Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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– Sí -añadió ella-. Me gusta cómo te mueves.

– Gracias -respondió Alexander.

Estuvieron juntos una hora, hasta que apareció Grinkov con una chica y con cara de no estar dispuesto a aceptar un «hoy no te toca a ti» como respuesta.

Después de vestirse, Alexander acompañó a Dasha hasta la salida del cuartel.

– Dime -le dijo Dasha-, cuando vuelva al local la próxima semana, ¿recordarás mi nombre?

– Claro… Dasha, ¿no?

Alexander sonrió.

A la semana siguiente, Dasha volvió al bar con la misma amiga. Por desgracia, Dimitri se había marchado con otra chica y Dasha no quería dejar sola a su amiga. Terminaron paseando los tres por la avenida Nevski. Al final, la amiga tomó el autobús de vuelta a su casa y Alexander se fue con Dasha al cuartel. Aquella noche no era su turno y ya había mucha gente en la habitación.

– Tienes dos opciones -propuso Alexander-. O te vas a tu casa, o entras conmigo y haces como si no hubiera nadie más.

Dasha lo miró con una expresión que él no supo interpretar.

– Bueno, ¿por qué no? -concluyó-. Mis padres hacen como si nosotros no estuviéramos y sus hijos nos hacemos los dormidos. ¿Tus compañeros estarán durmiendo?

– ¡Ni mucho menos! -contestó Alexander.

– Ah. Me resultará un poco raro.

Alexander asintió.

– ¿Quieres que te acompañe a tu casa?

– No, no pasa nada. Lo pasé muy bien la otra semana -dijo Dasha, acercándose.

– Y yo también -contestó Alexander después de una pausa-. Vamos a los jardines del Almirantazgo.

Al tercer sábado volvió a quedar con ella y se fueron a un rincón tranquilo bajo el parapeto del Moika, junto a los barcos atracados. Quedaba bastante retirado y Dasha estuvo muy silenciosa, y Alexander tenía ya práctica en controlar los gemidos. No había sitio para que Dasha se tumbara en el suelo, pero sí para que Alexander se sentara.

– Alex… ¿Te molesta si te llamo Alex? -preguntó Dasha.

– No -respondió él.

– Cuéntame algo de ti, Alex. -Dasha le sonrió-. Eres muy interesante.

Ya habían terminado y él tenía ganas de volver al cuartel para dormir. Los domingos tenía que levantarse a las siete, por mucho que trasnochara.

– ¿Por qué no me cuentas tú algo de ti?

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Muchos soldados antes que yo?

– No muchos. -Dasha sonrió-. Alexander, no creo que quieras hablar de eso. Porque de ser así, yo también tengo algo que preguntarte.

– Pregunta.

– ¿Muchas mujeres antes que yo?

– No muchas.

Alexander sonrió.

Dasha se echó a reír, y Alexander también.

– ¿Sabes una cosa, Alex? Cuando te conocí hace tres semanas, no podía dejar de pensar en ti.

– Ah, ¿sí?

– Sí. Y no he estado con ningún hombre desde entonces. -Dasha hizo una pausa-. ¿Tú puedes decir lo mismo?

– Claro. Yo tampoco he estado con ningún hombre desde entonces.

– Calla… -dijo Dasha, dándole una palmadita en el brazo-. Tienes tiempo de echar otro?

– No. -Alexander no quería decirle que ya no le quedaban condones-. Ven a verme la semana próxima. Tendré más tiempo.

– Anda, te prometo que acabaré rápido -insistió Dasha, metiéndole mano.

– No, Dasha. La semana que viene.

De vuelta al cuartel, Alexander se cruzó en el corredor con una chica que había salido con él en mayo, una chica simpática, borracha y atractiva y que no estaba dispuesta a dejarlo tranquilo hasta que se desabrochara la bragueta de los pantalones. Alexander se desabrochó la bragueta.

