Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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– ¿Quiere que le quite los grilletes?

– Ahora veré si es necesario.

– Oiga… -dijo Perdov, mirando la bandeja-. ¿Eso es un vasito de licor?

– Ah, sí. -Tatiana sonrió-. Supongo que el prisionero no podrá tomar, ¿verdad?

– ¡Por supuesto que no!

– Ya entiendo. ¿Quiere bebérselo usted?

Perdov cogió el vaso de vodka y lo apuró en un par de tragos.

– Cuando vuelva más tarde con la cena, a lo mejor traigo otro vasito para el prisionero… -anunció afablemente Tatiana, guiñándole un ojo.

– ¡Sí, sí, pero no sea tan cicatera la próxima vez! -dijo Perdov y soltó un eructo.

– Veré qué puedo hacer. ¿Puede abrir la séptima celda, por favor?

Al entrar vieron a Alexander durmiendo sentado.

– Está perdiendo el tiempo, éste no se merece tanto cuidado -declaró Perdov-. No se entretenga mucho.

El cabo Perdov dejó la puerta abierta y volvió a su silla. Entretanto, Tatiana descendió el escalón y se acercó a Alexander. Dejó la bandeja en el suelo y se arrodilló a su lado.

– Shura… -lo llamó en un susurro.

Alexander abrió los ojos, ella le lanzó los brazos al cuello y lo estrechó, hundiendo la cara contra el hueco de su cuello. Tatiana lo abrazó con toda su fuerza, sin dejar de susurrar:

– Shura, Shura…

– Abrázame más fuerte, Tania.

– ¿Has abierto los grilletes? -preguntó Tatiana, estrechándolo contra su pecho.

Alexander le mostró que tenía las manos libres.

– ¿Qué te has hecho en el pelo?

– Me he teñido. No te quites los grilletes de las muñecas. Perdov puede entrar en cualquier momento.

– Veo que te has hecho amiga del vigilante… ¿Por qué te has teñido el pelo?

– Para que no me reconozcan. Por cierto, Nikolai Ouspenski está en este campo.

– Ten mucho cuidado con él -dijo Alexander-. Es el enemigo, como Dimitri. Ven, acércate un poco más.

Tatiana se acercó a Alexander.

– ¿Qué ha pasado con las pecas?

– Todavía las tengo. Sólo las he tapado con el maquillaje.

Se besaron. Se besaron como si volvieran a ser jóvenes y fuera su primer verano en el bosque de Luga, como si estuvieran contemplando la luna y las estrellas desde la cúpula de San Isaac, como si se desearan ávidamente en Lazarevo, como si Tatiana acabara de inclinarse junto a la cama del hospital de Morozovo para anunciar que iba a sacar a Alexander de Rusia. Se besaron como si no se hubieran visto en varios años. Se besaron como si no se hubieran separado en varios años.

Se besaron para olvidarse de Orbeli y de Dimitri, para olvidarse de la guerra y del comunismo, para olvidarse de Estados Unidos y de Rusia. Se besaron para que todo quedara atrás, menos los fragmentos de Tania y de Shura.

Alexander se quitó los grilletes de las manos, pero Tatiana se apartó, meneando la cabeza.

– No, no… Lo digo en serio. Si entra el vigilante, estamos perdidos.

Alexander extendió una mano para acariciarle la cara y acto seguido, con renuencia, volvió a introducir las muñecas en los grilletes.

– El maquillaje no te tapa la cicatriz de la mejilla. ¿Te la hiciste en Finlandia?

– Te lo contaré luego, si tenemos tiempo. Ahora te vas a comer lo que te he traído, mientras escuchas mi plan.

– No tengo hambre. ¿Cómo demonios has hecho para encontrarme?

– Te comerás lo que te he traído porque tienes que estar fuerte -insistió Tatiana, acercándole a la boca una cucharada de puré de patatas-. Te he encontrado porque dejaste un largo rastro…

A pesar de haber asegurado que no tenía hambre, Alexander engulló ávidamente la comida, mientras Tatiana lo contemplaba sin decir nada.

– Tenemos muy poco tiempo, Shura. ¿Me escuchas?

– ¿Por qué me resulta todo tan familiar? -dijo Alexander-. Escucharé otro de tus planes, Tatiasha, como siempre he hecho. Pero antes dime, ¿cómo es nuestro hijo?

