Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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– Necesito una copa, Alexander -susurró Jane-. Necesito una copa para poder seguir viviendo. Quédate aquí, enseguida vuelvo.

– Madre -dijo Alexander, y la contuvo con mano firme-. Si te vas, me voy directo a la estación y cojo el próximo tren que vuelva a Leningrado.

Jane emitió un hondo suspiro, se acercó a Alexander y le hizo un gesto para que apoyara la cabeza en su regazo.

– Túmbate y duerme un poco. Mañana nos espera un día largo.

Alexander apoyó la cabeza en el hombro de su madre y se quedó dormido.

A la mañana siguiente, a las ocho en punto, estaban en la puerta de la embajada. Tuvieron que esperar una hora hasta que un centinela apareció al otro lado de la verja y les dijo que no podían pasar. Jane se presentó y le dio una carta en la que explicaba la situación de su hijo. Aguardaron impacientes dos horas más, hasta que el centinela volvió a llamarlos y les dijo que el cónsul no podía ayudarlos. Jane le suplicó que la dejase entrar para hablar cinco minutos con el cónsul. El centinela movió la cabeza y aseguró que no podía hacer nada. Jane levantó la mano para pegarle y Alexander tuvo que contenerla. Al final la soltó y trató de convencer al centinela.

– Lo siento -se disculpó el hombre en inglés, encogiéndose de hombros-. Puedo decirles que han estado buscando el expediente de sus padres, pero está en Washington, en el Departamento de Estado. -El hombre hizo una pausa-. Y el de usted también. Son ciudadanos soviéticos y no están bajo nuestra jurisdicción. No se puede hacer nada desde el consulado.

– ¿Y si pedimos asilo político?

– ¿Basándose en qué? Además, ¿sabe cuántos soviéticos vienen a pedirnos asilo? Docenas cada día. Los lunes, casi cien. Estamos aquí gracias a una invitación del gobierno de este país y no queremos perder los vínculos con el pueblo soviético. Si empezamos a acoger a sus ciudadanos, ¿cuánto tiempo nos dejarán seguir aquí? Usted sería el último. La semana pasada nos apiadamos de un viudo con dos niños pequeños. Era ruso pero tenía parientes en Estados Unidos y dijo que buscaría trabajo. Tenía un oficio útil, era electricista. Pero se armó un escándalo diplomático y tuvimos que echarlo. No podemos hacer nada. -Hizo una pausa-. Usted no es electricista, ¿verdad?

– No, no soy electricista -dijo Alexander-. Pero soy ciudadano estadounidense.

El centinela negó con la cabeza.

– No puede ser. Sabe que no se puede servir a dos señores en el ejército.

Alexander lo sabía, pero hizo otro intento:

– Tengo familiares en Estados Unidos, puedo vivir con ellos. Y puedo trabajar. Puedo conducir un taxi, poner un puesto de frutas y verduras, cultivar la tierra, talar árboles… Haré cualquier cosa que esté en mis manos.

– No es por usted, es por sus padres -explicó el centinela, bajando la voz-. Son demasiado famosos. Cuando se trasladaron a la URSS no fueron muy discretos; querían que todo el mundo los conociera. Bueno, pues ya los conocen. Sus padres deberían haberlo pensado dos veces antes de renunciar a la nacionalidad estadounidense. ¿Por qué tanta prisa? Primero tendrían que haber estado convencidos…

– Mi padre sí lo estaba -manifestó Alexander.

De Moscú a Leningrado había los mismos kilómetros que a la ida, ¿por qué les pareció que el viaje duraba varias décadas más? Su madre se pasó horas sin decir palabra. Por la ventanilla sólo veían campos desolados. No tenían nada para comer.

Al cabo de unas horas, la madre de Alexander carraspeó y dijo:

– Yo deseaba desesperadamente un hijo. Sufrí cuatro abortos y tardé cinco años en tenerte. El año en que tú naciste, la epidemia de gripe mató a miles de personas en Boston, entre ellas a mi hermana, a los padres y al hermano de tu padre y a muchos de nuestros amigos más cercanos. Todos nuestros conocidos habían perdido a alguien. Fui al médico porque me notaba febril y me aterraba haber contraído la enfermedad, y él me dijo que estaba embarazada. Contesté: «No puede ser. Hemos renunciado a nuestra herencia familiar y estamos prácticamente arruinados, ¿dónde vamos a vivir?, ¿y de qué?, ¿y cómo haremos para pagar las medicinas?», y el médico me miró y me dijo: «Los niños vienen con un pan debajo del brazo».

Jane oprimió la mano de Alexander, que no la retiró.

