– Vamos. -¿Iba a llevárselo de la oreja?-. Ven conmigo, cariño.
Él se incorporó sobre los talones.
– ¿Ahora mismo?
– ¡Pues claro!
– Estamos en una reunión, Zulma.
– ¿De qué? ¿Quién está a cargo de esto? -Sus ojos se posaron en Riaz-. ¡Se trata de un asunto familiar muy urgente, profesor!
Riaz hizo un gesto de indiferencia; no malgastaría palabras con alguien como ella, pero Chad soltó una risita sofocada cuando Shahid se puso en pie. Zulma lo condujo a la puerta, lanzando a Chad una furiosa mirada al salir.
Shahid bajó corriendo las escaleras tras ella, inesperadamente aliviado por la súbita libertad.
– ¿Qué hacíais ahí dentro, celebrando una reunión política?
– Sobre la fatwa, casualmente.
– Ay, Dios. ¿Y son todos estudiantes?
– Sí, Zulma.
– ¿Y van a manifestarse en su favor?
– No. Creo que en su favor, no.
– Pero ¿no has dicho que eran estudiantes?
– ¿Y qué? Pues claro que son estudiantes, Zulma. ¿Qué crees que son, joder, jefes de empresa?
– Santo cielo, ¿es que asistes a clases de tacos? -Le lanzó una mirada inquisitiva-. Nunca te he visto tan enfadado. Hacías chistes tontos, eras muy tímido para todo, apenas capaz de abrir tu grosera boca. También tenías un extraño tic. ¿Ya has superado todo eso?
El coche estaba medio subido en la acera. Zulma le metió prácticamente de un empujón en el asiento para impedirle la fuga. Cerró los muslos. Se subió la falda para liberar las piernas y, agitando la mano por la ventanilla, bajaron de la acera introduciéndose en el tráfico.
– ¿Son así los universitarios de ahora?
– Algunos.
– Se supone que los estudiantes son muy inteligentes, ¿no?
– ¿A qué te refieres, Zulma?
– ¡No me levantes la voz! -Tintinearon sus joyas de oro-. Te estoy explicando que la religión está destinada a las masas, no a los tipos inteligentes. A los campesinos y gente así les viene bien la superstición, de otro modo vivirían como animales. Tú, que vives en un país civilizado, no lo entiendes, pero esos papanatas necesitan normas estrictas, si no seguirían creyendo que la tierra se apoya en tres peces. -Dio un puñetazo en el volante. Shahid observó el anillo de boda con un diamante que Chili le había regalado-. Pero esos intelectuales deben saber que son un montón de patrañas.
– Son creyentes, Zulma.
– ¿Y quieren asesinarlo y todo eso?
– Sí -admitió él, con abatimiento.
– Esos chalados están cada vez peor. Y parece que la locura es general. Todo el mundo me llama para preguntarme por este barullo, como si yo fuese el autor de la novela. Las cosas están llegando a tal extremo, cariño, que no voy a tener más remedio que leer ese libro.
Zulma compraba revistas como Elle, Hello!, Harpers y Queen, pues prefería literatura instructiva en papel brillante, con fotografías, a la narración puramente imaginativa en papel mate.
– Como si no tuviera la cabeza a punto de reventar con los problemas que me da tu familia entera, muchísimas gracias.
El piso de Zulma estaba detrás de Lowndes Square, en un suntuoso edificio antiguo.
– Pero ¿por qué estás con esa gente? -le preguntó, mirándolo con preocupación al salir del coche-. No te habrás metido en una organización religiosa, ¿verdad, Shahid?
– Por favor, Zulma, déjame un momento en paz. Necesito pensar.
– Claro que tendrás que meditar, no cabe duda, después de esta conversación, así que esperaré un poco.
El portero uniformado que sacaba brillo a la puerta del ascensor, dejó el trapo, se puso la gorra y echó el cierre metálico. Mientras subían en la estrecha caja enrejada, semejante a un ataúd invertido, ella bajó la voz y le dijo en un murmullo:
– A ti no te van las oraciones, ¿verdad?
– ¿A qué te refieres?
– Dime la verdad o te doy un guantazo.
– A mí no puedes tratarme así, Zulma.
– No, supongo que no, pero me dan ganas de darte una torta.
Shahid tenía curiosidad por ver si era capaz de cumplir la amenaza.
– He ido a la mezquita -confesó-. Y no me avergüenzo. ¿Debería avergonzarme?