– Nuestro hijo es fantástico. Es un niño muy guapo y muy listo.

– Ni siquiera me has dicho dónde vives.

– No hay tiempo… Vivo en Nueva York. Ahora escúchame… ¿Me escuchas?

Alexander asintió con un gesto.

– ¿Cómo se llamaba el preso que te agredió? -preguntó cuando terminó de engullir el pan.

– No te lo diré.

– Claro que me lo dirás. ¿Cómo se llamaba?

– No.

– ¡Tania! ¿Cómo se llamaba?

– Grammer Kerault, es austríaco.

– Lo conozco -declaró Alexander, con una mirada fría-. Siempre está en el calabozo. Se está muriendo de un cáncer de estómago y todo le da lo mismo. -Sus ojos eran más cálidos cuando se volvió hacia Tatiana y susurró-: ¿Cómo harás para sacarme de aquí?

Tatiana se inclinó y los dos se besaron con avidez.

– Sé que tienes miedo, cariño -susurró Tatiana.

– No me digas eso. No quiero comer, ni beber, ni fumar… Sólo quiero tenerte un segundo a mi lado, Tania. Acurrúcate contra mí para que sepa que existo realmente…

Tatiana se acurrucó contra él.

– ¿Y nuestras alianzas?

Tatiana se sacó el colgante del escote.

– Aquí, hasta que podamos volver a usarlas -susurró, y se apartó de repente porque Perdov acababa de aparecer en el umbral.

– ¿Todo bien, enfermera? Ya lleva rato en la celda. ¿Quiere que le quite los grilletes al preso?

– Gracias, cabo. No hará falta -dijo ella, mientras escondía los anillos y daba una última cucharada de puré a Alexander-. Tiene las muñecas muy magulladas. Casi he terminado, me falta un minuto.

– Grite si me necesita -dijo Perdov.

Sonrió y desapareció.

– ¿Has venido con un convoy? -preguntó Alexander.

– Somos un equipo de tres personas. Un médico, otra enfermera y yo. Tendrás que montarte en nuestro jeep.

– Mañana viene a buscarnos Stalin para llevarnos otra vez a la Unión Soviética.

– Stalin llega tarde, mi amor, porque yo te salvaré antes -dijo Tatiana-. Saldremos del campo a las ocho en punto, y a las siete pasaré a buscarte. Estate preparado porque vendré con Karolich. Te traeré la cena, y tú irás comiendo poco a poco delante de él. Necesitamos veinte minutos para que el secobarbital le haga efecto a Perdov.

Alexander no dijo nada durante un momento.

– Más vale que le des una buena cantidad -contestó después.

– Una cantidad desmesurada.

– ¿Qué piensas hacer? -dijo Alexander, dejando de masticar-. ¿Meterme en el jeep y llevarme hasta Berlín, sin más?

– Algo así -susurró Tatiana.

Alexander la miró silenciosamente durante un largo momento.

– Subestimas a los soviéticos -declaró al final, meneando la cabeza-. ¿A qué distancia está Berlín?

– A veintidós millas… Perdón: a treinta y cinco kilómetros.

– No hace falta que lo conviertas a kilómetros, Tania -observó Alexander sin poder contener una sonrisita.

Tatiana tampoco pudo contener una sonrisa.

– ¿Hay puntos de control? -preguntó Alexander.

– Sí, cinco.

– ¿Y tus dos colegas?

– No te preocupes por ellos. Dentro de una hora, estaremos todos a salvo en el sector norteamericano. No pasa nada.

Alexander le dirigió una mirada incrédula y sombría.

– Te recuerdo que no pasarán ni veinte minutos antes de que intercepten el jeep. Habrá suerte si llegamos a Oranienburgo sin que hayan venido a por mí, por ti y por toda la tripulación. No pienso acompañaros -aseguró, negando con la cabeza.

– Pero ¿qué estás diciendo? ¿Cómo van a saberlo? -respondió rápidamente Tatiana-. Tardarán horas en ver que te has fugado, y por entonces ya estaremos en Berlín.

– No sabes cómo funciona esto, Tania… -insistió Alexander, sin dejar de menear la cabeza.

– Entonces, saldremos antes. Cuando tú digas.

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