Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Cuántas tradiciones, cuántas fiestas… Navidad, Acción de Gracias, Pascua, el Día del Trabajo, el Día de la Independencia, los cumpleaños de todo el mundo, incluido el mío, mi maldito, angustioso, dorado cumpleaños. Fiestas, comida, amaneceres, calor. Del alba al anochecer, llenaré de vida mi vida.

La llenaré de todas las cosas que él quiso que tuviera.

Mis cimientos están sepultados bajo el alto edificio de ventanales y vigas que llegan hasta el cielo… cimientos tapizados de árboles y arbustos, de macizos de pensamientos en invierno y de tulipanes en verano, y mi corazón también está tapizado, oculto, cicatrizado. A veces me llevo la mano al pecho y noto un bulto a la altura del corazón, un punto donde los nervios doloridos están a flor de piel y emiten una pequeña sacudida que se transmite por todo mi cuerpo y llega hasta el cerebro, en un temblor que dura poco más que una inspiración prolongada. Inspirar, exhalar, contener el aliento. Pronunciar:

Alexander.

Perdóname por dejarte entre las garras de la guerra, por haber estado tan dispuesta a creer en tu muerte. ¡Cuánto tardé en amarte y cuan poco en abandonarte!

¿Dónde está? Dónde está el espléndido jinete, mi anillo de oro y mi cadena, mi mochila negra y mi día más luminoso?

Tatiana estaba sentada junto a la bahía, deseando que su vida comenzara, o que terminara, cuando ella misma no había empezado ni había terminado.

En realidad, no estaba en ninguna parte.

¿Cuánto se demoraba aquella fase? ¿Llegaría el momento en que dejaría de estar en medio de alguna fase? ¿Cuándo se limitaría a vivir?

¿Antes de encontrar la medalla de Héroe de la Unión Soviética? No.

¿Después de encontrar la medalla de Héroe de la Unión Soviética? No.

¿Después de saber lo de Paul Markey? No.

¿Después de saber quién era Orbeli? ¡Nunca!

Su alma estaba en guerra.

¿Deseaba que Alexander le diera una palabra, una clave? Esa palabra era Orbeli.

«Intento enviarte a un lugar donde estarás a salvo -le había dicho-. No desesperes, ten fe.»

Pero ¿por qué ahora? Y ¿qué iba a hacer Tatiana a partir de ahora? Había que hacer algo, pero ¿qué?

Fuera cual fuera su decisión, Tatiana tenía que abandonar a su hiio ¿No era una locura, una insensatez, una muestra de demencia?

Era todas esas cosas.

¿Irse y dejar a su hijo? ¿Qué diría Alexander si se enteraba de que Tatiana había abandonado a su niño para buscarlo a él en los escaparates del horror del mundo?

Tatiana seguía sentada en la escalera de incendios, sin moverse, sintiendo el olor del aire, del agua y del cielo, buscando a Perseo en el firmamento sin encontrarlo, buscando la luna llena sin verla. Era tarde y la luna estaba oculta tras las nubes.

Su bebé necesitaba a su madre.

¿La necesitaba más de lo que Alexander necesitaba a su esposa?

¿Era ésa la alternativa?

¿Había que elegir entre el padre y el hijo?

¿Tenía que abandonar a uno para ir en busca del otro?

Además, existía la posibilidad de no regresar nunca. ¿Era ésa la vida que quería ofrecer a su hijo?

Lo único que tenía que hacer era quedarse donde estaba, seguir adelante tal como había estado haciendo.

Pero allá no estaba Tatiana. Tatiana estaba junto a Alexander, abrazando su cuerpo en el Ladoga, inclinándose sobre él todas las noches. Sus brazos sostenían el cuerpo de Alexander, que se desangraba sobre la superficie helada del Ladoga. Tatiana podría haberlo dejado en manos de Dios, porque era obvio que en ese momento Dios lo estaba llamando.

Pero no lo había hecho.

Y como no lo había hecho, ahora estaba en Estados Unidos, sentada hasta el fin de sus días en la escalera de incendios. Así se sentía en el instante crucial en que comprendió que su vida, fuera cual fuera su decisión, debía tomar una dirección o la dirección opuesta.

