John Updike - Terrorista

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Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del área de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irlandés y de un estudiante egipcio que desapareció de sus vidas cuando tenía tres años. A los once, con el beneplácito de su madre, se convirtió al Islam y, siguiendo las enseñanzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez más explícitas de implicación en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los túneles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo más escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empatía hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente árabe-americano que parece destinado a convertirse en un «mártir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beatífica confianza del que se cree merecedor de un paraíso de huríes y miel.

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– En New Jersey es donde la Revolución dio el vuelco. Long Island había sido un desastre; la ciudad de Nueva York, más o menos lo mismo. Retirada tras retirada. Enfermedades y deserciones. Justo antes del invierno del setenta y seis al setenta y siete, los británicos avanzaron desde Fort Lee hasta Newark, y después hasta Brunswick, Princeton y Trenton, con la misma facilidad con que se corta la mantequilla. Washington quedó rezagado, a la otra orilla del río Delaware, con un ejército harapiento. Muchos de sus hombres, lo creas o no, iban descalzos. Descalzos, y el invierno acechando. Estábamos en las últimas. En Filadelfia, todo el mundo intentaba huir excepto los Tories, leales a la metrópoli, que sólo hacían que esperar a que sus colegas, los casacas rojas, entraran. Arriba, en Nueva Inglaterra, una flota británica tomó Newport y Rhode Island sin disparar un solo tiro. Todo había terminado.

– ¿Y cómo es que no fue así? -pregunta Ahmad, que no acierta a entender por qué Charlie le está contando este cuento patriótico con tanto entusiasmo.

– Bueno -dice-, por varios factores. Algunas cosas buenas estaban ocurriendo. El Congreso Continental despertó y ya no intentó seguir dirigiendo la guerra; dijeron «Vale, que se ocupe George».

– ¿De ahí viene esa expresión?

– Buena pregunta; no lo creo. El otro general al mando, un imbécil llamado Charles Lee… el pueblo de Fort Lee se llama así en su honor, gracias, hombre. Bueno, a ése lo capturaron en una taberna en Basking Ridge, de modo que Washington quedó al cargo de todo. Llegado a este punto, Washington aún podía estar agradecido de contar con un ejército. Después de Long Island, mira por dónde, los británicos habían bajado el ritmo. Dejaron que el Ejército Continental se retirase y cruzara el Delaware. Más tarde se vio que fue un error, ya que, como te habrán dicho en clase… ¿qué coño os enseñan en la escuela, campeón?… Washington y una panda de valerosos y andrajosos guerrilleros atravesaron el Delaware el día de Navidad, aplastaron a las guarniciones de mercenarios alemanes que había en Trenton e hicieron un montón de prisioneros. Además, cuando Cornwallis sacó a una parte considerable de sus tropas de Nueva York porque creía que tenía a los rebeldes atrapados al sur de Trenton, Washington penetró por el bosque, alrededor de los Barrens y el Pantano del Gran Oso, y ¡marchó al norte hacia Princeton! ¡Y todo con unos soldados vestidos con harapos que llevaban días sin dormir! Antes la gente era más dura. No les daba miedo morir. Cuando se topó con tropas británicas al sur de Princeton, uno de los generales de Washington que se llamaba Mercer fue capturado, y lo acusaron de ser un maldito rebelde y le dijeron que suplicara clemencia, pero él replicó que no era ningún rebelde y se negó a implorar, así que lo mataron a bayonetazos. Esos británicos no eran tan majos como los pintan en los episodios de Masterpiece Theatre . Cuando en Princeton la cosa empezaba a pintar negro, Washington, montado en un caballo blanco… es la pura verdad, iba en un caballo blanco… condujo a sus hombres hasta el centro del fuego británico, y se volvieron las tornas. Después persiguió a los casacas rojas en retirada gritando: «¡Buena caza del zorro, chicos!».

– Qué cruel -intervino Ahmad.

