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Adriana Trigiani: Valentine, Valentine

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Adriana Trigiani Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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Mamá me mira y la expresión que ve en mi rostro derrite su corazón, lo ha hecho siempre, desde que tengo memoria. Ella está de mi parte, soy consciente de ello todo el tiempo.

– Tienes tanto que ofrecer, Valentine. No quiero que fracases, ¡eres una ganadora! ¡Eres graciosa! -Mi madre me da un gran abrazo-. Ahora, déjame verte. -Mamá pone las manos en mi cara-. Eres totalmente original. Tus grandes y hermosos ojos castaños tienen la distancia de separación exacta. Tus labios, gracias a Dios, vienen del lado de mi familia. Los labios de los Roncalli son tan delgados que necesitan velero para masticar. Y tu nariz, a pesar de lo que dijo Nancy hoy…

– Mami, estoy bien.

– Fue maleducada, pero me mordí la lengua, porque hay dos tipos de personas con las que nunca debes discutir: los artistas del maquillaje y los fontaneros. Ambos te pueden arruinar. Y tu nariz es perfecta. Tienes un puente suave, que es adorable de perfil, y es recto, mientras que el mío tenía una protuberancia.

Me sorprende que mi madre aluda a «la operación».

– ¿La tenía?

Ni siquiera había visto su antigua nariz. Sólo existe una fotografía de mamá con su vieja nariz: es una foto del grupo de francés de su instituto; su cabeza es tan pequeña que es muy difícil verla.

– Ah, sí, tenía una horrenda protuberancia, pero ¿sabes?, yo veía esa protuberancia tal y como era, un fallo imprevisto que podía arreglarse. Hay cosas en la vida que se pueden arreglar, así que las arreglas y pasas a lo siguiente.

– ¿Quieres decir que necesito cirugía de nariz?

– No la tocaría. Además, una persona alta puede llevar esta nariz. Así que agradece que obtuvieras toda la altura que había en la familia.

– Gracias, mamá.

Entre la gente común, alguien que mide 1,72 es apenas alto, pero en mi familia soy un gigante piel roja.

Mi madre abre su bolso de lentejuelas con forma de copa de martini, saca un vaporizador de Dolce & Gabbana con tapa roja y se rocía la nuca.

– ¿Quieres un poco? -me ofrece.

– No. Creo que iré con mi fragancia natural a la mesa de los «amigos».

Mi madre alza el brazo y rocía su cabello; lleva un moño en forma de cruasán, salpicado de lentejuelas de coral que, dependiendo de la latitud y longitud en la que te encuentres bajo las luces de la pista de baile, pueden cegarte de por vida.

En mi infancia solía observar su transformación frente al espejo antes de salir con mi padre. Eficiente y organizada, se colocaba de pie ante su tocador y estudiaba las herramientas. Abría los estuches de sombras, destapaba los tubos y agitaba los frascos. Entonces se ponía a pensar mientras hacía girar el lápiz de ojos en el sacapuntas. Con el tiempo, una cerosa S de color chocolate caía en la papelera. Tomaba el lápiz y lo deslizaba sobre el borde del párpado inferior; así lo dejaba listo para los trazos más amplios. Luego elegía una brocha, la sumergía en la paleta de colorete y, después, como si fuera Miguel Ángel pintando la pestaña de un santo en el techo de la Capilla Sixtina, daba minúsculas pinceladas debajo de la ceja.

– ¿Pasa algo, Valentine?

– No, sólo que te quiero, eso es todo.

– No puedo esperar -empieza mi madre, pero luego se detiene a pensar-. ¿Sabes qué? Si eres la única de mis hijas que se queda soltera hasta la vejez, estaré orgullosa de ti todos los días de tu vida. Si eso es lo que quieres.

Es lo que más me gusta de ella. Mamá cree que estar sola es un padecimiento, el equivalente a perder una mano, pero nunca me hace sentir que debo estar de acuerdo con ella.

– Mamá, soy feliz.

– Podrías ser más feliz.

– Supongo que eso es verdad.

– ¡Aja! -Me apunta con el dedo-. Puedes reinventar tu vida en tus propios términos, no tienes por qué vivir con mi madre y hacer zapatos.

