John Updike - Terrorista

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Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del área de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irlandés y de un estudiante egipcio que desapareció de sus vidas cuando tenía tres años. A los once, con el beneplácito de su madre, se convirtió al Islam y, siguiendo las enseñanzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez más explícitas de implicación en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los túneles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo más escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empatía hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente árabe-americano que parece destinado a convertirse en un «mártir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beatífica confianza del que se cree merecedor de un paraíso de huríes y miel.

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Pronuncia con cariño y énfasis la expresión «registros a fondo». Evoca una imagen de hombres fornidos en monos verdes o gris azulados destripando vehículos y paquetes, descargando con vigor la frustración diaria que siente el secretario ante las dificultades del cargo. Su cometido es proteger, a pesar de sí misma, a una nación de casi trescientos millones de almas anárquicas con sus correspondientes millones de impulsos irracionales y actos caprichosos que se salen de los límites de lo potencialmente vigilable. Estas lagunas e irregularidades colectivas de la multitud forman una superficie muy accidentada sobre la cual el enemigo puede plantar uno de sus cultivos tenaces y pandémicos. Destruir, el secretario lo ha pensado a menudo, es mucho más fácil que construir -al igual que alterar el orden social es más fácil que mantenerlo- y los guardianes de la sociedad tienen que ir siempre a la zaga de quienes pretenden destruirla, de la misma manera que -de joven había formado parte del equipo de fútbol americano de la Lehigh University – un receptor veloz siempre le puede sacar unos metros al cornerback de la defensa. «Y que Dios bendiga a América», así cierra su intervención pública.

El piloto rojo que hay sobre el ojo de buey se apaga. Ya no está grabando. De repente el hombre se encoge, sólo oirán sus palabras el puñado de técnicos y de fieles funcionarios que pululan a su alrededor en este incómodo estudio radiotelevisivo a prueba de bombas, hundido varias decenas de metros bajo el suelo de Pennsylvania Avenue. A otros miembros del gabinete ministerial les dan edificios federales de mármol y piedra caliza tan largos que cada uno tiene su propio horizonte, mientras que él debe acurrucarse en un despachito sin ventanas en el sótano de la Casa Blanca. Con un hercúleo suspiro de fatiga, el secretario le da la espalda a la cámara. Es un hombre corpulento, con una tajada de músculos en la espalda que supone problemas añadidos a los sastres que confeccionan sus trajes azul oscuro. La boca, en su enorme cabeza, parece agresivamente pequeña. El corte de pelo, en esa misma cabeza, también parece pequeño, como si le hubieran encasquetado el sombrero de otro. Su acento de Pennsylvania no es cerrado ni rezonga, comiéndose las sílabas, como el de Lee Iacocca, ni tampoco es un graznido chirriante como el de Arnold Palmer. Siendo de una generación más joven que éstos, habla un inglés neutro, que queda bien en los medios; sólo la tensa solemnidad y ciertos matices que da a las vocales delatan su origen, un estado famoso por su seriedad, por el esfuerzo honrado y la entrega estoica, por los cuáqueros y los mineros de carbón, por los granjeros amish y los magnates del acero presbiterianos temerosos de Dios.

– ¿Qué me dice? -le pregunta a una ayudante, delgada y con los ojos irritados, también de Pennsylvania, de sesenta y cuatro años de edad pero virginal, Hermione Fogel.

La piel transparente de Hermione y su porte nervioso y turbado manifiestan el deseo instintivo del subalterno de volverse invisible. El espíritu bromista y pesado con que el secretario expresa su afecto y confianza le sirvió para traérsela de Harrisburg y darle el cargo informal de subsecretaria de Bolsos de Mujer. El asunto tenía entidad suficiente. Siendo los bolsos de mujer simas que albergaban desorden y tesoros sedimentados, en sus profundidades los terroristas podían esconder gran cantidad de diminutas armas: navajas de bolsillo, bolas explosivas de gas sarín, pistolas paralizantes con forma de pintalabios. Fue Hermione quien ayudó a desarrollar el protocolo de registro para esta crucial área de oscuridad, incluido la sencilla vara de madera con la que los guardias de seguridad de las entradas podían sondear las profundidades de los bolsos y no ofender a nadie hurgando en ellos con las manos desnudas.