Una dirección era vulgar y vivida.

La otra era oscura y asolada por las dudas."

Quedarse significaba aceptar lo bueno.

Irse significaba abrazar lo incognoscible.

Quedarse significaba que el sacrificio de Alexander no había sido en vano.

Irse significaba adentrarse en la muerte.

Sin embargo, ¿podía aceptar una vida sin él?

¿Podía imaginar una vida sin Alexander? No ahora, pero ¿podía imaginarse a sí misma diez, veinte, cincuenta años después? ¿Podía imaginarse sexagenaria y sin él, casada con Edward y madre de sus hijos, sentada al lado de Edward frente a una mesa antigua y alargada? Tatiana tenía la impresión de que el Jinete de Bronce la perseguiría hasta la tumba. Oiría su caballo retumbante hasta la eternidad, de día y de noche, en las horas de tristeza, en los minutos de debilidad, en la oscuridad y en la luz… aunque viajara por todo Estados Unidos, el jinete no dejaría de perseguirla como la había perseguido en los últimos mil cien días y en las últimas mil cien noches empujándola hacia la nube de la locura. ¿Hasta cuándo?

¿Cuánto tiempo seguiría persiguiéndola?

¿No era Orbeli la prueba de que Alexander, desde la oscura noche en la que se encontraba, la estaba llamando?

Tatiana no podía creer que él estaba vivo y no salir en su busca… Hacerlo sería darle la espalda.

¿Qué significaba todo aquello?

Tal vez podría cerrar la ventana negra que daba a la noche y dejar de oírlo. Tal vez podría convencerse de que Alexander la perdonaría aunque le diera la espalda, aunque mostrara un corazón indiferente.

Las palabras y los pensamientos del pasado resonaban en el interior de Tatiana.

– Mira las cajas como si tuviera que traerlas de vuelta él solo cuando acabe la guerra -dice.

«Ve a buscar a tu soldado», piensa en el autobús, el día en que se han conocido.

Hazte tres preguntas, Tatiana, y sabrás quién eres.

¿Qué esperas?

¿En qué crees?

Y la más importante: ¿qué es lo que amas?

Tatiana volvió a entrar en la casa, cerró la ventana y se acostó al lado de su hijo.

– Tengo que hablar contigo, Vikki -dijo Tatiana a la mañana siguiente, mientras tomaban café y cruasanes en la cocina, antes de salir corriendo hacia el trabajo.

– ¿No puedes esperar a la noche? Es tarde, Anthony ya tendría que estar en el colegio.

Tatiana le cogió la mano. Vikki tenía miguitas de cruasán en los labios. Se la veía muy delgada y muy atractiva y muy morena junto a la encimera, mientras observaba a Tatiana con exasperación y ternura.

– ¡Te quiero mucho! -exclamó Tatiana, abrazándola-. Siéntate un momento, tengo que hablar contigo.

Vikki se sentó.

– Vik, sabes que llevo casi tres años trabajando en Ellis, que colaboro en el hospital de la Cruz Roja para veteranos de guerra y que examino todos los barcos de refugiados que llegan a Nueva York. Sabes que llamo todos los meses a Sam Gulotta en Washington y que hace tiempo me puse en contacto con Esther… y todo esto lo he hecho por un único motivo.

– ¿Qué motivo? -dijo Vikki, masticando un pedazo de cruasán.

– Averiguar qué le pasó a Alexander.

– Pero hasta ahora no he averiguado nada.

Vikki le dio una palmadita en la mano. -Por eso tengo que intentar algo más.

– ¿Más que ir hasta Iowa? -dijo Vikki, sonriendo.

– Y necesito tu ayuda.

– ¡Oh, no! -protestó Vikki, poniendo los ojos en blanco-. ¿Adónde vamos esta vez?

– Nada me gustaría más que contar con tu compañía -aseguró Tatiana-, pero te necesito para algo más importante.

– ¿Para qué? ¿Y adonde piensas irte?

– Me voy en busca de Alexander.

Un trocho de cruasán cayó de la boca de Vikki.

– ¿Ir a buscarlo adonde? -preguntó con perplejidad.

– Empezaré por Alemania y luego iré a Polonia y a la Unión Soviética.

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