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Erica Jong: Miedo A Los Cincuenta

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Erica Jong Miedo A Los Cincuenta

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Este libro de memorias está escrito a los cincuneta años, punto de inflexión de la existencia. Y es también el testimonio de varias décadas fundamentales en la historia de las mujeres. El sentido del humor y el ingenio con que Erica Jong levanta acta de los logros obtenidos por las mujeres desde la eclosión del feminismo a finales de los sesenta y principios de los setenta han convertido esta inusitada autobiografía en un verdadero éxito mundial. Miedo a los cincuenta encierra la vida de una generación de mujeres educadas para ser como Doris Day cuando fueran mayores y que ahora tienen que educar a sus hijas en los tiempos de Madonna y las Spice Girls.

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Si una posee su propia alma, no tiene que asustarse de los cincuenta años.

Retrocedo a una época de exactamente tres años antes de mi quincuagésimo cumpleaños, cuando mi reloj interno hacía un tictac inexorable.

Estoy en un avión, volando a Suiza para asistir a la boda de un antiguo novio, ahora amigo. Es un hermoso romano diez años más joven que yo, y se va a casar con una princesa alemana diez años más joven que él. Estoy contenta por ellos y, al mismo tiempo, desolada. No es que el novio y yo estemos enamorados todavía, sino simplemente que hemos hablado interminablemente sobre cómo podríamos seguir juntos (porque ninguno de los dos se quería casar), y ahora él se casa y yo no.

Yo no quiero volverme a casar, creo (todavía no tengo ni siquiera cuarenta y siete años). Soy libre. Mi libertad es tal que mantengo un triángulo a larga distancia con otro italiano delicioso, un triángulo al alcance de la mano con un hombre que no se decide a dejar a su mujer, y también me veo con distintos hombres a los que les aterroriza el comprometerse tanto como a mí. Mi vida es un circo social, pero nunca me puedo relajar y acurrucarme en la cama con un libro. Aunque lo pueda negar, asisto a esta boda, como de costumbre, en busca del hombre perfecto. Por supuesto que no creo en el hombre perfecto. Por supuesto que no espero conocerle jamás.

La boda tiene lugar en el pequeño juzgado de un pueblo de las montañas suizas que parece como sacado de un reloj de cuco. Los hermosos novios firman, pronunciando lo adecuado (el novio dice «si», la novia dice «ja»); y después de eso el juez que les ha casado cae al suelo con un ruido sordo y la piel se le pone de un gris azulado mate debido a una súbita parada cardiaca. Me resulta absolutamente claro que el juez está muerto: gestorben, morto. Los parientes corren a llamar al servicio de urgencias, y se tranquilizan frenéticamente entre ellos. (Al menos los alemanes se tranquilizan entre ellos con que el juez se pondrá bien; los italianos, por su parte, murmuran sombríamente: Maledizione, maleáizione.)

No mucho después una ambulancia sale disparada inútilmente hacia el hospital con el juez irreparablemente muerto, y los silenciosos y serios invitados a la boda emprenden su marcha por las empinadas calles del pueblo cubierto de nieve, camino de una recepción en el elegante chalé de la madre de la novia. Se hacen los brindis, se entrechocan las copas de champán. Los parientes alemanes niegan que haya pasado nada malo, y los italianos siguen retorciéndose las manos y agarrándose la entrepierna para defenderse del mal de ojo.

La boda queda ensombrecida por este suceso, aunque todos lo nieguen. Pero el bebé que aparece los requeridos meses después es guapo y rubio, perfecto en todos los sentidos. Y el novio y la novia están tan felices como Candide y Cunégonde en el mejor de los mundos posibles. La muerte ha ensombrecido la vida, pero la vida sigue.

En la cena de la boda, que se celebra en un cháteau muy grande pero lo bastante rústico de otro de los parientes de la novia, yo estoy sentada al lado de un joven y guapo playboy de Monaco, Milán, París y Londres, el cual, al ver la tarjeta con mi nombre indicando dónde me debo sentar, hace esta ingeniosa proposición:

– Tú escribes libros atrevidos. ¿Serías atrevida conmigo?

El corazón me pesa. La pesadumbre me reclama en medio de los festejos. Mi reputación es una especie de chiste verde y mi mejor amigo se acaba de casar. Bebo demasiado, bailo con excesivo frenesí, beso al novio y a la novia y salgo a la nieve del brazo de un amigo gay (en cuya casa estoy alojada). Despertaré a las tres de la mañana en la habitación para invitados de su ático, retorciéndome las manos y sollozando.

