Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Al final del día, Tatiana preguntó si podían encender fuego, ya que después de todo no habían oído ningún ruido sospechoso en toda la jornada, pero Alexander se negó. Tatiana se sorprendió cuando él le dijo que habían recorrido dieciséis kilómetros, porque pensaba que habían avanzado muy lentamente. Tenía la impresión de que Alexander temía acercarse a Berlín, pero no sabía por qué. ¿Qué le asustaba?

– Parece que estamos muy cerca, ¿no crees?

– No. Bueno, sí… estamos a diez kilómetros.

– Podemos llegar mañana.

– No. Creo que será mejor esperar un tiempo en el bosque.

– ¿Esperar en el bosque? ¡Has insistido en que siguiéramos caminando sin parar!

– Ahora pararemos.

– Quieres parar, pero no podemos encender fuego ni cocinar. Y tampoco podemos bañarnos, ni dormir, ni nada. ¿Por qué tenemos que esperar en el bosque?

– Nos están buscando. ¿No lo has oído?

– ¿Si he oído qué?

– A ellos. A lo lejos, en la linde del bosque, buscándonos desesperadamente por todas partes… ¿No los oyes?

Tatiana no oía nada.

– Aunque fuera así, no pueden registrar todo el norte de Berlín hasta encontrarnos.

– Lo harán. Por eso tenemos que quedarnos aquí.

– Vamos, Alexander -dijo Tatiana, apoyando las manos en su torso-. Seguiremos caminando hasta que no podamos más.

– Si eso es lo que quieres, sigamos -respondió Alexander, apartándose.

A medida que se acercaban a la ciudad, el bosque se fue volviendo menos denso. Cruzaron campos en pendiente y terrenos llanos y separados por hileras de árboles. Avanzaban poco a poco, y una vez se quedaron dos horas agazapados entre la maleza porque Alexander había visto pasar un camión en la lejanía.

No había arroyos y ningún sitio en el que esconderse. Alexander estaba cada vez más nervioso y apuntaba hacia delante con la ametralladora mientras caminaban. Tatiana no sabía qué hacer para ayudarlo. Ya no les quedaba tabaco.

A las nueve de la noche, pararon para que Tatiana descansara un momento.

– ¿No te parece que el campo está muy silencioso?

– No -respondió Alexander-. Está cualquier cosa menos silencioso. A lo lejos, más allá de las tierras de labor, todo el tiempo oigo camiones y voces y ladridos.

– Yo no los oigo-dijo Tatiana.

– ¿Y por qué ibas a oírlos?

– ¿Y por qué los oyes tú?

– Porque yo tengo esa capacidad. Vamos, ¿estás lista?

– No. Quiero que señales en el mapa dónde estamos.

Alexander suspiró y sacó el mapa topográfico, en el que estaban marcados los desniveles. Tatiana siguió con la mirada el recorrido de su dedo.

– ¡Qué bien, Shura! Cerca de aquí hay una colina de sólo seiscientos metros. Seiscientos metros de subida y seiscientos de bajada, y estaremos a unos pocos kilómetros de Berlín. Podemos llegar al sector norteamericano mañana al mediodía.

Alexander la miró y, sin decir nada, guardó el mapa y echó a andar otra vez.

Había luna y podían avanzar sin necesidad de la linterna. Cuando llegaron a la cima de la colina, Tatiana pensó que podía ver Berlín en la lejanía.

– Vamos -dijo-. Podemos bajar corriendo los seiscientos metros que faltan para llegar al pie.

Alexander se sentó pesadamente en el suelo.

– Veo que no estuviste atenta durante el cerco de Leningrado. ¿No oíste hablar de Pulkovo y de Siniavino? Nos quedaremos aquí arriba porque la altura es nuestra única ventaja; además, quizá, del elemento sorpresa. Si bajamos, más vale que los estemos esperando con las manos en alto.

Tatiana recordó la actuación de los alemanes en Pulkovo y en Siniavino. Sin embargo, no podía evitar sentirse expuesta en la cima de la colina, donde sólo crecían un árbol y unos cuantos arbustos. Pero Alexander había dicho que se quedarían allí, y allí se quedarían.