La mayoría del personal de seguridad era de alguna minoría, y muchas mujeres, sobre todo las mayores, se espantaban al ver la intrusión de unos dedos negros o morenos en sus bolsos. El adormilado gigante del racismo estadounidense, arrullado por décadas de cantinelas oficiales progresistas, volvía a despertarse en cuanto afroamericanos e hispanos, quienes -la queja se oía a menudo- «ni siquiera hablan inglés como es debido», adquirían autoridad para cachear, preguntar, retrasar, conceder o denegar acceso y permiso para tomar un avión. En un país donde los controles de seguridad se multiplican, los guardianes se multiplican también. Los profesionales bien pagado» que surcaban los aires y frecuentaban los recientemente fortificados edificios gubernamentales tenían la sensación de que le habían sido otorgadas potestades tiránicas a una clase inferior de morenos. Las cómodas vidas que apenas hace una década se movían con facilidad por circuitos de privilegio y accesos franqueados a priori se encuentran ahora con escollos a cada paso, mientras guardias celosos hasta la exasperación sopesan permisos de conducir y tarjetas de embarque. El interruptor ha dejado de activarse, las puertas se mantienen cerradas donde antes un proceder seguro de sí mismo, un traje correcto, una corbata, y una tarjeta de visita de cinco centímetros por siete y medio las habían abierto. Con estas inflexibles y tupidas precauciones, ¿cómo va a funcionar el capitalismo, que es un mecanismo fluido, accionado hidráulicamente, por no hablar ya del intercambio intelectual y la vida social de las familias extensas? El enemigo ha cumplido su objetivo: el ocio y los negocios en Occidente se han empantanado de una manera desmesurada.

– Creo que ha ido muy bien, como de costumbre. -Hermione Fogel responde a una pregunta que el secretario ya casi ha olvidado. Está preocupado: las exigencias contradictorias de privacidad y seguridad, de comodidad y medidas de precaución, son su pan de cada día, y aun así la compensación que recibe en términos de popularidad es casi nula, y en términos económicos definitivamente modesta, con unos hijos a punto de ir a la universidad y una esposa que debe mantenerse a la altura en los interminables encuentros sociales del Washington republicano. Con la excepción de una mujer negra, soltera, profesora universitaria políglota y experta pianista que está a cargo del programa estratégico a escala mundial y a largo plazo, los colegas del secretario en la administración nacieron ricos y han amasado fortunas adicionales en el sector privado durante los ocho años de vacaciones que duró la presidencia de Clinton. En esos años de vacas gordas el secretario estaba atareado abriéndose camino por puestos gubernamentales mal pagados en el estado de la Piedra Angular, como llaman a Pennsylvania. Ahora todos los clintonianos, incluidos los propios Clinton, se están montando en el dólar con sus memorias sin tapujos, mientras que el secretario, leal e impasible, está desposado con la obligación de mantener la boca bien cerrada, ahora y por los siglos de los siglos.

No es que sepa algo que sus arabistas no le hayan dicho; el mundo que monitorizan, lleno de charlas electrónicas salpicadas por el crepitar de eufemismos poéticos y bravatas patéticas, le es tan ajeno y repugnante como cualquier submundo informático de lerdos insomnes, por mucho que tengan sangre caucásica y educación cristiana. «Cuando el cielo se hienda en el este y se tiña de rojo coriáceo»: la inserción en esta cita coránica de una expresión que no aparece en el Corán («en el este») puede o no, ligada a varias «confesiones» inconexas y extravagantes de activistas detenidos, justificar que eleve el nivel de vigilancia policial y militar concedida a ciertas instituciones financieras del Este, ubicadas siempre en los monumentales rascacielos que parecen resultar atractivos a la mentalidad supersticiosa del enemigo. El enemigo está obsesionado con los lugares sagrados. Y como los antiguos archienemigos comunistas, los actuales están convencidos de que el capitalismo tiene un cuartel general, de que hay una cabeza que se puede cortar, lo que dejaría a los rebaños de fieles desamparados, listos para aceptar como borregos agradecidos una tiranía ascética y dogmática.

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