamente, usando el dispensador de detergente antigrasa. Vuelve afuera y baja la puerta tirando del cordoncillo metálico; es entonces cuando se da cuenta de lo tonto y peligroso que ha sido abandonar el camión, con el motor en marcha, aunque sólo fuera por un minuto o dos. Es víctima de la exaltación tenue de las cosas que terminan; no está pensando con normalidad. Tiene que mantener la cabeza fría e imaginarse a sí mismo como una herramienta de Dios: frío, duro, firme y con la mente en blanco, como debe ser una herramienta.
Consulta su Timex: las ocho y nueve. Cuatro minutos más perdidos. Avanza con el camión, intentando evitar los baches, los arranques y paradas repentinos. Va rezagado respecto del horario que él y Charlie se marcaron, aunque el retraso no supera los veinte minutos. Desde que se ha puesto al volante se ha calmado; el camión ya es parte del flujo del tráfico cotidiano del mundo. Gira a la derecha al salir del callejón y luego a la izquierda en West Main, pasando otra vez por delante del Pep Boys, que exhibe su molesto cartel con los tres hombres dibujados, Manny, Moe y Jack, aunados en el cuerpo de un enano multicéfalo.
La ciudad, que ya ha despertado del todo, centellea y vira a su alrededor. Ahmad se imagina su camión como un rectángulo encajado en el visor circular de las cámaras televisivas que retransmiten persecuciones desde un helicóptero, enhebrándose por las calles, deteniéndose en los semáforos. La conducción de este camión es diferente de la del Excellency , que tenía una oscilación más cómoda, como si el conductor fuera sentado en el cuello de un elefante. Al mando de este vehículo ya no siente esa compenetración. Sus manos no se acostumbran al volante. Cada irregularidad en la calzada hace vibrar toda la estructura. Las ruedas delanteras se desvían continuamente a la izquierda, como si el chasis hubiera quedado torcido tras algún accidente. El peso -el doble del que llevó McVeigh, y mayor y más denso que cualquier mobiliario que haya transportado- lo impulsa hacia delante cuando frena ante un disco rojo y hacia atrás cuando acelera tras el verde.
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