– Amo mi trabajo y amo el lugar en el que vivo.

– Nunca lo entenderé. Yo siempre quise mudarme y nunca pensé en ser zapatera.

Mamá y yo caminamos cogidas del brazo hacia la recepción, como dos asteroides, uno rosa y el otro anaranjado brillante, volando a través de este cielo azul Tiépolo. Entonces entiendo que los invitados no nos observan por eso. Debe de parecer que sostengo a mi madre porque ha bebido demasía-do o, Dios no lo quiera, porque es tan vieja que necesita ayuda. Prácticamente puedo oír los mecanismos del cerebro de mi madre cuando su mente llega a la misma conclusión. Mamá suelta mi brazo con una floritura y hace un giro de 360 grados en el centro de la pista de baile vacía. Hago una reverencia hasta la cintura, como si hubiéramos planeado el movimiento. Mi madre me lanza un saludo juvenil mientras se desliza hacia la mesa de los «padres» y deja que yo vuelva a la tiranía de la de los «amigos».

La recién estrenada suegra de mi hermana, la señora McAdoo, lleva un recargado ramillete de rosas púrpura, que pende de su vestido de crepé lila como un neumático rojo rubí. La piel blanca de la señora McAdoo se confunde con su cabello cortado hasta los hombros, a la altura de la barbilla. Mi madre nunca permitiría una hebra de cabello blanco en su cabeza. Lo único gris que encontrarás en la proximidad de la persona de mi madre es el piso de terrazo del vestíbulo de nuestra casa.

– ¡Las matronas pertenecen a las cárceles! Además, no creo en las canas. Es un anuncio para la muerte. Encanecer es como decir -entonces gesticula hacia un punto distante-: ¡ven y llévame, ángel de la muerte!

No, mamá usa el castaño azabache intenso, ahora y por siempre (o mientras L'Oreal lo produzca).

Miro alrededor del salón, trescientos doce invitados o más. Ayer eran un montón de Post-its en un tablero de la cocina de mi madre y hoy están en la mesa que les corresponde según nuestra versión de la jerarquía italoamericana. Primer nivel: padres, amigos cercanos, profesionales, compañeros de trabajo, primos, niños. Segundo nivel: parientes políticos. Y en el tercero: la isla (familiares con los que no nos hablamos porque algo fue mal, no importa que no recordemos qué); y los dos últimos: los maleducados (que respondieron tarde) y los dementes (no preguntéis).

Debo parecer solitaria en la pista de baile. ¿Por qué no he traído un acompañante? Gabriel se ofreció, pero no quería que se sintiera obligado a aletear el baile del pollo con la prima Violet Ruggiero con este calor. ¿Cómo es posible que entre toda la gente de este salón yo sea la única soltera de menos de cuarenta? Alfred, mi hermano, percibe mi desamparo y me toma de la mano cuando la música empieza. Es un poco raro bailar Canyou Feel the Love Tonight con el hermano con quien tienes una tensa relación, pero saco el mejor provecho de ello. Después de todo es un compañero de baile, aun cuando sea un familiar, y una aprovecha lo que hay.

– Gracias, Alfred.

– Bailo con todas mis hermanas -dice, como si marcara en una lista las tareas pendientes para el mecánico de los Tubos de Escape Midas.

Nos balanceamos unos momentos, pero me cuesta dar conversación a mi hermano.

– ¿Sabes por qué Dios inventó a los hermanos en las familias italianas?

– ¿Por qué? -pregunta, mordiendo el anzuelo.

– Porque Él sabe que las hermanas solteras necesitan a alguien con quien bailar en las bodas.

– Será mejor que inventes un chiste mejor cuando llegue tu brindis.

Tiene razón, y no me siento nada bien al respecto. Mi hermano tiene treinta y nueve años, pero yo no lo veo como el maduro padre de dos niños, sólo veo al niño quejica que conseguía sobresalientes y no tenía amigos en la escuela. El único momento en que su humor gruñón se animaba era los jueves, cuando la chica de la limpieza venía y él la ayudaba a fregar el suelo. Alfred era el más feliz en ese momento, cuando tenía el cepillo en la mano y el cubo con el amoniaco.

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