– Y tú, hijo… viniste con un pan debajo del brazo. Tanto Harold como yo nos dimos cuenta enseguida. Naciste de noche, llegaste de repente y no me dio tiempo a ir al hospital. El médico vino a casa, me ayudó a dar a luz en la cama y dijo que parecías tener prisa por empezar a vivir. Nunca había visto un bebé tan grande. Recuerdo que cuando le dijimos que te llamarías Anthony Alexander por tu bisabuelo, el médico te alzó en el aire y exclamó: «¡Alejandro Magno!»… por lo grande que eras, ¿sabes? -Jane hizo una pausa y susurró-: Eras un niño tan guapo…Alexander retiró la mano y se volvió hacia la ventanilla.

– Teníamos grandes esperanzas para tu futuro. Si supieras las cosas que me imaginaba cuando te sacaba a pasear en el cochecito por el muelle de Boston y todas las señoras se paraban a admirar a aquel niño de pelo tan negro y ojos tan brillantes…

Alexander no dijo nada.

– Cuando puedas, pregúntale a tu padre si era esto lo que imaginaba cuando pensaba en el futuro de su único hijo.

– ¿El pan que traje no era bastante grande, mamá? – preguntó Alexander, el niño de pelo tan negro y ojos tan brillantes.

Capítulo 10

Los fantasmas de la isla de Ellis, 1943

Había algo reconfortante en el hecho de vivir y trabajar en Ellis. El mundo de Tatiana era tan pequeño, tan insular, tan específico y pleno, que no le dejaba espacio para imaginar una vida distinta, para prever la vivencia de Nueva York, del Estados Unidos real, o para revivir la memoria de Leningrado, del Alexander real. Durante su estancia en la isla, Tatiana ocupó con su hijo una pequeña habitación de paredes de piedra con una gran ventana blanca, durmió en una cama individual equipada con sábanas blancas y se vistió con una única bata blanca y un único par de cómodos zapatos blancos. Por eso, mientras vivió en aquella habitación con la única compañía de Anthony y de una mochila negra, no necesitó imaginarse una vida imposible sin Alexander en Estados Unidos.

Tatiana procuraba no pensar en la mochila y echaba de menos el bullicio, el caos y las discusiones de la casa familiar, el olor del tabaco y las canciones de los bebedores de vodka. Añoraba a su testarudo hermano, a su protectora hermana, a su ajada madre, a su adusto padre y a sus adorados y reverenciados abuelos. Los extrañaba con la misma intensidad con que extrañaba el pan durante el asedio de Leningrado. Quería oírlos caminar por los pasillos de Ellis, igual que caminaban ahora sus silenciosos fantasmas, siempre al lado de Tatiana pero incapaces de defenderla del otro fantasma ruidoso que la acompañaba en todo momento.

Durante el día atendía a los heridos y se llevaba al niño a todas Partes. Sus heridas las dejaba olvidadas hasta la noche, momento en que se dedicaba a lamerlas y alimentarlas, recordando los abetos y los peces y el río y el hacha y los bosques y el fuego y los arándanos y el olor a humo de tabaco y la risotada surgida de una garganta masculina. Tatiana era incapaz de recorrer los desnudos corredores del tercer pabellón de Ellis sin pensar en los millones de pasos que en otro momento habían resonado en aquellos suelos ajedrezados. Y la sensación se agudizaba cuando se atrevía a cruzar el puentecillo que conducía al gran vestíbulo del pabellón principal, que, a diferencia del tercero, estaba abandonado. En las escaleras, los vestíbulos, los pasadizos y las habitaciones grises y polvorientas del edificio neogótico flotaba el espíritu de las personas que habían llegado a Nueva York antes de 1894, los inmigrantes que desembarcaban en masa en los muelles de Castle Garden, el centro de recepción del otro lado de la bahía, o que bajaban de los buques en la propia isla de Ellis y subían directamente a la vasta sala de registro, cargados con sus niños y sus fardos y ajustándose la gorra o el pañuelo de la cabeza después de dejarlo todo en el Viejo Mundo: a sus madres, a sus padres, a sus maridos, a sus hermanos y a sus hermanas, a quienes habían prometido volver a buscarlos o a quienes no se habían atrevido a prometer nada. Cinco mil al día; treinta mil, cincuenta mil u ochenta mil al mes; ocho millones al año; veinte millones entre 1892 y 1924… inmigrantes que llegaban sin visado, sin documentación, sin dinero, sólo con lo puesto y con su experiencia como carpinteros, costureras, cocineros, herreros, albañiles o vendedores.

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