Por la mañana se han desvanecido los vapores, desplazados por el sol que incide sobre la nieve. Doy un paseo en coche por los Alpes con mi amigo, deteniéndonos en un restaurante a tomar trucha y hablar, pasando después por el lago Como y Milán, y terminando en Venecia, donde espera mi amante.

Como siempre, el sexo entre nosotros es una mágica abolición del tiempo, y durante tres días estoy muy contenta. Estamos sentados en su barco balanceándonos en el lago, viendo los espejismos de Venecia flotar en las aguas. Hacemos el amor a horas raras, en sitios raros, evitando a sus parientes. Nos separamos, prometiendo que estaremos juntos «algún día». (Yo compraré úpalazzo de al lado del de su esposa, y él me visitará mañana y tarde, se supone que por un pasadizo.)

Pero la bendición doméstica de mi antiguo novio ha variado la ecuación. Por supuesto que necesito un alma propia para encarar los cincuenta años, pero ¿no necesito también un compañero y un amigo? ¿Incluso las mujeres liberadas necesitan amigos?

Probablemente podría seguir unos cuantos años más tomando maridos prestados. Siempre hay gran cantidad de ellos en oferta. Pero la cuestión no es ésa. Puedo tener mis propias casas, mis propias cuentas bancarias, una hija maravillosa y cierto grado de control sobre mi futuro, pero lo cierto es que voy a la deriva por el mundo. No puedo controlar el paso de los años, ni el destino de mis libros. Y estoy sola. Puede que no necesite un marido, pero sin duda necesito un amigo.

Por primera vez en mi vida de adulta me encuentro pensando en el matrimonio de mis padres. Siento nostalgia de él, como si fuera un matrimonio por el que pasé yo misma. Mis padres se mostraban amistosos al terminar el día; se reían en la cama y se leían en voz alta uno al otro el New Yorker. Nunca parecían cansarse de la risa del otro. Recuerdo su cama cubierta de libros y sus animadas discusiones interrumpidas por comentarios de S. J. Perelman leídos en voz alta.

Casi tengo cincuenta años y no tengo a nadie que me lea en voz alta en la cama. Tengo amantes y tengo amigos. Pero el amigo que también era amante se acababa de casar. Y eso ilumina un punto de mi soledad.

¿Por qué estamos solas todas las mujeres independientes que conozco? ¿Y por qué todos mis amigos masculinos se casan con mujeres más jóvenes? Vuelvo a Nueva York con una grieta súbitamente abierta en mi armadura. Y cuando un amigo quiere presentarme a un amigo, me sorprendo diciendo que sí.

El matrimonio de mis padres, naturalmente, es donde empezó todo. Ella tenía dieciocho años y él diecinueve cuando se conocieron en las montañas Catskill. Él era de Brownsville y ella era de Washington Heights. El padre y la madre de él eran unos judíos polacos con apellido alemán: Weisman. El padre y la madre de ella eran judíos rusos de Inglaterra, con un apellido ruso: Mirsky.

Se enamoraron por una batería. El, viendo que ella pintaba (y pensando que era divertida y cachonda), la invitó a «pintar su batería». Ella, viendo que él era guapo y de ojos azules y que tocaba bien la batería, se mostró de acuerdo. Ella pintó la batería y coqueteó con él. El se congració consigo mismo en la cama de ella. Hacia el final del verano, Eda Mirsky y Samuel Nathaníel (Seymour) Weisman decidieron casarse. Eran muy jóvenes y era cuando la Gran Depresión.

El padre de ella dijo:

– ¿Cómo? ¿Que te casas con un barabanchik? -(uno que toca el tambor, en ruso).

La madre de él dijo:

– Creo que te está utilizando.

Pero las feromonas son más fuertes que las advertencias paternas. Se casaron el 3 de marzo de 1933.

Sus primeros años fueron duros. El trabajaba toda la noche en discotecas pequeñas - Bal Musette, Bal Tabarin - y ella se quedaba en casa. A él le tentaban demasiadas chicas cantantes y demasiados canutos. Sola, durante el lento transcurrir de las horas, ella se preguntaba si no habría cometido un error. Su padre por entonces era un próspero pintor de retratos y un artista que ganaba dinero con unos cuantos clientes famosos. Había alfombras orientales y porcelana, y una vida muy lejos de la shtetl rusa donde había nacido mi abuelo Mirsky.

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