Esta vez, Alexander no montó el toldo y ordenó a Tatiana que no sacara nada de la mochila, sólo la manta si tenía frio, para que pudieran huir en cualquier momento.

– ¿Huir? Pero mira qué tranquilo está esto, Shura.

Alexander ya no la escuchaba. Se había alejado unos pasos y estaba agachado, escarbando el suelo. Tatiana apenas podía distinguir su silueta.

– ¿Qué haces? -le preguntó Tatiana, acercándose.

– Cavar, ¿no lo ves?

– ¿Qué estás cavando? -preguntó Tatiana en voz baja-. ¿Una tumba?

– No, una trinchera -respondió Alexander, sin levantar la vista.

Tatiana no entendía nada. Pensó que la falta de tabaco y la tensión habían sumido a Alexander en un estado de locura transitorio (ojalá fuera transitorio). Quiso decirle que se estaba poniendo paranoico, pero pensó que no serviría de nada y prefirió agacharse a su lado y ayudarlo a escarbar la tierra con el cuchillo y después directamente con las manos, hasta abrir una zanja lo suficientemente grande para que Alexander se tumbara dentro.

Terminaron de cavar la trinchera a las dos de la mañana y se sentaron debajo del único árbol que crecía en la colina, un tilo. Tatiana reclinó la cabeza en el regazo de Alexander, que se había sentado con la espalda apoyada en el tronco, sin tumbarse ni soltar la ametralladora. Al cabo de un rato, el arma se le resbaló de las manos; Tatiana se incorporó asustada, y Alexander se levantó de un salto y la obligó a tumbarse otra vez en el suelo.

Volvieron a sentarse y Tatiana trató de dormir, pero sentir el cuerpo tenso de Alexander junto a ella le impedía conciliar el sueño.

– No tenías que haber venido en mi busca -le oyó decir-. Tendrías que haberme dejado en el campo. Habías rehecho tu vida: cuidabas de tu hijo, trabajabas, tenías amigos, Nueva York, la novedad. Lo nuestro había terminado, y así debimos dejarlo.

«Pero ¿qué dices?», quiso preguntar Tatiana. Alexander no podía estar hablando en serio, a pesar de la solemnidad de su voz.

– Si querías que las cosas quedaran como estaban, ¿por qué quisiste que me obsesionara con Orbeli? -preguntó-. ¿Por qué me dejaste vislumbrar un atisbo de tu vida arruinada?

– No nombré a Orbeli para que te obsesionases -repuso Alexander-. Lo nombré para que tuvieras fe.

– ¡No!

Tatiana se levantó de un salto y se alejó unos pasos.

– Baja la voz -dijo Alexander, sin levantarse.

– ¡Lo nombraste para condenarme! -dijo Tatiana, bajando la voz-. A partir de ahí empezó el diluvio…

– ¡Ah, claro! ¡En eso pensaba en los últimos momentos! ¿Qué puedo hacer para convertir la vida de mi mujer en una pesadilla?

Alexander retorció la bota contra el suelo.

– ¡Lo nombraste para atormentarme! -exclamó Tatiana.

– ¡Te he dicho que bajes la voz!

– Si realmente querías convencerme de que habías muerto, no habrías dicho nada. Si querías eso, no habrías pedido a Sayers que metiera la maldita medalla en la mochila. Sabías, ¡lo sabías!, que si tenía una mínima clave, una sola palabra, que pudiera hacerme pensar que estabas vivo, sería incapaz de rehacer mi vida. Y esa palabra era «Orbeli».

– Querías una palabra, y la tuviste. No puedes salirte siempre con la tuya, Tatiana.

– Se supone que íbamos a ser siempre sinceros, y tú terminaste tu vida con la mayor mentira que se pueda imaginar. Conseguiste que me torturase todos los días. Quedé atrapada entre tu vida y tu muerte, sin poder escapar… Y lo sabías.

Por un momento dejaron de discutir. Tatiana intentó controlar el temblor de su cuerpo.

– El jinete me ha perseguido todos los días y todas las noches de mi vida, ¿y ahora me dices que no tenía que venir en tu busca?

Lo agarró y empezó a zarandearlo. Alexander no protestó ni se defendió, dejó que lo golpeara y al cabo de un momento la apartó con delicadeza.

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