Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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– ¡Guardián, guardián! -gritó, asomándose a la puerta-. ¡El camarada Slonko no se encuentra bien!

El guardián llegó corriendo, entró en la celda y miró a Slonko tumbado en el suelo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, perplejo.

– No lo sé -respondió Alexander tranquilamente-. No soy médico. Pero será mejor que llamen a uno. Es posible que el camarada haya sufrido un ataque al corazón.

El guardián no sabía si salir corriendo o quedarse en la celda, si dejar solo a Alexander o llevárselo con él, si cerrar la puerta o dejarla abierta. El desconcierto se hizo tan visible en su cara aterrada y pálida, que Alexander decidió ayudarlo.

– Déjelo aquí, yo voy con usted -propuso con una sonrisa-. No hace falta que cierre la puerta de la celda. El camarada no se irá.

El guardián y Alexander subieron corriendo la escalera, atravesaron el edificio de la escuela, salieron a la calle y se dirigieron a la comandancia.

– No sé ni con quién tengo que hablar… -dijo el guardián con voz de desamparo.

– Busquemos al coronel Stepanov. Él sabrá qué hacer.

Decir que Stepanov se sorprendió al ver a Alexander sería decir muy poco. El guardián estaba tan aterrado que era incapaz de hablar. Murmuró unas palabras inaudibles sobre Slonko y dijo que él estaba cumpliendo su deber junto a la puerta pero no había oído ningún ruido. Stepanov le dijo varias veces que se calmara, pero el joven guardián era incapaz de entender una simple frase. Al final, Stepanov le ofreció un vasito de vodka y se volvió hacia Alexander con expresión de desconcierto.

– Señor -dijo Alexander-, el camarada Slonko ha perdido el conocimiento mientras estaba en mi celda. Es obvio que el guardián se había alejado un momento… -Hizo una pausa y añadió-: Quizá tenía que hacer sus necesidades. Al parecer, tiene miedo de que lo acusen de no cumplir con su deber, pero yo puedo atestiguar su diligencia, y estoy seguro de que no podría haber hecho nada por el camarada aunque hubiera tenido ocasión.

– Por Dios, Alexander -exclamó Stepanov, levantándose y poniéndose la guerrera a toda prisa-. ¿Me está diciendo que Slonko ha muerto?

– No lo sé, señor. No soy médico, pero le recomiendo que llame a uno. Tal vez aún pueda hacerse algo.

El médico al que llamaron acudió a la celda, se encogió de hombros y declaró muerto a Slonko sin ni siquiera tomarle el pulso. En la celda flotaba un olor fétido que hasta entonces no se había hecho notar. Al salir, todos contenían la respiración.

– Caramba, Alexander… -exclamó Stepanov.

– Parece que tengo mala suerte, señor.

Nadie tenía idea de qué hacer con Slonko. Había acudido a la celda a las dos de la madrugada. A esa hora todo el mundo dormía y nadie quería ocuparse del asunto. Como no había ningún sitio donde meterlo, Alexander se ofreció a dormir en el antedespacho de Stepanov, vigilado por el guardián. Stepanov y el guardián estuvieron de acuerdo. Alexander se tumbó en el suelo y Stepanov le dejó una manta.

– Gracias, señor -dijo Alexander, apoyando la cabeza contra el suelo.

Stepanov lanzó una mirada al guardián, que temblaba en un rincón, y luego miró a Alexander.

– ¿Qué demonios está pasando, comandante? -susurró.

– Dígamelo usted, coronel -replicó Alexander-. ¿Qué está pasando? ¿Qué quería Slonko? Me dijo que Tatiana había sido detenida en Helsinki y que había confesado. ¿De qué estaba hablando?

– Están todos nerviosos -dijo Stepanov-. Han intentado localizarla y no la han encontrado. En la Unión Soviética, la gente no desaparece sin más.

– De hecho desaparece gente constantemente, señor.

– Pero no sin dejar rastro.

– Sí, desaparecen sin dejar rastro.

– No insista, Alexander.

– Señor…

– Puedo decirle que cuando el hospital de Gresheski habló con el NKGB…

– ¿Con el qué?

