Array Array - Paula

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Salimos a tropezones, agradecidos, sin poder creer tanta magnanimidad. No volvimos a robar en mucho tiempo, pero un par de años más tarde, cuando estábamos en Beirut, pensé mejor el asunto y me entró la sospecha de que el supuesto detective fuera un chofer de la Embajada, el tío Ramón era bien capaz de hacernos esa broma. Usando otro alambre retorcido abrí nuevamente el armario y esta vez encontré, además de los previsibles tesoros, cuatro volúmenes con tapas de cuero rojo: Las mil y una noches. Deduje que sin duda existía una razón poderosa para que esos libros estuvieran bajo llave y por lo mismo me interesaron mucho más que los bombones, los cigarrillos o las mujeres en portaligas de las revistas eróticas. Durante los tres años siguientes los leí dentro del armario alumbrada por mi antigua linterna, en las horas en que el tío Ramón y mi madre iban a cocteles y cenas. A pesar de que los diplomáticos padecen por obligación una intensa vida social, nunca me alcanzaba el tiempo para terminar esas fabulosas historias. Al oírlos llegar debía cerrar el armario a toda prisa y volar a mi cama a fingirme dormida. Era imposible dejar marcas entre las páginas o recordar dónde había quedado y como además me saltaba pedazos buscando las partes cochinas, se confundían los personajes, se pegaban las aventuras y así fui creando innumerables versiones de los cuentos, en una orgía de palabras exóticas, de erotismo y fantasía. El contraste entre el puritanismo del colegio, que exaltaba el trabajo y no admitía las necesidades básicas del cuerpo ni los relámpagos de la imaginación, y el ocio creativo y la sensualidad arrolladora de esos libros, me marcó definitivamente. Durante décadas oscilé entre esas dos tendencias, desgarrada por dentro y perdida en un mar de confusos deseos y pecados, hasta que por fin en el calor de Venezuela, cuando me faltaba poco para cumplir cuarenta años, pude librarme de los rígidos preceptos de Miss Saint John. Tal como devoré los mejores libros de mi infancia escondida en el sótano de la casa del Tata, leí a hurtadillas Las mil y una noches en plena adolescencia, justo cuando mi cuerpo y mi mente despertaban a los misterios del sexo. Dentro del armario me perdí en cuentos mágicos de príncipes que se trasladaban en alfombras voladoras, de genios encerrados en lámparas de aceite, de simpáticos bandidos que se introducían al harem del sultán disfrazados de viejas para retozar incansables con mujeres prohibidas de cabellos negros como la noche, nalgas abundantes y senos de manzana, perfumadas de almizcle, suaves y siempre dispuestas al placer. En esas páginas el amor, la vida y la muerte tenían un carácter juguetón; las descripciones de comida, paisajes, palacios, mercados, olores, sabores y texturas eran de tal riqueza, que para mí el mundo nunca más volvió a ser el mismo.

Soñé que tenías doce años, Paula. Vestías un abrigo a cuadros, llevabas el pelo en media cola atado con una cinta blanca y el resto suelto sobre los hombros. Estabas de pie al centro de una torre hueca, como un silo para guardar granos, donde volaban cientos de palomas. La voz de la Memé me decía: Paula ha muerto.

Yo corría a sujetarte por el cinturón del abrigo, pero comenzabas a elevarte arrastrándome contigo y flotábamos livianas, ascendiendo en círculos; me voy contigo, llévame, hija, te suplicaba. De nuevo la voz de mi abuela resonaba en la torre:

Nadie puede ir con ella, ha bebido ia poción de la muerte.

Seguíamos subiendo y subiendo, tú alada y yo decidida a retenerte, nada me separaría de ti.

Arriba había una apertura pequeña desde donde se veía un cielo azul con una nube blanca y perfecta, como un cuadro de Magritte, y entonces comprendía horrorizada que tú podías salir, pero el ventanuco era demasiado estrecho para mí. Intentaba sujetarte por la ropa, te llamaba y no me salía la voz. Sonriendo vagamente escapabas haciéndome una señal de adiós con la mano. Durante unos instantes preciosos podía ver cómo te alejabas cada vez más alto y luego yo comenzaba a descender dentro de la torre en medio de una turbulencia de palomas.

Desperté gritando tu nombre y tardé varios minutos en recordar que me encontraba en Madrid y reconocer el cuarto del hotel. Me vestí de prisa, sin dar tiempo a mi madre de detenerme, y partí corriendo al hospital. Por el camino logré subirme a un taxi y poco después golpeaba frenética la puerta de Cuidados Intensivos.