Ella fingió que le fallaban las piernas.
– ¡Pero si te han dado una educación como es debido!
Shahid salió del ascensor después de ella y, mientras avanzaban por el mullido y silencioso pasillo curvo, se preguntó si sería entonces cuando iba a darle la bofetada.
– Ni te cuento los problemas que Benazir ha tenido con esos locos intrigantes. Es una chica muy buena, y ha sufrido mucho.
– Haga lo que haga, Zulma, al menos no soy como tu marido.
Ella soltó una carcajada, aunque su cálido arrebato fue inmediatamente absorbido por las paredes del silencioso y formal edificio.
– Mi marido. La próxima vez haré que me organicen un matrimonio de conveniencia. No es mala idea, ¿eh? ¿Qué son estos matrimonios liberales sino malos modales por el día y malos olores por la noche? ¡Esto ya ha ido demasiado lejos!
Shahid no quería hablar con Zulma de eso, ni de ninguna otra cosa. Recordó que Deedee le había dicho: nunca hagas nada que no quieras hacer, jamás. Si te apetece separarte de Zulma, cruzar la calle y salir corriendo, hazlo; ahora mismo.
El cavernoso piso de Zulma parecía la suite de un hotel. Contenía pocos adornos personales: había una alfombra persa sobre la moqueta color marfil; un cubo lleno de lirios en el suelo; lámparas de ónix y una mesa de mármol; tres objetos exóticos robados de monumentos no protegidos de Pakistán. Al ver a la señorita, el aya de la sobrina de Shahid recogió unos juguetes y los sacó de la habitación.
Shahid jugó con la pequeña Safire, que tenía los ojos color café de Chili. A Shahid siempre le gustaba llevar caramelos en diversos bolsillos para que ella se le subiera por todos lados, buscándolos. Pero hoy no tenía ninguno y, tras buscar afanosamente, la niña no encontró nada. Mientras jugaban, Shahid oyó que Zulma hablaba en la cocina con un hombre de acento aristocrático.
– ¿Quién es ése, Safire? -musitó Shahid.
Ella dijo que se llamaba Charles. Shahid vislumbró brevemente a un individuo rechoncho con un traje caro.
– ¿Huele a coles de Bruselas demasiado hervidas? -preguntó a la niña.
Safire se reía entre dientes cuando Zulma apareció con una copa y una botella de vino.
– Ya sabes que no suelo beber antes de comer. Pero siempre que veo a esos fanáticos me apetece muchísimo un vaso de Sauternes bien frío. Influencia de tu papá, tal vez. -Se sirvió, alzó la copa y, utilizando la jerga aún de moda en Karachi, añadió-: Bueno, chin-chin.
Shahid se levantó y se dirigió a la puerta.
– La heroína es ilegal en Gran Bretaña. ¿Por qué no tomamos también un poquito?
– Vamos, Shahid, nunca hemos sido los mejores amigos del mundo, pero me sienta muy mal que vayas por ese camino.
– Escúchame, Zulma, yo…
– ¡Siéntate y calla! Déjame contarte lo que me ocurrió hace poco en una fiesta en Karachi. Estaba yo diciendo a una cabeza hueca, buena amiga mía desde hace años: «Todas esas tonterías sobre Dios me molestan mucho cuando nos hacen falta viviendas, hospitales y educación.» ¿Adivinas qué pasó?
– No.
– ¡Te lo puedes creer, señor Cara Mohína, la zorra me dio una bofetada, zas! -Se dio una palmada-. Y me echó de su casa. Se me helaron las tripas. Pronto nos matarán a todos, por pensar. ¿Has dejado de pensar, Shahid?
– No.
– ¿Estás seguro? -Zulma dejó la copa y, antes de dirigirse de nuevo a Shahid, dijo a su hija-: Safire, vete con Charles un momento. Sé buena. Es un tipo decente, este Charles Jump. Claro que, como la mayoría de los hombres, no es muy inteligente, y tiene una extraña actitud hacia las mujeres. Pero es un lord. ¿O conde? He dicho conde, con una «o». [4]Tiene una mansión impresionante en Wiltshire. Los autocares paran enfrente y los turistas se asoman para verle desayunar. -Se inclinó hacia Shahid y se dio una palmada en la rodilla-. Te he traído aquí para que me ayudes. Contesta sinceramente: ¿sabes dónde está Chili? -Él negó con la cabeza-. ¿Lo juras por lo más sagrado?
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