– Ah, ¿no le han informado? El NKVD ya no existe, ahora es el NKGB, el Comisariado Popular para la Seguridad del Estado. El mismo organismo pero con otro nombre. El primer cambio de denominación desde 1934. -Stepanov se encogió de hombros-. En fin, cuando los del NKGB fueron informados de que Sayers y Metanova no habían ido al hospital de Leningrado, empezaron a sospechar. Había un camión volcado, había cuatro soldados soviéticos y varios finlandeses muertos, no había ningún botiquín en el camión y el símbolo de la Cruz Roja había sido arrancado de la tela de la cabina. Era inexplicable. No había ni rastro del médico ni de la enfermera. Sin embargo, en seis puestos fronterizos aseguran que revisaron la documentación de un médico y una enfermera que regresaban a Helsinki con un piloto finlandés herido para llevar a cabo un canje de prisioneros. No recuerdan el nombre de la enfermera, pero juran que era estadounidense. Empecemos por el piloto finlandés: resulta que ni es finlandés ni es piloto, y lo de herido es un eufemismo. Es su amigo Dimitri, y está más agujereado que un colador. La situación es la siguiente: Dimitri ha muerto y el médico y la enfermera se han esfumado. Por eso Mitterand llamó al hospital de la Cruz Roja en Helsinki y habló con un médico que no sabía ni palabra de ruso. Los muy burros -a estas alturas, Stepanov hablaba ya en susurros- tardaron un día entero en encontrar a alguien capaz de hablar con ese hombre en inglés. -Stepanov sonrió-. Estuve a punto de proponerlo a usted como intérprete.

Alexander lo miró impasible.

– Al final encontraron a una persona de Voljov que hablaba inglés. Por lo que sé, Matthew Sayers está muerto.

– Así que esa parte era cierta. -Alexander suspiró-. Tienen una forma de mezclar las mentiras más descaradas con algunos datos reales, que uno se vuelve loco intentando distinguir lo que es verdad de lo que no.

– Pues sí, Sayers murió de septicemia en Helsinki. En cuanto a la enfermera que lo acompañaba, el médico finlandés dijo que llevaba dos días sin verla. Daba por hecho que ella ya no seguía allá.

Alexander miró a Stepanov con una mezcla de tristeza, remordimiento y alivio. Eran tantas las emociones que lo invadían, que no sabía qué debía sentir ni qué debía decir primero. Durante un angustioso momento, lamentó que Tatiana no estuviera de vuelta en Rusia; quizás habría podido verla por última vez. Al final, algo real asomó a la superficie.

– Gracias, señor -susurró.

– Ahora duerma -respondió Stepanov, dándole una palmadita afectuosa en la espalda-. Necesita recobrar fuerzas. ¿Tiene hambre? Queda un poco de pan y salchichón ahumado.

– Guárdemelo. De momento voy a dormir.

Stepanov volvió a sus aposentos y Alexander, mientras la pesadumbre de su corazón se iba disipando como la bruma matinal, pensó que Tania había seguido sus recomendaciones al pie de la letra y no se había quedado en Helsinki. Seguramente se había trasladado a Estocolmo. Tal vez estaba allí en ese mismo momento. También pensó que Sayers debía de haber actuado bien, porque si le hubiera contado a Tatiana la verdad sobre la «muerte» de Alexander, ella habría regresado a la Unión Soviética y habría caído en las garras del hombre que… Pobre Tatiana…

Pero aquel hombre no la había atrapado.

Y al menos, el cabrón de Dimitri estaba muerto.

Poco a poco, Alexander se quedó dormido.

El puente del Volga, 1936

Cuando Alexander tenía diecisiete años y estaba detenido en la prisión de Kresti, le preguntaron quién era. Se trataba de una pregunta rutinaria, puesto que ya lo sabían. Le preguntaron quién era, se marcharon y al cabo de varios días volvieron a preguntárselo.

– ¿Es usted Alexander Barrington?

– Sí, lo soy -contestó Alexander, porque en ese momento no tenía otra respuesta y porque pensaba que decir la verdad lo protegería.

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