Una enfermera me aseguró que nada te había sucedido, todo estaba igual, pero tanto supliqué y tan angustiada me vio, que me permitió entrar a verte por un instante. Comprobé que la máquina continuaba soplándote aire en los pulmones y no estabas fría, te di un beso en la frente y salí a esperar la madrugada. Dicen que los sueños no mienten. Con la primera luz de la mañana llegó mi madre. Traía un termo con café recién hecho y unas rosquillas aún tibias, compradas por el camino.

— Cálmate, no se trata de un mal presagio, esto nada tiene que ver con Paula. Tú eres todos los personajes del sueño–me explicó.

Eres la niña de doce años que todavía puede volar libremente. A esa edad se te acabó la inocencia, se murió la niña que tú eras, ingeriste la poción de la muerte que todas las mujeres bebemos tarde o temprano. ¿Has notado que en la pubertad se nos acaba la energía de amazonas que traemos desde la cuna y nos convertirnos en seres castrados y llenos de dudas? La mujer que se queda atrapada en el silo eres tú también, presa de las limitaciones de la vida adulta.

La condición femenina es una desgracia, hija, es como tener piedras atadas a los tobillos, no se puede volar.

— ¿Y qué significan las palomas, mamá?

— El espíritu alborotado, supongo…

Cada noche los sueños me esperan agazapados bajo la cama con su cargamento de visiones terribles, campanarios, sangre, lúgubres lamentos, pero también con una cosecha siempre fresca de imágenes furtivas y felices. Tengo dos vidas, una despierta y otra dormida.

En el mundo de los sueños hay paisajes y personas que ya conozco, allí exploro infiernos y paraísos, vuelo por el cielo negro del cosmos y desciendo al fondo del mar donde reina el silencio verde, encuentro decenas de niños de todas clases, también animales imposibles y los delicados fantasmas de los muertos más queridos.

A lo largo de los años he aprendido a descifrar los códigos y entender las claves de los sueños, ahora los mensajes son más nítidos y me sirven para aclarar las zonas misteriosas de la existencia cotidiana y de la escritura.

Volvamos a Job, en quien he pensado mucho en estos días. Se me ocurre que tu enfermedad es una prueba, como las que tuvo que soportar aquel infeliz. Es mucha soberbia de mi parte imaginar que yaces en esta cama para que nosotros, los que aguardamos en el corredor de los pasos perdidos, aprendamos algunas lecciones, pero la verdad es que así lo creo a ratos. ¿Qué quieres enseñarnos, Paula? He cambiado mucho en estas interminables semanas, todos los que hemos vivido esta experiencia hemos cambiado, sobre todo Ernesto, que parece haber envejecido un siglo. ¿Cómo puedo consolarlo si yo misma estoy desesperada? Me pregunto si volveré a reírme con ganas, a abrazar una causa, a comer con gusto o a escribir novelas. Por supuesto que sí, pronto estarás celebrando con tu hija y no te acordarás de esta pesadilla, me promete mi madre, respaldada por el especialista en porfiria, quien asegura que una vez superada la crisis los pacientes se recuperan por completo, pero tengo un mal presentimiento, hija, no puedo negarlo, esto dura demasiado y no te veo mejor, me parece que estás peor. Tu abuela no se da por vencida, mantiene rutinas normales, ánimo para leer el periódico y hasta para salir de compras; de lo único que me arrepiento en la vida es de lo que no compré, dice esta mujer pecadora. Llevamos mucho tiempo aquí, quiero volver a casa. Madrid me trae malos recuerdos, aquí he pasado penas de amor que prefiero olvidar, pero en esta desgracia tuya me he reconciliado con la ciudad y sus habitantes, he aprendido a moverme por sus anchas avenidas señoriales y sus antiguos barrios de callejuelas torcidas, he aceptado las costumbres españolas de fumar, tomar café y licor a destajo, acostarse al amanecer, ingerir cantidades mortales de grasa, no hacer ejercicio y burlarse del colesterol. Sin embargo aquí la gente vive tanto como los californianos, sólo que mucho más contentos. A veces cenamos en un restaurante familiar del barrio, siempre el mismo porque mi madre se ha enamorado del mesonero, le gustan los hombres feos y éste podría ganar un concurso: arriba es macizo, jorobado, con largos brazos de orangután y hacia abajo un enano con piernecillas de alfeñique. Lo sigue con la vista seducida, suele quedarse contemplándolo con la boca abierta y la cuchara en el aire. Durante setenta años cultivó fama de mujer mimada, nos acostumbramos a evitarle emociones fuertes por estimar que no podía resistirlas, pero en esta ocasión ha salido a la luz su carácter de toro de lidia.

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