Y la semana fue larga, y durante la semana Alexander tuvo turno de guardia, y cuando tenía turno aparecieron dos chicas que Dimitri había traído para los dos. Cuando llegó la noche del sábado, Alexander volvió al local de Sadko con un interés marginal en conocer a alguna chica, sólo porque era sábado y había ocasión. Coincidió con una a la que llevaba tiempo sin ver y, después de tomarse un par de copas y de invitarla a ella a otro par, se la llevó al callejón de atrás y lo hicieron contra la pared, y cuando la chica le preguntó «¿No escupes el cigarrillo?», él se dio cuenta con sorpresa de que aún llevaba el pitillo en la boca. Mandó a la chica a casa y volvió a entrar en el bar de Sadko.

Allá, alguien se le acercó desde atrás, le tapó los ojos con las manos y dijo: «Adivina quién soy».

Al darse la vuelta, Alexander vio a Dasha y le sonrió. Esta vez, Dasha no iba acompañada.

Alexander ya había dado por terminada la noche, pero como para Dasha estaba empezando, se sintió obligado a invitarla a unas cervezas y a darle conversación. Se fumaron unos cigarrillos, se rieron un rato, y luego ella lo sacó del bar.

– Es tarde, Dasha -protestó Alexander-. Mañana tengo que levantarme a las siete.

– Ya lo sé -contestó ella, y le acarició el brazo-. Siempre parece que vas huyendo de algo. ¿Por qué tanta prisa, Alex?

Alexander suspiró.

– ¿Qué propones? -preguntó, dedicándole una mirada divertida y fatigada a la vez.

– No lo sé. -Dasha sonrió-. ¿Lo mismo que la semana pasada?

Alexander intentó recordar, pero el fin de semana anterior se le había borrado de la memoria. Tenía que responder algo si no quería que Dasha se molestara. Pero entre el fin de semana anterior y el actual había habido… Trató de concentrarse. Había habido muchos rumores sobre la inminencia de la guerra.

– ¿No te acuerdas? Estuvimos bajo el parapeto del Moika.

Ahora lo recordaba. Había bajado con ella a la orilla del canal.

– ¿Quieres que vayamos allá otra vez?

– No deseo otra cosa.

– Vamos.

Cuando terminaron, era casi la una.

– Alexander -dijo Dasha con voz jadeante, sentada sobre él-. Tienes tanta energía que me dejas extenuada… y no es algo que me suceda a menudo.

– Gracias.

– ¿Lo estás pasando bien?

– Mucho.

– No eres muy hablador, ¿verdad?

– ¿De qué quieres que hablemos?

– ¿Crees que ya hemos hablado de todo? -dijo Dasha, riendo.

– Hemos hablado de todo lo que necesito saber.

– ¿Quieres que nos veamos la semana que viene?

– Claro.

– ¿Tienes algún día libre? ¿Quieres venir a cenar a casa? Vivo cerca de aquí, en la calle del Quinto Soviet. Te presentaría a mi familia.

– No tengo muchos días libres.

– ¿Qué te parece el lunes o el martes?

– ¿Quieres decir el lunes o el martes de la semana próxima?

– Sí.

– Ya veremos. No, espera… tengo que… Oye, será mejor que to dejemos para otra semana.

– No podemos continuar encontrándonos así.

– Ah, ¿no?

– Bueno, sí que podemos -contestó Dasha con una gran sonrisa-. Pero también podríamos ir a algún sitio, ¿no?

– ¿Adónde te gustaría ir?

– No lo sé. A algún sitio bonito. A Tsarkoie Selo o a Peterhof…

– Ya veremos… -respondió Alexander sin comprometerse. La aparto, se incorporó y se desperezó-. Es tarde, Dash. Tengo que volver.

Regresó al cuartel y se sentó con el sargento Iván Petrenko, que estaba de centinela, para charlar un momento, fumarse un pitillo y compartir un vaso de vodka antes de volver a su habitación.

– ¿Cree que los rumores son ciertos, teniente? ¿Vamos a entrar en guerra contra Hitler?

– Creo que es inevitable, sargento.

– Pero ¿cómo puede ser? Es como si Inglaterra declarara la guerra a Francia. Alemania y la Unión Soviética son aliadas desde hace casi dos años. Firmamos un pacto de no agresión.

– Y nos repartimos Polonia como dos buenos amigos. -Alexander sonrió-. Petrenko, ¿se fía usted de Hitler?

– No lo sé. No creo que cometa la estupidez de invadirnos.

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