Charlie hizo ese sonido de negación tan estadounidense con la nariz, «humpf», en señal de rechazo, y dijo:

– No creas. La guerra es cruel, pero no necesariamente los hombres que la llevan a cabo. Washington era un caballero. Cuando la batalla de Princeton terminó, se detuvo ante un soldado británico herido y lo felicitó por la noble batalla que habían presentado. En Filadelfia, salvó a los mercenarios alemanes, de Hesse, de las multitudes cabreadas, que los habrían matado. Mira, a esos alemanes, como a muchos de los soldados a sueldo de Europa, los habían entrenado para conceder clemencia sólo en ciertas situaciones, de lo contrario no se quedaban a ningún prisionero; eso es lo que nos hicieron en Long Island, nos masacraron, y quedaron tan sorprendidos con el trato humano que les dispensó Washington que una cuarta parte permaneció aquí una vez terminada la guerra. Se casaron con las alemanas de Pennsylvania, que descendían de colonos alemanes y suizos. Se convirtieron en estadounidenses.

– Parece que estás prendado de George Washington.

– ¿Y por qué no? -dice pensativo Charlie, como si Ahmad le hubiera tendido una trampa-. Tienes que estarlo, si te importa New Jersey. Aquí es donde mostró su valía. Lo grande de él es que aprendía rápido. Aprendió, que no es poco, a llevarse bien con los habitantes de Nueva Inglaterra. Desde el punto de vista de un hacendado de Virginia, los de Nueva Inglaterra eran un hatajo de anarquistas desaliñados; entre sus filas tenían a negros y a pieles rojas como si esa gente fueran blancos, y también los empleaban en los barcos balleneros. La verdad es que, de hecho, el propio Washington tenía a un negraco siempre a su lado, también se llamaba Lee; no, no tenía parentesco alguno con el Robert E. Lee de la guerra de Secesión. Cuando terminó la guerra, Washington le otorgó la libertad por los servicios prestados a la Revolución. Había aprendido a considerar la esclavitud como algo malo. Acabó siendo un fiel partidario del alistamiento de los negros, después de haberse resistido en un principio. ¿Conoces la palabra «pragmático»?

– Por supuesto.

– Pues Georgie lo era. Sabía sacarle provecho a cualquier circunstancia. Aprendió a luchar como las guerrillas: atacar y esconderse, atacar y esconderse. Se replegaba pero nunca se rendía. Era el Ho Chi Minh de su época. Éramos como Hamás. Éramos Al-Qaeda. El asunto es que los británicos querían que New Jersey -se apresura a añadir Charlie, cuando Ahmad toma aire como para interrumpirle- fuera un modelo de pacificación; querían ganarse los corazones y las conciencias, habrás oído hablar de eso. Vieron que lo que habían hecho en Long Island había sido contraproducente, habían provocado más resistencia, y aquí intentaban hacerse los amables, cortejar a los colonos para que se reconciliaran con la madre patria. En Trenton, lo que Washington dijo a los británicos fue: «Aquí tratamos con la realidad, es algo que va más allá de la amabilidad».

– Más allá de la amabilidad -repite Ahmad-. Podría ser el título de una serie televisiva, la podrías dirigir.

Charlie no contesta a la broma. Le está vendiendo algo. Y sigue:

– Le mostró al mundo cómo vencer las circunstancias adversas, qué hacer contra las superpotencias. Demostró, y aquí es donde entran Vietnam e Irak, que en una guerra entre un ocupante imperialista y el pueblo que realmente vive ahí, el pueblo será quien finalmente gane. Conocen el terreno. Se juegan mucho más. No tienen ningún otro lugar adonde ir. No fue sólo el Ejército Continental en New Jersey, sino también las milicias locales, las escurridizas bandas de vecinos que actuaban por su cuenta en todo New Jersey, cargándose a los soldados británicos uno a uno y después desapareciendo, de vuelta al campo… en otras palabras, sin jugar limpio, sin ceñirse a las reglas del enemigo. El ataque contra los mercenarios de Hesse también fue furtivo: en mitad de una tormenta, con ventisca, y durante una fiesta, cuando se suponía que ni siquiera los soldados debían trabajar. El mensaje de Washington era: «Eh, ésta es nuestra guerra». Mira, la batalla de Valley Forge se llevó toda la atención, pero los inviernos posteriores se los pasó al raso en New Jersey: en Middlebrook, en las montañas de Watchung, y luego en Morristown. El primer invierno en Morristown fue el más frío de los últimos cien años. Talaron doscientas cuarenta hectáreas de robles y castaños para construir cabañas y tener leña. Había tanta nieve que las provisiones no llegaron y casi mueren de hambre.

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